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Conocí a Juan Pablo cuando nuestras respectivas familias veraneaban en La Granja. Su padre alquilaba durante los veranos un piso en la que fue casa de Oficios, y el mío, otro en las Caballerizas Reales.

A esa diferente domiciliación asociamos una rivalidad que oponía épicamente los de Caballerizas a los de Oficios. La simetría familiar alimentaba las discrepancias. Las edades de Luis, Juan Pablo y Julio eran correlativas a la mía y las de mis hermanos, Carlos e Ignacio. Gabriel era más pequeño y aún no contaba en las hostilidades; tampoco, Blanca y Concha, niñas a su juego. Había tríos en Caballerizas con los que engrosar la beligerancia, como Santiago, Antonio y Javier Esteban, y tríos cerca de Oficios, como Luis, Nicolás y Julio Toledo. Próximos a Oficios eran los Gandarillas, algo mayores para nosotros, Santos, Jaime y Miguel. Con Miguel, ahora sacerdote, volví a reunirme el día del entierro de Juan Pablo. Creo que hacía medio siglo que no lo veía.

Nuestras diferencias se resolvían en el jardín de la Alameda que abraza a la Colegiata del Palacio. Allí nos batíamos a espadas de palo o nos disparábamos con tiradores de goma y hojalata. Cambiábamos de escenario para perseguirnos entre las fuentes de los jardines o perdernos en el Laberinto jugando a policías y ladrones, mientras emulábamos a los guardias reales que, según contaban los más entendidos, enviaba antaño la reina para entretenerse viendo, desde los balcones palaciegos, cómo se desorientaban en los cruces de los artificiosos senderos.

Convivimos durante los interminables veranos de la infancia, intercambiando tebeos de El Guerrero del Antifaz Roberto Alcázar, mucho antes de que la suerte me regalara la oportunidad de compartir con Juan Pablo tantas y variadas concreciones de su oculta imaginación periodística. De esa vida profesional ya han hablado otros que no se detendrán a apreciar que era el mejor jugador de chapas, no tan bueno arrojando el clavo, insuperable en su manejo de la taba, y que recuerde, uno de los pocos de La Granja que nunca jugó al mus en los Cestos.

Salíamos en grupo. Bajábamos en bicicleta la cuesta de Infantes, bordeábamos la Pradera para llegar al Tiro Pichón donde se hallaba el primer campo de golf que se diseñó en España. Tenían Luis y Juan Pablo sendas bicicletas Orbea, esmaltadas en negro. Fueron los primeros en subir en bici al puerto de Navacerrada. Después, en las curvas de las Siete Revueltas, o en la bajada que va del alto de Robledo al puente del Eresma, cuando hacíamos la ruta de La Granja-RiofríoLa Granja, Juan Pablo se frenaba para aguardarnos. Se adelantaba al subir las cuestas, por empinadas que fueran, y se despreocupaba al bajarlas. Ahora sé que lo hacía para que pudiéramos llegar agrupados a la meta.

Doctor en Derecho, licenciado en Filosofía, catedrático de Estilística Aplicada, Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense