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Los diversos autores que estudian el liberalismo vienen a coincidir en que el liberalismo, como cualquier ideología, es un hijo de su tiempo. Igualmente, otros autores, por ese mismo argumento, sostienen que es una ideología periclitada, solo sostenida por románticos excéntricos. Sin embargo, así como es indiscutible esa vinculación en su origen a un momento histórico, el sistema de valores que permitió su nacimiento y que se moldearon como postulados políticos del liberalismo no solo no ha desaparecido, sino que se extiende cada vez con mayor fuerza por todos los países del mundo. La vitalidad de esta ideología es tal que ha sido capaz de superar, con sucesivas adaptaciones accidentales, el paso del tiempo: podemos hablar de los tiempos del liberalismo: éste es una conquista de nuestra civilización, el sistema político forjado por el hombre en su búsqueda de la libertad, el sistema político orientado a proteger al hombre de las arbitrariedades externas, que ha llegado a impregnar de forma esencial la cultura occidental. Y sería realmente llamativo que cuando más se extienden los principios e instituciones políticas de origen liberal, se sostenga que el liberalismo como sistema político esté en desaparición. Es más: no es concebible el mantenimiento de los actuales sistemas democráticos, ni la implantación de nuevas democracias, sin un pujante liberalismo. El profesor Hayek, en Camino de servidumbre, señala que el aumento del intervencionismo económico y el retroceso de la democracia y la libertad política no coinciden por pura casualidad, sino que uno y otro son consecuencia de la naturaleza de las cosas.

El liberalismo es un hijo de su tiempo. El liberalismo aparece en Europa y América en un momento determinado, porque se dan determinadas circunstancias económicas y hay una base cultural amplia en la que asentarse. Voltaire, en sus Lettres anglaises,  dice:  «el .comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de ínglaterra, ha contribuido a hacerlos libres, y esta libertad a su vez ha dilatado el comercio, formándose así la grandeza del Estado». Para conocer precisamente esa base cultural de la época, no se puede evitar el hacer un rastreo en el nacimiento de los principios ideológicos que se terminan incardinando en el liberalismo. Desde Inglaterra, Francia y Norteamérica, se realizan diversas construcciones, filosóficas, políticas y económicas que contribuyen a formar esa base cultural en que nace el liberalismo.

Configuradores del liberalismo

En primer lugar, el propio hombre. Hace falta la afirmación de los individuos como sujetos de derechos ante el colectivo. Se trata de la filosofía griega, de las doctrinas judaicas de la responsabilidad del hombre ante un Dios por su conducta, que se plasman en el cristianismo. Sin embargo, durante mucho tiempo esas ideas estuvieron ahí, sin dar lugar al liberalismo. Ni la Antigüedad llegó a asumir plenamente esos principios, ni la Edad Media avanzó hacia el antropocentrismo. Por eso, solo cuando en el Renacimiento se redescubren los clásicos, frecuentemente por medio de autores cristianos medievales, y se extienden los estudios humanistas, poniendo al hombre como objeto de estudio: se comienzan a sentar las bases de un substrato en el que encontraremos al sujeto de la ideología.

Durante tres siglos, los filósofos van elaborando teorías con el hombre como centro y referencia (Bossuet, Pascal, Voltaire, Diderot). A veces, llegan a extremos de riguroso dogmatismo con la subordinación de toda conducta a una Razón suprema, respeto de la cual cualquier desviación es un error, y que coloca a la autoridad política como ejecutora de esa Razón ilimitadamente por encima de los hombres (Descartes). A pesar de ello, de las construcciones racionalistas surgen -en su mayoría- las bases ideológicas del liberalismo.

La noción del hombre como sujeto de derechos naturales, «la existencia de un derecho absoluto y universal a la tolerancia» (Locke), la existencia de la ley como norma suprema que vincula a todos incluido el rey (Federico 11, Bentham), la residencia de la soberanía en el pueblo (Bentham), la existencia de una moral natural o racional (Kant, Hegel), la necesidad de acabar con las intervenciones arbitrarias del poder -incluidas las intervenciones en la economía- (Hume, Adam Smith), la división de poderes del estado (Montesquieu), son principios que se van formando en los siglos xvu y XVIII. Sobre la base de esas teorías se producen las revoluciones del XVII en Inglaterra y del XVIII en América del Norte y Francia, con sus declaraciones de derechos y la quiebra del poder político existente hasta ese momento.

Es de especial incidencia en la difusión de estas ideas el cúmulo de gacetas, la Enciclopedia, los cafés, los salones, y las sociedades secretas, que durante el siglo XVIII hicieron llegar las nuevas teorías a una multitud de ciudadanos.

Sin embargo, no se trataba propiamente de liberales, sino más bien de «preliberales». El liberalismo es una formulación política del siglo siguiente, el XIX, cuando sobre ese substrato ideológico se alza el individualismo romántico. El romanticismo tuvo una primera fase de confrontación con el racionalismo, pero, a la larga, el individualismo del romanticismo llegó a ser el espíritu que animó los principios anteriores, y posibilitó el triunfo liberal y nacionalista. El liberalismo alcanza significado político y de hecho se hace presente -omnipre sente- en Europa entre 1833 y 1860. Es en ese período cuando las doctrinas formuladas en el siglo anterior alcanzan su difusión y son aplicadas.

Individuo, libertad, propiedad

La ideología o el sistema de ideas liberales, que como ya hemos dicho ni son las mismas en todos los autores ni en todos los países, ni en todos los momentos, se resume en la afirmación de la libertad del hombre como titular de derechos naturales, la soberanía popular y la libertad de mercado (contrato, competencia  y  comercio),  en  la que los individuos, buscando su interés, promueven el de la sociedad (como afirmara A. Smith en La Riqueza de las Naciones, divulgado en Europa por J.B. Say en el Tratado de Economía Política ), quedando en poder de este mercado la fijación de prioridades de producción  y la distribución de la producción.  El sistema necesariamente descansa sobre la existencia de la propiedad, nacida de que cada uno es propietario de su trabajo. Pero no cabe una existencia del liberalismo cuando se excluye alguno de esos principios: los excesos capitalistas, por ejemplo, si avasallan  los derechos del individuo o la soberanía popular, no pueden ser considerados un modelo liberal.

La libertad del individuo se ve limitada por la acción del gobierno, lo que lleva a exigir la menor intervención de este, la supresión de las medidas coercitivas de las libertades individuales y comerciales y el sometimiento de todo poder a la ley. Y en general, el ideal de la reducción del gobierno a sus mínimas dimensiones se vio aplicado. El preliberalismo -A. Smith en la obra recién citada- atribuía al Gobierno la defensa frente agresiones exteriores e interiores, y determinadas obras públicas. Una forma de limitar el gobierno es la división de poderes, una idea basada en teorías de Locke y después de Montesquieu, o la división de un mismo poder al estilo de Jefferson.

Las «pruebas» del liberalismo

A lo largo del siglo XIX se evidenciaron defectos y distorsiones producidas por la aplicación concreta de las doctrinas liberales. El Estado, a partir de 1860, volvió a crecer, estableciéndose sucesivas intervenciones en materia laboral, educacional, económicas, asistenciales, etc. Ello ha servido a quienes rro compartían las ideas liberales, para proclamar el fracaso del sistema, en vez de comprobar que es un sistema que permite correcciones.

Con frecuencia se dice que el liberalismo inicial es completamente distinto del actual en sus planteamientos políticos.  Evidentemente hay diferencias, ya que se incorporan medidas correctoras de las distorsiones, con lo que los programas políticos de liberales y no liberales se aproximan. Pero lo que distingue a un liberal de un no liberal -socialdemócratas, demócratas cristianos, centristas radicales o progresistas, etc.- dentro de esas propuestas políticas, es que para un liberal esas medidas son simples correcciones que se aplican como mal menor si hace falta, mientras que en los demás son la base de sus programas políticos, y casi principios de sus sistemas ideológicos: el ejercicio del poder para buscar el bien común y la felicidad colectiva. Quienes no son liberales confunden los resultados con los principios, y la función que atribuyen a un Estado moderno, en versión de Bertrand de Jouvenel, es la de alcanzar ciertos objetivos políticos: existe mayor preocupación por el crecimiento de la economía y la disminución del desempleo que por garantizar los derechos individuales.

Durante el siglo XIX y xx, las doctrinas socialistas, basadas en una crítica maniquea al liberalismo en general y en una crítica puntual a disfunciones concretas, junto con la pervivencia de clichés religiosos antiliberales, y la defensa y aplicación de voluntariosas teorías económicas en momentos de crisis, han conseguido que una mayoría del pueblo estime que los principios liberales están  trasnochados.  La nueva orientación de los movimientos de izquierda, en la dirección ecológica y de la solidaridad comunitaria, se basa igualmente en la critica al modelo liberal, al que se contraponen visceralmente. En España, además, el franquismo situó a los liberales entre los masones, judíos y comunistas, como elementos perturbadores de la paz y enemigos de su España. Todo ello ha hecho muy difícil, hasta hoy, la expansión de los principios liberales más allá de una minoría intelectual.
Sin embargo, no es así: una muestra de la eficacia de esa minoría liberal está reflejada en nuestra actual Constitución, en la que la influencia de los principios liberales alcanzó cotas insospechadas. Como consecuencia de la actuación doctrinal de los liberales españoles, han alcanzado rango constitucional principios como los de la soberanía, la supremacía de la ley, la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, la igualdad ante la ley, las libertades ideológicas, religiosas y de libertad de cultos, la libertad y seguridad, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de expresión, los derechos de reunión y asociación, tutela judicial, libertad de cátedra, libertad de creación y elección de centros de enseñanza, reconocimiento y restitución de los Estatutos de los nacionalistas, y la extensión de las autonomías al resto del país. Podría parecer ahora que -por su obviedad- no habría hecho falta una acción liberal para que esos principios hubieran tenido presencia constitucional. Pero los que vivimos épocas anteriores apreciamos en su justo valor esas garantías constitucionales. Y valoramos la labor de nuestros liberales, que, sin una presencia directa en la ponencia constitucional -en la que había franquistas, republicanos, socialistas, comunistas y democrata-cristianos- lograron la Constitución de una monarquía liberal.

El futuro del liberalismo

No obstante, entiendo que la labor desarrollada no es suficiente. Si realmente queremos que los principios liberales arraiguen en una mayoría de los ciudadanos -en quienes muchos de esos conceptos ya están implantados sin que identifiquen su origen- hace falta promover las circunstancias en las que esas ideas puedan crecer. Antes que conseguir convencidos de las teorías liberales, hace falta que los posibles destinatarios tengan un adecuado substrato intelectual. Mientras no se consiga esa extensión, muchos de los principios constitucionales seguirán en espera de aplicación completa.

Las teorías socialistas están hoy en decandencia, al desaparacer el punto de referencia de la Unión Soviética; la influencia de los dogmatismos religiosos está hoy desapareciendo en Occidente, bien por su adaptación a los tiempos que corren, bien por el relativismo moral que impera; el keynesismo ha sido superado por las escuelas liberales de Chicago y Viena, en especial por la teoría de las expectativas racionales del recientemente galardonado profesor Lucas, con lo que solo queda como potencial detractor del liberalismo a largo plazo el ecologismo y el solidarismo comunitario. Ni uno ni otro tienen base científica suficiente para resistir una crítica razonada. Por lo que nos encontramos en un gran momento para conseguir la extensión de las teorías liberales.

Sin embargo, la pervivencia actual de esas ideas no siempre inspira políticas liberales. La subsistencia de clichés intervencionistas, la presión de los intereses particulares sobre los políticos, y el miedo a la pérdida de votos, lleva a los partidos de inspiración liberal a mantener e incluso seguir políticas contrarias a sus principios. Se ha llegado, en los años sesenta de nuestro siglo, a lo que Raymond Aron en sus Ensayos sobre las libertades, llamó el «conformismo actual del optimismo occidental, cuya expresión es la fórmula ‘fin de las ideologías»‘. Ya Ortega y Gasset, en La Rebelión de las masas, decía que «el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo. Y, como él se siente a sí mismo anónimo-vulgo, cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquiera dificultad, conflicto o problema: el hombre masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios».

· Con el tiempo, este tipo de Estado, que ha venido operando en muchos países occidentales, ha dejado de ser eficaz, incluso para lo que pretendían sus defensores. El profesor Cario Pelanda, en un artículo recientemente traducido en España (NUEVA REVISTA, nº 41, 1995), ha definido la cuestión y ha señalado dónde están los focos de resistencia.
En España tenemos recientes ejemplos de partidos nacionales o regionales, que se dicen inspirados en principios liberales, que han lanzado propuestas claramente mantenedoras de intervencionismos concretos, de economías subsidiadas, o de retornar a la limitación de horarios comerciales. Por ello, es urgente conseguir que la extensión de las ideas liberales permita disipar esas brumas que envuelven a los políticos cuando de buscar votos se trata. Hace falta que electores y gobernantes se enfrenten a la realidad de que las fáciles políticas no liberales terminan llevando a la economía a callejones sin salida y a los ciudadanos a injustificadas servidumbres. Es preciso que los políticos liberales sean capaces de asumir el riesgo empresarial de apostar por el futuro, y que en ese futuro los electores les den el beneficio de los votos.

No sería descabellado pensar que los principios  imperantes en aquellos momentos en que surgió esta ideología, en los que el liberalismo nació, y que hoy siguen siendo válidos con las adecuadas modificaciones circunstanciales, hicieran más fácil el arraigo de las ideas liberales. Por eso, si se pretenden difundir esas ideas, sería preciso reafirmar esos principios filosóficos de los que de forma natural deriva el liberalismo.

En primer lugar, hay que volver a potenciar la imagen del hombre como sujeto de derechos y como protagonista de la libertad. Hay que acostumbrar a los ciudadanos a ejercer su libertad, a reclamar  contra el poder, a resistir el aumento de los servicios públicos que van a limitar su libertad. Hay que promover la valoración del individuo, co mo sujeto de derechos, protagonista de su vida y protagonista, con los demás, de la historia. Valorar el individuo frente a la colectividad. Especialmente, hay que fomentar el espíritu de riesgo y de iniciativa, el gusto por la aventura, la competencia, etc.

En segundo lugar, se precisa que los ciudadanos estén libres de dogmatismos, no solo religiosos, sino políticos, sociales,  económicos, etc. De especial incidencia son hoy los dogmatismos ecológicos y sanitarios, campos en los que se producen afirmaciones  rotundas que provocan el temor o la ira de pacíficos ciudadanos contra algo o alguien, con supuestos oscuros intereses económicos, sin una base científica clara. Es toda una materia a la que Julián Marías podría aplicar con toda razón su pregunta: «¿y Vd. cómo lo sabe?», que desarma a cualquier doctrinario pseudocientífico.

En tercer lugar, hace falta una extensión de una moral o una ética que haga que los ciudadanos se respeten unos a otros y a las normas, sin necesidad de una amplia intervención estatal: mientras más infracciones haya, más Estado hará falta, más prevención, y menos libertad por los actos de unos y la vigilancia del otro. Hay que poner en duda la moralidad de quien solo piensa en depender de los sistemas de asistencia pública o de quien actúa en economía buscando las subvenciones.
En cuarto lugar, hace falta extender el conocimiento de la historia, para que los individuos se sientan parte de una vida común. Especialmente importante es esta materia cuando se avanza hacia unidades políticas distintas a la de los estados nacionales.

La necesidad de la educación ya era vista en por los autores preliberales. Es famosa la cita de Stuart Mill en su Autobiografía, cuando refiriéndose a su padre (John Mill, 1773-1836) dice: «tan completa era la confianza de mi padre en la influencia de la razón sobre las mentes de la humanidad, siempre que se le permita alcanzarlas, que creía que todo se habría ganado si a toda la población  se la enseñase a leer, si toda clase de opiniones pudiesen serles dirigidas por la palabra o la escritura, y si por medio del sufragio pudiesen designar una legislatura para dar cuerpo a las opiniones que adoptasen. Pensó que cuando la legislatura no representase ya más los intereses de una clase, estaría orientada al interés general, honestamente y con voluntad adecuada».

Finalmente, como en el siglo XVIII, hay que emprender una gran propaganda para hacer llegar esas ideas al mayor número de ciudadanos. Es fundamental acercarse al mundo de la educación. Pero muchas de estas ideas que es conveniente difundir no pueden esperar a la Universidad. Hay que conseguir que se extiendan en los niveles primeros de la educación. Para ello, no basta con el actual sistema educativo, en el que precisamente se están imbuyendo las ideas contrarias: gregarismo, irrelevancia del esfuerzo individual, escaso conocimiento de la historia y de los clásicos … sin influencia posible de los padres. La situación actual nos llevará, a largo plazo, a que los ciudadanos pierdan el sentido de la libertad y del valor de la democracia. Y este no es solo un problema de hoy. Como dice John Stuart Mili, en su Sobre la libertad: «confiar la instrucción pública al Estado constituye aviesa maquinación tendente a moldear la mente humana de tal manera que no exista la menor diferencia de un individuo a otro; el molde a tal efecto utilizado es el más grato al régimen político imperante, ya se trate de una monarquía, una teocracia, una aristocracia o bien la opinión pública del momento; en la medida que tal cometido se realiza con acierto y eficacia, queda entronizado un despotismo sobre la inteligencia de los humanos, que más tarde, por natural evolución, somete su imperio al cuerpo mismo de las gentes». Hoy, se necesita facilitar a los padres la elección de centro escolar: que cada centro tenga una programación propia, respetando unos mínimos, con libertad de horarios, de actividades complementarias, y con controles de nivel para fomentar el premio al esfuerzo. Por ello, es necesario el promover una profunda reforma en el sistema educativo, de tal modo que nuestros futuros ciudadanos tengan la posibilidad de ser liberales si se convencen de ello. Y ese es un primer paso para que dentro de algunos años los dirigentes políticos y los funcionarios de la administración actúen como convencidos de teorías liberales.

Porque, como decía el denostado Keynes al término de su Teoría General, «las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuandos son acertadas como cuando son erróneas, son más poderosas de lo que generalmente se cree. Realmente, el mundo está gobernado por poca cosa más. Los hombres prácticos, que se creen libres de toda influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto. Los locos instalados en el poder, que oyen voces en el aire, formulan ideas frenéticas tomadas de algún escritor anticuado. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se exagera mucho, comparado con la invasión gradual de las ideas. No, es verdad, inmediatamente, sino tras cierto intervalo; porque en el campo de la filosofía económica y política, no son muchos los influidos por nuevas teorías después de cumplir 25 ó 30 años; por lo cual no es probable que las ideas que los funcionarios y los políticos e incluso los agitadores aplican a los hechos corrientes sean las más nuevas. Pero pronto o tarde, son las ideas, no los intereses creados, las que pueden producir cambios venturosos o nefastos».

Entre todos debemos conseguir que los ciudadanos del futuro entiendan y puedan asumir los principios liberales, e incluso que la política que nos rija en los años venideros sea algo más acorde con los principios que animan a aquellos.