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El doctor Hans Thomas, director del Lindenthal Institut de Colonia, es conocido en Alemania por sus trabajos de Bioética. En este que presentamos ahora, en versión castellana extractada, pone el dedo en una llaga que también supura en el colectivo médico español. Se trata del lento pero progresivo sometimiento institucional de la clase médica a criterios distintos -a veces en abierta contradicción- a los estrictamente profesionales. Salvando la bonhomía personal y la buena praxis de la mayor parte de los médicos, legislaciones como las relativas al aborto provocado, la fecundación artificial y otras – incluyendo la eventual aprobación de la eutanasia- han ido produciendo, poco a poco, una crisis de los parámetros hipocráticos en los que tradicionalmente se ha desempeñado la profesión médica.

En el llamado primer mundo, la industria del aborto ha logrado visualizar con apariencia de normalidad tanto la destrucción como la fabricación de seres humanos. El mero planteamiento de la posibilidad de intervenir de esta manera en los estratos iniciales de la existencia humana ha supuesto un cuestionamiento radical del-  —en expresión de A.W. Mülle—-  «tabú» de la sacralidad de  la vida humana, y ha ido abriendo paso, paulatinamente, a una imagen social de la profesión médica, ciertamente inédita, según la cual ésta habría de ponerse en disposición de ofertar servicios sociosanitarios a la carta, sin otro límite que el de lo técnicamente asequible, o lo administrativamente equitativo, cuando no el de lo políticamente correcto.

Inexplicablemente, las reacciones frente a este fenómeno han sido, por parte del colectivo médico, escasas, aisladas y faltas de la necesaria contundencia. Incluso los órganos colegiados que representan a la profesión, encargados de velar tanto por el decoro social de la misma como por su independencia, no han sabido o no han querido poner el grito en el cielo ante la amenaza de «regular», por parte del gobierno español, el derecho constitucional a la objeción de conciencia para los médicos que no quieran practicar abortos. (Como alguien ha sugerido con toda cordura, más que hacer un registro de los médicos objetores, lo lógico sería señalar a quienes están dispuestos a traicionar su conciencia profesional).

Como pone de relieve Hans Thomas, emanciparse de la conciencia moral y profesional supone para la clase médica un cada vez mayor sometimiento a otros compromisos ajenos a la profesión, y a menudo contrarios a ella. Un médico no está para matar, sino para curar; en todo caso, si esto no es posible, para aliviar y acompañar. Pero nunca puede verse con normalidad el dar muerte como una prestación sanitaria, a no ser que se corrompa absolutamente la identidad de esta profesión, que naturalmente muchos aún representan con toda dignidad. Pero es preciso que sean éstos los referentes de la profesión, no quienes se venden por otros motivos.

 

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La hipótesis inicial de mi exposición es que una ética médica consistente es la mejor protección de los profesionales contra la injerencia política, el control público y la burocracia, así como frente a las caprichosas demandas sociales y frente a cualquier intromisión extraña a la profesión. La autonomía de la profesión médica vive precisamente de su prestigio público. La clave de ese prestigio siempre ha residido en la confianza de los pacientes y del público.

En nombre del denominado pluralismo de valores, que se supone en democracia, estamos asistiendo a la liquidación de la tradicional ética profesional de la Medicina. En realidad se trata de un mero pluralismo de las representaciones de valor. El relativismo ético impide la constitución de algo parecido a una moral, pues si no obliga a todos no es una auténtica moral. A Edmund Pellegrino le corresponde el mérito de haber desarrollado una ética médica convincente exclusivamente desde el carácter propio de la profesión médica, sin recurrir a autoridades ajenas. Sin la sujeción a una ética vinculante, la clase médica pierde primeramente la confianza de los pacientes, después su prestigio público, y finalmente su autonomía profesional.

Los médicos viven la molesta experiencia de un control público creciente y de la injerencia en su actividad de grupos de presión, de agentes políticos de opinión, legisladores y administración de justicia. La lógica de esta situación se puede describir así: burocracia, estricto control presupuestario, judicialización. El principio de la autonomía de los pacientes, que a primera vista suena bien, a menudo obliga a una desconsiderada claridad, y lleva a reclamar responsabilidades al médico, lo que transforma la relación asistencial entre médico y paciente en un conflicto de intereses hasta extremos que rozan el límite de lo constitucional en materia de responsabilidad médica, como ocurre cuando se entiende como perturbadora la venida de un hijo al mundo (wrongful life).

MANTENER O CAMBIAR LA IMAGEN DEL MÉDICO

Para que no se me entienda mal: la dirección de la clase médica alemana da la impresión de compartir esas preocupaciones, y lucha por preservar de esos daños la acreditada imagen profesional del médico. Algunas manifestaciones recientes del profesor JorgDietrich Hoppe, presidente del Colegio Federal de Médicos, proporcionan un testimonio elocuente en ese sentido. Una reacción contundente aún no cuenta con los apoyos necesarios, pero el voto contra la «eutanasia activa» de los médicos alemanes en Ludwigshafen, en 2001, resulta meridianamente claro y, por lo demás, las controversias de carácter ético en Medicina transcurren de forma más pacífica en Alemania que en otros países cercanos. También causó sorpresa en Ludwigshafen el rechazo a la investigación con células madre embrionarias, cuestión en la que la burocracia y la política científica ha ido desistiendo sucesivamente.

En los debates actuales tenemos asuntos como: células madre embrionales vs. adultas; clonación reproductiva vs. «terapéutica» (es decir, clonación para la investigación o, sencillamente, investigación con embriones); PND, PID (esto es, eugenesia), eutanasia y, aún hoy, aborto y fecundación in vitro con sus respectivas consecuencias: «embriones sobrantes», maternidad compartida o «de alquiler», feticidio selectivo, que eufemísticamente la jerga especializada conoce como «reducción de embarazos múltiples», etc. Los temas más delicados aún no son objeto de práctica médica. Aún no. Más bien se trata de temas de investigación básica de carácter biológico. Naturalmente también hace falta una ética para la investigación. Pero esto es algo diferente de la ética médica. A diferencia de las ciencias naturales, el campo de la Medicina no es un ámbito libre de valores (wertfrei). La enfermedad y la salud son cuestiones de valor. La Medicina descansa sobre un fundamento ético, y esto es precisamente lo que la distingue de cualquier otra ciencia natural: la ayuda, la asistencia, la beneficencia o la caridad. Si se soslaya esta referencia, entonces la Medicina deviene en pura biotecnología. Se ha difuminado la diferencia entre médico e investigador, y se cuestiona cada vez más la idea clásica de la inviolabilidad de la vida humana; para ser exactos, la indisponibilidad de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural.

Por otra parte, aún no se ha establecido que nuestra actual crisis demográfica no haya de imputarse en buena parte a los médicos. Una generación que vuelva a entender la maternidad como una realización natural del ser de la mujer-  —como ocurre en todas las culturas, con excepción de la nuestra actual- — podría caer en la cuenta de que en nuestras frívolas discusiones sobre el aborto provocado siempre se habla tan sólo de las mujeres que abortan. Pero en realidad no abortan las mujeres, y en todo caso no hasta ahora, sino los médicos. La mujer, aunque sea con su consentimiento, siempre es la víctima de un aborto.

La representante de la EYA (European Youth Alliance), Gudrun Lang, declaraba que su generación realmente vive en un continente más o menos «libre de valores». La estudiante habló en 2003 ante el Parlamento Europeo, y también fue muy directa: «Somos los testigos de la sociedad del confort a cualquier precio. Matamos a nuestros hijos antes incluso de que nazcan; matamos a nuestros parientes ancianos para sustraernos del esfuerzo de dedicarles cuidados, tiempo y entrega». Al buscar el sentido de la vida, su generación ha perdido el rastro de la dignidad de todo ser humano, decía, y se quejaba de que ésta —su generación— «vive las ideologías de la segunda parte del siglo pasado transformadas en leyes, con las que en modo alguno somos felices» (1) . Si las palabras de esta joven significan algo, entonces podría esbozarse una tendencia muy esperanzadora.

TENDENCIA A BAJAR EL LISTÓN

De Christoph Wilhelm Hufeland (1762- 1836), gran figura de la historia de la Medicina, proviene la siguiente advertencia: «Todo médico ha jurado no hacer nada que pueda acortar la vida de un hombre. Que la vida humana sea feliz o desgraciada, que tenga valor o carezca de él, eso no va con él. Si opta alguna vez por admitir esa consideración en su trabajo, las consecuencias llegan a ser imprevisibles. Y el médico se convertirá en el hombre más peligroso dentro del Estado» (2) .

Hufeland no pudo prever los programas nacionalsocialistas para la «eliminación de la vida sin valor». Después de la II Guerra Mundial, la eutanasia y la eugenesia se convirtieron en tabú, especialmente en Alemania. En el extranjero permaneció ininterrumpidamente vivo el interés por la eugenesia, como lo demostró el famoso simposio CIBA celebrado en Londres en 1962 (3) , tristemente célebre, por otro lado. Ambas, eutanasia y eugenesia, han vuelto a entrar nuevamente en Europa; la eugenesia, primero vía PND (diagnóstico prenatal), y luego vía PID (diagnóstico preimplantatorio), que en Alemania aún está prohibido. Quien hoy manifiesta simpatías por algo que tenga que ver con la eutanasia, la eugenesia, e incluso la demografía, se arriesga a que sus ideas provoquen el inequívoco tufo de las que se propagaron en la época nazi. Eso es bueno. Pero hoy sucede lo mismo de modo democrático. El argumento básico es que se hace todo en interés del paciente y en completo respeto de su autonomía. Pero no hay que olvidar que en aquella época también hubo médicos que, estimulados por las autoridades y frecuentemente inficionados-  —aunque no siempre- — por la ideología nazi, seleccionaban a los pacientes in situ para el transporte hacia Hadamar (4) , y que llevaron a cabo esterilizaciones y experimentos con «cobayas» humanas. También ahora la muerte a petición de un paciente concreto, allí donde esto se permite, depende del arbitrio de su médico. Incluso sin consentimiento expreso del paciente, como ocurre en Holanda en un 25% de los casos.

EUGENESIA

La investigación sobre genética humana ejerce una especial fascinación sobre los investigadores. El punto de partida está en la fertilización de óvulos humanos in vitro. A esa técnica básica se debe la novedosa medicina reproductiva. En esa especialidad la praxis médica ha «avanzado» con dos nuevas prestaciones: los «niños probeta» y el diagnóstico preimplantatorio (PID).

De todos modos, apelar únicamente a la absoluta diferencia de la situación actual respecto de las prácticas de la época nacionalsocialista no debería llevarnos a dar por bueno sin más todo lo que con esa garantía se propone. Es cierto que los nazis ejecutaron de forma despiadada sus programas eugenésicos y eutanásicos al servicio de su ideología racista. Pero la teoría había sido concebida con anterioridad, y su origen es internacional. El encanto que emanaba de la genética humana ya era grande incluso antes de que los genes fueran accesibles a la ciencia. Ya a comienzos del siglo XX era tan vigoroso el interés por la eugenesia en Alemania que pudo convocarse, presuntamente a propuesta de Ernst Haeckel, un premio patrocinado por Friedrich Alfred Krupp a la mejor investigación sobre el tema: «¿Qué conclusiones cabe extraer de los principios de la teoría de la descendencia en relación con el desarrollo político interior y la legislación de los Estados?». El galardón lo obtuvo un médico, Wilhelm Schallmayer, con su ensayo «Herencia y selección en la competencia de los pueblos». El «perfeccionamiento de los valores hereditarios puede aplicarse-  —se dice ahí, entre otras cosas- — a crear y generalizar un tipo humano de buen carácter». En 1920 se publicó el conocido libro de Karl Binding y Alfred Hoche: Autorización para eliminar la vida carente de valor. Su proporción y su forma (5) . La cuestión inicial del libro era «¿hasta qué punto el Estado debe gestionar la asistencia sanitaria a aquellas vidas humanas que no sólo carecen absolutamente de valor sino que son completamente negativas?».

LENGUAJE INDOLORO

Ya antes de 1933 se había ampliado el vocabulario, incluyendo términos como «existenciaslastre» y «cápsulas humanas». Y como siempre ocurre, si llega el caso, para relativizar la prohibición de matar se comienza empleando todo el repertorio de la compasión, desde el «derecho a una muerte digna» hasta la «muerte por compasión» (como por ejemplo en la película de propaganda nazi que promovió Joseph Goebbels, Yo acuso). Una vez preparada la opinión pública, cuando esto llega al área político- administrativa, la sociedad se «libera del lastre de tener que prestar asistencia a quienes representan una carga».

Como suele suceder, las realidades dolorosas serán expresadas de forma paliativa. Los primeros ejemplos de lenguaje indoloro los encontramos en el discurso favorable a la muerte a petición, comenzando por la propia palabra «eutanasia», que en griego significa «buena muerte». Después vienen expresiones como «ayuda a morir», «derecho a la propia muerte» y fórmulas que conjugan el «interés del paciente». El léxico se enriquece con la famosa «autonomía del paciente» hasta llegar a la petulante fórmula «no obligar al paciente a seguir viviendo». Correlativamente, los gestores profesionales de la muerte tienen el buen gusto de designar sus iniciativas con nombres del tipo «sociedad para una muerte humana».

El 15 de abril de 1991 la europarlamentaria Van Hemeldonck ofreció la siguiente perla literaria: «Lo que importa a una vida humana es la dignidad, y si un hombre, después de una larga enfermedad contra la que ha luchado con valor, pide al médico que le ayude a terminar una vida que para él ha perdido toda dignidad, y si el médico se presta a ello con su mejor saber y entender, aliviando así sus últimos momentos para que se duerma para siempre con toda paz, entonces esa ayuda médica y humana (que algunos denominan eutanasia) significa respeto por la vida» (6) .

También el discurso que justifica el aborto, que todavía nos es familiar, estaba empapado de «compasión» y de «humanidad». En el debate actual sobre investigación con células madre y diagnóstico preimplantatorio también se apela directamente al humanitarismo. En determinadas formas de expresarse, algunos políticos-  —precisamente democristianos—-  hablan de la «ética del curar» y de la «misericordia» que prohíbe «forzar a las mujeres a transferir un embrión enfermo al claustro materno». Esta peculiar solicitud con cuya aureola los demagogos no médicos escenifican retóricamente su conformidad con la eliminación de las vidas humanas más jóvenes, contrasta amargamente con la ética médica, que ya no se invoca para curar, sino aquí tan sólo para prestar una ayuda: natura sanat, medicus curat.

LEY Y CONCIENCIA

En Holanda y Bélgica-  —tan peligrosamente cercanas- — la «muerte a petición» y la denominada asistencia al suicidio se han convertido en prestaciones rutinarias de los médicos. También entre nosotros se está discutiendo vivamente esta posibilidad. Pero lo que realmente debería llamar la atención es que el legislador haga depender esa muerte de la iniciativa médica. Matar, entonces, solamente le estaría permitido al médico.

No se le fuerza a hacerlo, ni tampoco se espera que lo haga. Basta con la complacencia de un número suficiente. De no haberla, o si el colectivo médico se negara a dar muerte, al legislador sólo le quedaría la alternativa de traspasar el negocio de la muerte a los parientes, o encargar de ello a los funcionarios de la previsión social, o crear para ese servicio una profesión específica con preparación biotecnológica, lo que no puede ser considerado en serio, pues a esos profesionales les faltaría precisamente lo que puede inducir a un paciente a solicitar la eutanasia, a saber, la confianza en el médico. Como es natural, estas alternativas resultarían igualmente inquietantes para el legislador. Prevalecería, por tanto, la prohibición de matar. Con la reserva de los médicos el Estado aprovecha en primer término la confianza en ellos, y al mismo tiempo la erosiona. Desde luego, al propio Estado no le cabe adherirse ciegamente a una confianza que ha quebrado. En consecuencia, somete el trabajo de los médicos a un control cada vez más riguroso.

Por regla general, las leyes de este tipo contienen una cláusula de conciencia del tipo: «Nadie puede ser obligado a… o a cooperar en…». Fórmulas de esta índole figuraban, y aún las encontramos en leyes que regulan la práctica del aborto. Sin embargo, la ex ministra francesa de Salud, Aubry, no tuvo dificultad alguna en dejar claro, en 1999, que los hospitales públicos franceses lógicamente tendrían que ofrecer el aborto como una de sus prestaciones y que, por tanto, los objetores no serían promovidos (7) . No hace falta una fantasía extraordinaria para imaginar una intervención política de este tipo en el futuro, también en cuanto a las prestaciones respecto a la eutanasia, eugenesia o diseño de bebés.

Este tipo de normativas consiguen-  —quizá no de intento, pero sí como resultado- — que una decisión contraria a la ética profesional, y que posiblemente aceptarían muy pocos médicos, se generalice paulatinamente hasta ser convalidada por la mayoría. Es evidente que tal generalización crea un clima que debilita la profesión ante las sugestiones de carácter económico, social e ideológico, cuyo reverso es siempre una inevitable y creciente dependencia de la política y del mercado, así como del control público. En otras palabras: la factura que han de pagar los médicos por librarse de la sujeción a su conciencia profesional es la subordinación a la razón de Estado.

MUERTE A PETICIÓN

Sobre todo son tres los motivos por los que personas sanas estiman lícita la eutanasia, y siempre aparecen mezclados, como señala Anselm Winfried Müller: compasión, libre decisión y desprenderse de la carga de un tercero. Este último no lo suelen aducir en voz alta los parientes, y tampoco suena bien en el diálogo social y político. Al hablar de compasión se supone a alguien de quien compadecerse, lo cual en ningún caso puede justificar su eliminación. La farisaica liviandad del sentimiento compasivo en el discurso de la «ayuda a morir», y la afirmación de que se actúa sólo «en interés del paciente», fácilmente esconde, pues, la autocompasión de quienes no soportan el sufrimiento del paciente. No obstante, no se debe trivializar el peso emocional de esa vivencia, ya que conduce a muchos a tomar partido erróneamente por la eutanasia.

Queda la libre decisión o autonomía del paciente, expresada mediante la fórmula «derecho a la propia muerte». Si entendemos así la autodeterminación, ¿en qué queda entonces la libre decisión del médico? El deseo de morir de alguien es una cosa, y otra completamente distinta que se me exija que yo lo mate.

Resulta enteramente inverosímil la apelación a la libertad del paciente, por la razón de que al médico le está prohibido matar a una persona sana, aunque lo haya pedido por propia decisión. Más bien debe el médico comprobar que el paciente desea con cordura. El médico debe poder comprender el deseo del paciente, pero la cuestión decisiva no es aquí este deseo sino el juicio del médico (8) . Pero una vez que un médico practica una eutanasia se encuentra en una disyuntiva insoslayable: o bien llega al convencimiento de que fue un error, se arrepiente y ya no lo hace nunca más, o bien tendrá que atenerse a su juicio sobre lo justo y conveniente para el paciente en forma similar en todos los demás casos, también cuando eventualmente el paciente no haya solicitado la muerte, de acuerdo con el esquema: si el paciente estuviera en plenitud de juicio, habría deseado… Esto explica suficientemente por qué en Holanda el 25% de los casos de «muerte a petición» se llevan a cabo sin petición ni consentimiento del paciente.

EL DISCURSO ÉTICO

En 1991, cuando entró en vigor en Alemania la ley de protección del embrión, nadie pensaba en célulasmadre embrionarias o en clonación. Nadie manifestó duda alguna sobre la realidad de que la vida humana comienza con la unión de los núcleos del espermatozoide y del óvulo. Entre tanto se ha evidenciado el interés de la bioindustria por obtener célulasmadre embrionarias y experimentar con embriones prematuros. Pronto seremos testigos de novedosas teorías que sitúen el comienzo de la vida humana más tarde. Incluso se han resucitado ideas de la Antigüedad tardía y de la Edad Media. La sacralidad de la vida resulta hoy controvertida entre los especialistas en Ética. No pocos bioéticos y teóricos del Derecho-  —John Harris, Norbert Hoerster, Georg Meggle, Hubert Markl, Peter Singer, también Dieter Birnbacher, por nombrar sólo algunos- — pretenden hacernos creer que la máxima de la dignidad, es decir, del valor incondicional y fundamentalmente indisponible adscrito a toda vida humana, se debe a «autoridades extracientíficas», y es deudora de unas premisas metafísicas en todo caso dudosas, esto es, susceptibles de prejuicios, y en particular de prejuicios «religiosos». Corregir esto, dicen, ha de hacer nuestra ética más justa y nuestro obrar más racional.

Anselm Winfried Müller desenmascara la trampa intelectual que hay en el fondo de esa tesis. Quien basado tan sólo en su simple sentido común, y sin preocuparse de convicciones religiosas, quiere fundamentar «racionalmente» la santidad de la vida-  —o dicho de forma profana, su incondicional indisponibilidad- — se siente desafiado a argumentar. Ciertamente ésta puede deducirse a partir de postulados religiosos, pero aun sin ellos la máxima de la indisponibilidad e incondicionalidad de la vida humana conserva una base completamente firme. Y esa base no queda afectada en modo alguno por aquella crítica. Esos autores no ofrecen ninguna argumentación suficiente de que la vida humana tan sólo tenga un valor relativo.

Anselm Winfried Müller sigue la pista de las razones que se aducen hoy para la valoración de la vida humana, y llega a la conclusión de que el valor incondicional de ésta no puede ser racionalmente deducido. Es más bien una premisa. Él piensa que el reconocimiento de ese valor incondicional es precisamente el fundamento de todas las valoraciones de carácter ético y la medida de su rectitud (9) . Una ética que supone a nuestro arbitrio una vida humana inocente elimina la base sobre la que descansa. Sin la prohibición absoluta de dar muerte a un inocente no puede haber una moral coherente. O, como escribe Müller: «Quien deja el rechazo a matar al vaivén del debate remueve las raíces de nuestra orientación moral del suelo para examinar si esas raíces se conservan sanas» (10) .

De todos los derechos humanos que han sido declarados desde la Revolución Francesa cabe decir que no pueden ser fundamentados de una manera puramente racional. Fueron proclamados. Eso sucedió sin apelar a procedencias metafísicas o convicciones religiosas (frecuentemente incluso con la intención opuesta). Tan sólo la experiencia humana e histórica, así como su infracción, llevó a formular y proclamar los derechos humanos. No hay ninguna lógica necesaria que llevara a reconocerlos. En todo caso, eso no sería razón-  —piensa Müller- — para volver a cuestionarse el comercio de esclavos bajo determinadas circunstancias, o para excluir la prohibición absoluta de la tortura, o quizá para aprobar el sexo con niños en determinados casos.

Peter Singer, uno de los críticos contra el principio de la «sacralidad» de la vida humana, niega que pueda atribuirse una especial dignidad al ser humano, con lo cual liquida también cualquier derecho humano. De acuerdo con su concepción, atribuir esa dignidad al ser humano constituiría un injusto privilegio a costa de discriminar a los animales. Lo denomina-  —en analogía al racismo- — «especieísmo».

CONCIENCIA MÉDICA Y «CONSENSO» SOCIAL

Por lo demás, también la afirmación de que la vida humana tiene sólo un valor relativo posee una base metafísica. Cada postura ética resulta, consciente o inconscientemente, de una determinada concepción del mundo y del hombre, de manera que el supuesto discurso ético libre de todo presupuesto religioso o metafísico se funda a su vez sobre un axioma metafísico e ideológico, concretamente el que se enunciaría diciendo que más allá de la facticidad y de la racionalidad empírica no cabe considerar realidad alguna. Esto es un puro artículo de fe cientificista.

Según el credo liberal, la ética no es capaz de verdad. Quien habla de conciencia autónoma, únicamente elige otra forma de expresión para decir que la moral no tiene nada que ver con la verdad. De ahí que la moral sea una cuestión privada. Es evidente que una pura moral privada no le atañe al Estado. En ningún caso le vincula. Cualquier concepción axiológica privada tendría de cara al Estado el mismo derecho. Ahora bien, lo que ha de ser tenido por todos como permitido o prohibido, verdadero o falso, justo o injusto, eso sí debe decretarlo el legislador. El mensaje de que la moral es una cuestión privada conduce a una creciente regulación estatal de todos los aspectos de la vida. Por el contrario, si la moral se fundamenta en la verdad, esto hace que sea la misma para cada individuo y para el Estado. De este modo, la norma de conciencia y el criterio de lo justo son coherentes.

Sin embargo, hoy es tabú hablar de una norma de conciencia universalmente válida. Ésta ha de subordinarse a la autonomía de la conciencia. De ahí que Hipócrates haya quedado fuera de juego. Hipócrates era médico, no bioético. Él no sometió a los médicos de la escuela de Cos a los condicionamientos de un consenso social, ni de comisiones o consejos. Más bien intentaba vincularles a una norma incondicional de conciencia: «No administraré a nadie un tóxico letal activo, ni aunque me lo pida; tampoco daré a ninguna mujer un medio abortivo».

Hoy a muchos médicos se les adivina la sumisión al llamado consenso social, que les inhabilita como sujetos morales y les condena a ser auxiliares de intereses ajenos. En definitiva, les relega a ser meros prestadores de servicios biotécnicos en el mercado. De esta forma, los médicos comienzan a reparar en que con su pecado de origen en la cuestión del aborto, ellos mismos se han enredado en el feo negocio actual de los abortos tardíos.

La Medicina, como disciplina, entraña por sí misma una autocomprensión moral que se articula a través de la ética profesional. Y ésta se determina en el encuentro entre alguien que necesita ayuda y quien puede prestársela. La situación básica de la práctica médica es el cara a cara entre médico y paciente. Por eso la ética médica obliga en primer término al médico respecto a la persona concreta que se confía a su custodia. Sólo en un segundo momento, y en la medida en que la primera obligación no se contravenga, el médico tiene obligaciones frente a terceros o frente a la sociedad, ya se trate de los colegas, el Estado, la cantidad de corporaciones institucionales y de asistencia del sistema público de salud, o el anónimo mercado. La alteración de las prioridades corrompe la ética médica. El discurso nacionalsocialista sobre la «salud del pueblo» fue el canto de sirena que sedujo a una parte considerable de la clase médica alemana de aquella época, y la ganó para causas colectivas completamente ajenas a la Medicina.

Hace años, hablando de la entrega y de la virtud médica que «exige de sí mismo más que la moral dominante», Edmund Pellegrino animaba a continuar la senda de tantos médicos que han prestado servicios ejemplares al espíritu humano: «Aunque una sociedad pueda ir al precipicio, los hombres virtuosos serán siempre el norte que señala la vuelta a la sensibilidad moral; los médicos virtuosos son la guía que muestra el camino de regreso a la credibilidad moral para toda la profesión médica» (11). HANS THOMAS

 

NOTAS

1 Mary Ann Glendon On Todays University Students. «Generation Y Bears Inusual Burdens», en www.zenit.org, Roma, 03.04.2004.

2 Apud Volker Diehl y Antje Diehl, «Ethische Herausforderungen in der Medizin», en Hans Thomas (ed.), Menschlichkeit der Medizin, Herford (Busse Seewald), 1993, p. 32.

3 Cfr. Wagner, E., Menschenzüchtung, München (Beck), 1969. Vid. también: Lexikon Medizin und Recht, Freiburg, 1989, p. 389.

4 Lugar de Alemania donde estaba situada una clínica de psiquiatría forense con edificios adyacentes en los que se dio muerte a unos 14.500 pacientes entre 1941 y 1945 (Nota del traductor).

5 Binding, Alfred y Kart Hoche, Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens. Ihr Maß und ihre Form, Leipzig, 1920.

6 Müller, Anselm Winfried, Tötung auf Verlangen. Wohltat oder Untat?, Stuttgart (Kohlhammer), 1997, p. 20.

7 Kathpress del 17.11.1999.

8 El mero deseo de morir no es causa suficiente del efectivo dejar de vivir (N. del T.).

9 Müller, A.W., op. cit, pp. 7685.

10Íbid., p. 365.

11 Pellegrino, Edmund D., «Der tugendhafte Arzt und die Ethik der Medizin», en H.M. Sass (ed.), Medizin und Ethik, Stuttgart (Reclam), 1989, p. 64.