Tiempo de lectura: 11 min.

La historia del liberalismo no se corresponde exactamente con la historia de la libertad, sino con una ideología –hija de la Ilustración– que situó la autonomía del individuo en el centro del tablero político. Como a todas las ideas revolucionarias –y el liberalismo lo fue y lo sigue siendo–, la polémica lo ha perseguido desde sus inicios.

«Unos lo ven como un regalo de la civilización occidental a la humanidad –escribe Helena Rosenblatt en La historia olvidada del liberalismo– y otros como la razón de su decadencia. Una lista interminable de libros lo critican o lo defienden, y casi nadie puede mantenerse neutral. Sus detractores lo acusan de una larga lista de pecados. Dicen que destruye la religión, la familia, la comunidad. Es moralmente laxo y hedonista, cuando no racista, sexista e imperialista. Sus defensores son igual de categóricos. Afirman que el liberalismo es el responsable de lo mejor de nosotros: nuestras ideas de equidad, justicia social, libertad e igualdad».

Historia olvidada del liberalismo. Helena Rosenblatt. Crítica, 2020. 304 págs.
Historia olvidada del liberalismo. Helena Rosenblatt. Crítica, 2020. 304 págs.

Indagar su curso a través de la historia e intentar clarificar su sinuoso sentido programático a lo largo de los siglos es el propósito de la profesora Rosenblatt en este meticuloso ensayo publicado por la editorial Crítica y que, junto con los ya clásicos Inventing the Individual: The Origins of Western Liberalism de Larry Siedentop y, sobre todo, la Historia del pensamiento liberal del francés Pierre Manent, constituye el punto de partida ideal para adentrarse en el complejo significado de una ideología indispensable para entender el mundo moderno.

CICERÓN Y LA “LIBERALITAS” ROMANA

Rosenblatt arranca su libro antes del liberalismo, analizando el sentido del concepto romano de liberalitas (liberalidad) que resultaba, de algún modo, indisociable del de humanitas. Así, ya Cicerón observó en Sobre los deberes que la liberalitas representaba el «vínculo de la sociedad humana», el fundamento de la amistad, que conlleva la ayuda mutua y la generosidad. La liberalitas romana, por tanto, tenía mucho de virtud y requería, en la lectura que plantea la autora americana, «razonamiento correcto y fortaleza moral, autodisciplina y control».

El mundo medieval y renacentista –el mundo cristiano, en definitiva– asumió como propia esta concepción. San Ambrosio, obispo de Milán y uno de los padres de la Iglesia, observó que la justicia y la buena voluntad forjan los cimientos de cualquier comunidad saludable. La preocupación por los métodos educativos fue en aumento y en el Renacimiento abundaron los tratados sobre la instrucción de los niños. De Erasmo de Rotterdam a nuestro Juan Luis Vives, la clave era enlazar el poder con la verdad, y la libertad con el bien. Las artes liberales reflejaban los principios de una educación aristocrática basada en la lectura de los clásicos, la generosidad, la prudencia y la moderación. La nobleza del alma y la liberalidad del príncipe se identificaban así de un modo ideal.

Locke puso un énfasis especial en el concepto de la tolerancia, que relacionó inmediatamente con la liberalidad

Fue la Reforma protestante, con su nueva interpretación de la relación del hombre con Dios, la que extendió con mayor radicalidad la llamada universal a la nobleza: todo cristiano, todo hombre, debía poner el bien común por encima de cualquier otra consideración. Ya en el siglo XVII, dos autores británicos, Thomas Hobbes y John Locke, serán considerados los padres fundadores del liberalismo, a pesar de sus marcadas diferencias. Curiosamente, el autor de Leviatán parte de una visión muy negativa. «Hobbes –explica Rosenblatt– sostenía que los seres humanos eran incapaces de gobernarse a sí mismos o de convivir pacíficamente sin un líder poderoso “que los mantenga en el temor y dirija sus acciones al beneficio común”. Sólo un gobierno fuerte e indivisible en manos de un monarca absoluto podía evitar una “guerra perpetua de cada hombre contra su vecino”».

Locke, en cambio, asoció con el término clásico de liberalitas su visión optimista de la condición humana. Para Locke, resume Rosenblatt, «la sociedad dependía del “intercambio de bondad”. Sin ella, la sociedad apenas podía “mantenerse unida”». Como reflejo de este nuevo espíritu, Locke puso un énfasis especial en el concepto de la tolerancia, que relacionó inmediatamente con la liberalidad. «Locke –puntualiza la autora– afirmaba que la tolerancia no sólo era “aceptable para el Evangelio de Cristo”, sino que era “la característica principal de la verdadera Iglesia”. En este sentido, Locke convertía la tolerancia en un deber cristiano. Pero también sostenía que no bastaba simplemente con tolerarse: los cristianos estaban obligados a ser liberales unos con otros». Y añade a continuación: «Locke amplió mucho el mandato de ser liberal, al menos para su época. Incluía a todas las sectas protestantes e incluso a los paganos, los musulmanes y los judíos. Pero la liberalidad para Locke seguía teniendo límites; dejaba fuera a la mayoría de los católicos o ateos».

EL PRIMER PAÍS NITIDAMENTE LIBERAL

Sobre esta noción de liberalidad y tolerancia religiosa, se construyó la independencia de los Estados Unidos que, con las famosas cartas del presidente Washington de 1770, se extendió a los católicos y los judíos. Muy pronto, Estados Unidos se convertiría en el primer país nítidamente liberal. Liberal, que no democrático, subraya Rosenblatt. Su constitución reflejaba la imagen ejemplar de hombres «amantes de la libertad, generosos y cívicos, y que comprendieran su conexión con los demás y su compromiso con el bien común». Al mismo tiempo, empezaba a emerger un cristianismo liberal, menos dogmático y más tolerante y optimista, que enfatizaba el comportamiento cívico y moral –la praxis– por encima de las disputas metafísicas o las diferencias litúrgicas. Ya antes de la Revolución Francesa, un nuevo espíritu soplaba sobre Occidente.

Para Burke, los acontecimientos de Francia tenían muy poco de liberales y sí mucho de “iliberales”

La Revolución de 1789 se realizó en nombre de la libertad, aunque derivó rápidamente en el Terror. Asombrado por los acontecimientos, un joven diputado británico, Edmund Burke, escribió sus Reflexiones sobre la revolución en Francia, uno de los ensayos fundamentales sobre el conservadurismo político y una de las más potentes refutaciones de la nueva ideología. Para Burke, los acontecimientos de Francia tenían muy poco de liberales y sí mucho de “iliberales”. Tras la caída de Robespierre en 1794, llega a París el suizo Benjamin Constant, que se convertirá en el principal teórico del liberalismo moderno. La pregunta que se plantea será recurrente a lo largo de la historia de esta ideología: ¿por qué la deriva hacia el terror, por qué el iliberalismo? La respuesta que ofrecerá Constant será la necesidad de adjudicar contrapesos al poder y mejorar la educación. Consideraba que el catolicismo era una religión retrógrada y supersticiosa que debía ser reformada o sustituida. Se acentuaba así la difícil relación entre el catolicismo y los principios liberales, dando paso a un conflicto que duraría más de un siglo.

Los postulados de Constant llegaron a ser enormemente influyentes con el paso del tiempo, pero al iniciarse el siglo XIX conocieron otra decepción: la causada por el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte. «Napoleón –comenta Rosenblatt– pisoteó los principios liberales de diversas maneras». Centralizó el poder en su persona, manipulaba las elecciones a su favor y se hizo coronar emperador en presencia del papa. «En realidad –continúa–, Napoleón creó un nuevo tipo de régimen autoritario que se mofaba de todo aquello por lo que Constant y Madame de Staël habían luchado y en lo que creían».

CONFLICTO ENTRE LIBERALISMO Y REACCIÓN

Muy pronto, las guerras asolarían Europa y el conflicto entre liberalismo y reacción se recrudecería. Y en este enfrentamiento, las propias ideas liberales se fueron depurando. Así, resumiendo los Principios de política aplicables a todos los gobiernos de Benjamin Constant, Helena Rosenblatt anota que uno de los objetivos irrenunciables de cualquier constitución liberal sería «impedir que una dictadura basada en la soberanía popular se hiciera pasar por un régimen liberal. La primera frase de los Principios enuncia claramente que la nueva Constitución reconoce formalmente el principio de soberanía popular. Sin embargo, Constant defiende muy poco después la necesidad de limitar dicha soberanía. Escribe que el poder ilimitado, ya sea ejercido en nombre de un pueblo, un rey o una asamblea es algo muy peligroso. […] Enumera una serie de instituciones intermedias y garantías necesarias que deberían limitar la autoridad del gobierno, independientemente de en qué manos esté. Entre ellas destacaban las que se llegarían a conocer como las libertades liberales esenciales: la libertad de pensamiento, la libertad de prensa y la libertad religiosa».

Con el surgimiento de la proletarización, el liberalismo empezó a ser atacado también por la izquierda

Y remacha con otra idea que sigue teniendo actualidad: «Constant escribió que importaba menos la forma de gobierno que la cantidad. Monarquías y repúblicas podían ser igualmente opresivas. Lo importante no era a quién se otorgaba la autoridad política, sino cuánta autoridad se concedía». Estos principios continúan siendo hoy el abecedario básico de cualquier democracia que merezca el nombre de liberal. Al mismo tiempo, empezaba a desarrollarse una lectura no ya política sino económica del liberalismo que, al igual que en nuestros días, circulaba por una doble vía: una más cercana a los postulados clásicos del laissez faire y otra más cercana a criterios que hoy consideraríamos socialdemócratas. El potente desarrollo de la revolución industrial a lo largo del siglo XIX acentuaría este debate y pondría en primer plano las dificultades de la cuestión social. Con el surgimiento de la proletarización, el liberalismo empezó a ser atacado también por la izquierda. No olvidemos que el Manifiesto comunista fue publicado en Londres poco antes de la revolución de 1848 en París.

1848, de hecho, ilumina la segunda gran derrota del liberalismo. La ausencia de reformas reales, el empobrecimiento de las masas y la corrupción generalizada obligó a los liberales a preguntarse de nuevo por sus errores. La respuesta, una vez más, se dirigió hacia las virtudes previas. «La degradación de la moral pública os traerá pronto, muy pronto tal vez, nuevas revoluciones», aseveró profético Alexis de Tocqueville en enero de aquel año convulso. «La mayoría de los liberales –sostiene Rosenblatt– rechazó la idea de que la culpa recaía en un sistema social injusto. En su lugar, se convencieron de que el fracaso de 1848 era el resultado de una catastrófica descomposición de la moral pública».

Los pueblos, la ciudadanía, requerían un sentido noble del patriotismo, ilustración y carácter. El enemigo principal seguía siendo el catolicismo, al que se acusaba de perseguir la razón ilustrada y de fomentar la superstición y el sentimentalismo. Para John Stuart Mill, uno de los grandes teóricos británicos del liberalismo, era imprescindible cambiar la mentalidad de las naciones, lo cual exigiría intervenir decididamente en las escuelas, en la familia, en la prensa y, por supuesto, en la religión. El triunfo del liberalismo requeriría un credo religioso progresista y modernizador, más centrado en la praxis moral que en los dogmas. El surgimiento del cristianismo liberal, que choca directamente con las formulaciones ortodoxas tanto del catolicismo como del protestantismo, corresponde a esta época. El papel de la masonería –y su estrecho pacto con el liberalismo– se afianza también en el XIX. Y la Iglesia católica, en su esfuerzo por preservar el depósito de la fe, se verá obligada a condenar la francmasonería en ocho ocasiones a lo largo del siglo, según explica la autora.

El desarrollo de las ideas, sin embargo, va por un lado y el ejercicio del poder por otro. Cuatro son las figuras políticas fundamentales que surgen de la revolución de 1848: Napoleón III, Lincoln, Gladstone y Bismarck, figuras carismáticas más que ideológicas, con notables rasgos cesaristas. Un caso especialmente interesante es el del canciller Otto von Bismarck, artífice de la unificación alemana, que «destruyó a los partidos políticos y a cualquier individuo que pusiera en peligro su autoridad, y utilizó la demagogia para promover sus intereses». A pesar de su iliberalismo y de «dejar una nación sin la más mínima educación política» –en palabras de Max Weber–, lo cierto es que el gran desarrollo industrial alemán tiene lugar bajo su gobierno y que es él quien impulsa las políticas de protección social más avanzadas de su época. En 1870 humilla a Francia y derroca a Napoleón III. Una rebelión socialista deja a París sitiado y proclama la Comuna bajo la insignia roja. De nuevo, todos los equilibrios europeos empiezan a ceder y el liberalismo entra en estado de shock.

Atrapado entre la reacción conservadora –El liberalismo es pecado es el titulo de un libro escrito en 1886 por el sacerdote español Félix Sardá y Salvany– y la revolución socialista, el liberalismo parece encontrarse en un callejón sin salida. En su análisis, la educación de las masas sigue siendo un problema pero ya no sólo el problema. «Los liberales –argumenta Rosenblatt– achacaron gran parte de la culpa de la derrota francesa en la guerra franco-prusiana a la mala calidad de su sistema educativo y a la influencia negativa de la doctrina de la Iglesia. No obstante, también se percataron de que había otras razones para la humillación de Francia. No costaba advertir que los soldados alemanes eran más fuertes físicamente y estaban más sanos que sus homólogos franceses. El ejército francés perdió durante la guerra el equivalente a toda una división a causa de la viruela, y registró un número de enfermos hasta cinco veces superior. El ejercito prusiano estaba vacunado, por lo que sufrió muchas menos bajas. Se trataba de una prueba evidente de los beneficios de la intervención pública».

Para la sorpresa de los liberales, el autoritarismo bismarckiano resultaba más eficiente que el relativista laissez faire francés. El canciller germano había impuesto programas de vacunación masivos y seguros obligatorios de enfermedad, accidente laboral, jubilación y discapacidad, entre otras medidas innovadoras. Su éxito no dejó de impactar entre los liberales, que empezaron a replantearse algunos de sus postulados básicos. «A lo largo de las décadas siguientes –prosigue Rosenblatt–, cada vez más liberales británicos empezaron a preferir un nuevo tipo de liberalismo que abogaba por una mayor intervención del gobierno en favor de los pobres. Pedían al Estado que adoptara medidas contra la pobreza, la ignorancia y las enfermedades, así como la excesiva desigualdad en la distribución de la riqueza».

EL ORIGEN DE LA SOCIALDEMOCRACIA MODERNA

Surgió entonces, primero en Alemania –impulsada por la figura de Eduard Bernstein– y a continuación en el resto de Europa, una nueva modalidad de socialismo que asumía y reformulaba los principios liberales, desligándose del marxismo y dando origen a la socialdemocracia moderna. Pero las contradicciones liberales seguían presentes en temas clave como el derecho al sufragio femenino –al cual el liberalismo era hostil en gran medida– o la tentación eugenésica, que adquirirá protagonismo en muchos países y se extenderá hasta bien entrado el siglo pasado. Para entonces, el liberalismo constituía ya una ideología polisémica que compartía rasgos comunes pero que divergía en cuestiones decisivas como el voto universal, la mayor o menor intervención del Estado o su relación con las distintas religiones.

 «El discurso liberal procolonial –escribe Rosenblatt– estaba saturado de un lenguaje abiertamente racista. Abundaban las referencias a las “razas inferiores”, “razas sometidas” y “razas bárbaras”».

El siglo XX fue ya el siglo estadounidense, por lo que no podemos concebir el liberalismo contemporáneo sin el influjo norteamericano. Se intensificó aún más, por ejemplo, su deriva imperialista. La defensa de un imperio anglosajón pasaba por llevar la civilización a todo el globo. «El discurso liberal procolonial –escribe Rosenblatt– estaba saturado de un lenguaje abiertamente racista. Abundaban las referencias a las “razas inferiores”, “razas sometidas” y “razas bárbaras”».

Las dos guerras mundiales y el enfrentamiento con las otras ideologías dominantes del momento –el fascismo y el comunismo– afianzaron a los Estados Unidos como auténtico baluarte liberal de la civilización. Perduraba, eso sí, el debate entre las dos variantes del liberalismo: la de matriz nítidamente socialdemócrata (que se asentó de forma principal en los Estados Unidos con las políticas que adoptó Franklin. D. Roosevelt para hacer frente a la Gran Depresión de 1929 y que se conocen como New Deal) y la que hoy denominamos “neoliberal”, muy influida por la escuela austríaca, cuyas figuras principales fueron autores como Friedrich Hayek o Ludwig von Mises, los cuales negaban la posibilidad de un socialismo liberal que conduciría, en última instancia, a considerar a los ciudadanos como siervos y no como hombres libres.

Para Rosenblatt, parte del problema se centra en la deriva individualista que llevó a olvidar el sentido moral y cívico que han promovido históricamente los liberales

El curso sinuoso de las ideas nos muestra su polisemia. ¿Reconocerían el liberalismo actual sus padres fundadores? Seguramente sí, aunque se sorprenderían de los distintos meandros por los que ha transitado. Tras el hundimiento del fascismo y del comunismo durante la década de los noventa se pensó que el triunfo del liberalismo era definitivo. La Historia habría resuelto sus contradicciones, de acuerdo con la famosa tesis de Francis Fukuyama. No fue así. Para Rosenblatt, parte del problema se centra en la deriva individualista que llevó a olvidar el sentido moral y cívico que han promovido históricamente los liberales.

«Los liberales distaban mucho de ser perfectos –leemos en el epílogo–. Pese a verse a sí mismos como agentes desinteresados de la reforma, esto no era más, en el mejor de los casos, que una vana ilusión. A menudo era el fruto de la ceguera. Fueron capaces de excluir a grupos enteros de personas de su visión liberal: las mujeres, los negros, los pueblos colonizados y aquellos a los que se referían como los “no aptos”.

Sin embargo, cuando lo hacían siempre había otros liberales que los acusaban de traicionar sus principios liberales y les instaban a ser fieles al significado esencial de “liberal”, que no sólo denotaba ser amante de la libertad y tener conciencia cívica, sino también ser generoso y compasivo. Ser liberal era un ideal, algo a lo que aspirar». Asediado por el retorno de los populismos y la fractura social, la autora sugiere que el futuro del liberalismo depende de su retorno a su alma compasiva, asumida en su lectura más socialdemócrata e intervencionista.

A pesar de trazar una completa genealogía del liberalismo a lo largo de la historia, Rosenblatt no logra del todo reflejar con la profundidad suficiente el desafío intelectual que le plantea el cristianismo y las corrientes conservadoras, ni los matices que surgen en el diálogo entre ley y libertad. Tampoco era la función de esta obra. «Hay quienes sostienen –concluye– que el liberalismo contiene en sí mismo los recursos que necesita para articular una concepción del bien y una teoría liberal de la virtud. Los liberales deberían reconectarse con los recursos de su tradición liberal para recuperar, comprender y asumir sus valores fundamentales. El objetivo de este libro es relanzar ese proceso». Un proceso, en definitiva, indisociable de la buena salud democrática de los países.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.