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Cuando en la literatura internacional se habla de Estado liberal no se pretende calibrar el grado de influencia que una determinada ideología política haya podido alcanzar dentro de su ámbito. Se apunta más bien a unas estructuras básicas que suelen identificarse mediante alusiones al Estado de Derecho, la división de poderes, su difusión a través de variadas fórmulas descentralizadoras, el sometimiento de las normas y actos de ellos emanados a un control jurídico-constitucional ajeno al juego de mayorías habitual en la cotidianidad política. Dentro de ese marco —del que hoy me preocupo— se llevarán a cabo políticas concretas que merecerán ser consideradas más o menos liberales.

El marco de referencia viene existiendo sin duda en los países de nuestro entorno como consecuencia de tres notables impulsos constituyentes: el producido en la posguerra mundial, notablemente influyente en la doble transición democrática experimentada decenios después en la península ibérica, que repercutirá a su vez en la oleada producida no mucho después por la ruptura y desmembración del bloque soviético. Pero el panorama quedaría incompleto si no tuviéramos en cuenta el proceso de construcción de la Unión Europea, fruto de la maduración del primer impulso citado, pero notablemente inacabado en relación a cualquiera de ellos. Por paradójico que resulte, preguntarnos si cabe considerar a la Unión como un Estado liberal puede deparar bastantes sorpresas, aunque en países tan poco euroescépticos como España pasen inadvertidas.

Síntoma elocuente de este retraso en el andamiaje político de la Europa unida es el notable desfase entre el Convenio de Roma, auspiciado por un Consejo de Europa que agrupa a países europeos unidos o sin unir, y el paralelo proceso de garantía de los derechos fundamentales en el mucho más reducido ámbito de la Unión Europea.

Lo que surgió como una mera comunidad económica, girando en torno al carbón y el acero, ha ido generando trabajosamente instituciones que no llegan a alcanzar las cotas consideradas indispensables en cualquiera de sus Estados miembros. Ni su gobierno tiene mucho que ver con el que sería de esperar en cualquier Estado liberal que se precie, ni su parlamento cumple aún las funciones de efectivo control del Ejecutivo que tiempo ha se llevan a cabo en el ámbito nacional.

Da fe de ello la actitud de vigilante supervisión que más de un Tribunal Constitucional, con el alemán como punto de referencia, mantienen ante la obvia cesión de soberanía que el crecimiento de la Unión va llevando consigo. Hace ya más de un decenio el nuestro secundaba tal actitud en su Declaración 1/2004, recordando que ese proceso de cesión no podía considerarse ilimitado, dado el obligado respeto derivado de «nuestras estructuras constitucionales básicas y del sistema de valores y principios fundamentales consagrados en nuestra Constitución, en el que los derechos fundamentales adquieren sustantividad propia (art. 10.1 CE)». No en vano «la Constitución exige que el ordenamiento aceptado como consecuencia de la cesión sea compatible con sus principios y valores básicos».

Estas formales advertencias contrastan con el avance incesante de un derecho comunitario que no solo pasa a formar parte del ordenamiento jurídico de cada Estado miembro sino que lo hace, sin posible discusión, con una confesada voluntad de prioridad e incluso primacía. Durante años más de un Tribunal Constitucional pretendió considerarse ajeno a este proceso, considerando que tales pretensiones de la Unión se movían en el ámbito de la legalidad, sin afectar por tanto al de la constitucionalidad, del que seguían sintiéndose celosos responsables.

El problema es que, aunque las instituciones de la Unión lo hubieran pretendido, no es nada fácil deslindar uno y otro ámbito. Bien pronto el Tribunal de Justicia, radicado en Luxemburgo, se vio obligado en su manejo de la legalidad comunitaria a ir decantando unos principios de aire constitucional que pretendía fundar en las culturas jurídicas de los Estados. Como ningún tratado había conferido al Tribunal funciones más bien relacionadas con una aún inexistente Constitución, se intenta corregir ese déficit estructural por una doble vía inicialmente fallida. Fracasa el intento de una Constitución europea, cuyo proyecto suscitó no pocos enfrentamientos a la hora de intentar determinar los efectivos cimientos de la Europa en construcción. Se vio igualmente falta del obligado respaldo la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que habría de esperar hasta el Tratado de Lisboa para verse incluida en el ordenamiento jurídico europeo, lo que podía generar la duda de si no se convertía con ello al Tribunal de Luxemburgo en Corte al servicio del inexistente texto constitucional.

Buena prueba de ello ofrece su artículo 53: «Ninguna de las disposiciones de la presente Carta podrá interpretarse como limitativa o lesiva de los derechos humanos y libertades fundamentales reconocidos, en su respectivo ámbito de aplicación, por el Derecho de la Unión, el Derecho internacional y los convenios internacionales de los que son parte la Unión, la Comunidad o los Estados miembros, y en particular el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, así como por las constituciones de los Estados miembros».

La alusión al Convenio de Roma recordaba otro flanco necesitado de cobertura, invitando a que la propia Unión lo suscribiera también, sin conformarse con que ya lo hubieran hecho sus Estados miembros.

Los problemas derivados de esta doble vinculación llevaron al Tribunal de Luxemburgo a dictaminar que los tratados comunitarios no ofrecían el necesario soporte para que la propia Unión viera controlado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo su respeto al Convenio propiciado por el Consejo de Europa. Hubo también que esperar al Tratado de Lisboa para solucionar tal laguna.

Mientras, tanto los jueces de los diversos Estados miembros como las cortes constitucionales existentes se ven emplazados a un nada cómodo diálogo de tribunales. Un juez español que albergue dudas sobre si la norma de derecho interno que ha de aplicar respeta el derecho comunitario deberá propiciar una cuestión prejudicial, para que el Tribunal de Luxemburgo se pronuncie al respecto. Si el juez duda a la vez de si dicha norma respeta la Constitución española, habrá de plantear ante el Tribunal Constitucional una cuestión de inconstitucionalidad. No cabe descartar que las respuestas no resulten coherentes, sin que por el momento el ordenamiento jurídico español regule cómo habría de articularse esa posible doble consulta. Por si fuera poco, tribunales constitucionales como el de España e incluso el de Alemania, que durante años evitaron plantear cuestiones prejudiciales a Luxemburgo, por no considerase a sí mismos tribunales de última instancia sino ajenos al poder judicial, han acabado haciéndolo por vez primera.

En lo que a España se refiere tal peripecia se suscita con motivo del llamado caso Melloni. La aludida previsión del artículo 53 de la Carta Europea, que se limitaría a exigir un nivel mínimo de protección de los derechos, permitiendo una sobreprotección por parte de los órganos judiciales de los Estados, se viene abajo con la sustitución de los mecanismos de extradición por la euroorden basada en el mutuo reconocimiento entre los Estados miembros.

El Tribunal Constitucional español venía exigiendo que toda posible extradición hacia países que admiten en el orden penal la posibilidad de juicios in absentia del acusado se viera condicionada por el compromiso del Estado receptor de repetir el proceso en su presencia. ¿Cabría en aplicación de la euroorden convertir en incondicionada la entrega del acusado, limitando con ello la protección establecida por el Tribunal Constitucional español? Aun siendo la respuesta fácil de adivinar, dada la trayectoria de autoconsolidación llevada a cabo por el Tribunal de Luxemburgo, se planteó por vez primera una cuestión prejudicial por parte de nuestro Tribunal Constitucional…

La Decisión marco 2009/299 de la Unión impide a los Estados «denegar la ejecución de la orden de detención europea a efectos de ejecución de una pena o de una medida de seguridad privativas de libertad cuando el imputado no haya comparecido en el juicio del que derive la resolución», si el interesado, «teniendo conocimiento de la celebración prevista del juicio, dio mandato a un letrado, bien designado por él mismo o por el Estado, para que le defendiera en el juicio, y fue efectivamente defendido por dicho letrado en el juicio».

El epígrafe 36 de la respuesta del Tribunal de Justicia a la cuestión prejudicial española recordará que la decisión marco citada «tiene por objeto sustituir el sistema de extradición multilateral entre Estados miembros por un sistema de entrega entre autoridades judiciales de personas condenadas o sospechosas, con fines de ejecución de sentencias o de diligencias, basado en el principio de reconocimiento mutuo». Con ello (epígrafe 44) no se «vulnera el derecho de defensa», lo que se declara «incompatible con el mantenimiento de una facultad de la autoridad judicial de ejecución para someter esa ejecución a la condición de que la condena de que se trata pueda ser revisada con objeto de garantizar el derecho de defensa del interesado».

La tercera interrogante incluida en la cuestión prejudicial va (epígrafe 55 de la respuesta) directamente al centro del problema: «Si el artículo 53 de la Carta debe interpretarse en el sentido de que permite que el Estado miembro de ejecución subordine la entrega de una persona condenada en rebeldía a la condición de que la condena pueda ser revisada en el Estado miembro emisor, para evitar una vulneración del derecho a un proceso con todas las garantías y de los derechos de la defensa protegidos por su Constitución». La respuesta del Tribunal de Luxemburgo (en su epígrafe 57) es lacónica: «No puede acogerse esa interpretación del artículo 53 de la Carta».

La argumentación supedita al Tribunal Constitucional a los dictámenes del Tribunal de Justicia, que se autoinstaura así (epígrafe 58) como Tribunal Constitucional Europeo: «Dicha interpretación del artículo 53 de la Carta menoscabaría el principio de primacía del Derecho de la Unión, ya que permitiría que un Estado miembro pusiera obstáculos a la aplicación de actos del Derecho de la Unión plenamente conformes con la Carta, si no respetaran los derechos fundamentales garantizados por la Constitución de ese Estado». Por si no quedara suficientemente claro (epígrafe 59): «En efecto, según jurisprudencia asentada, en virtud del principio de primacía del Derecho de la Unión, que es una característica esencial del ordenamiento jurídico de la Unión […], la invocación por un Estado miembro de las disposiciones del Derecho nacional, aun si son de rango constitucional, no puede afectar a la eficacia del Derecho de la Unión en el territorio de ese Estado».

Como consecuencia, la Sentencia 26/2014 del Tribunal Constitucional se verá acompañada por tres votos particulares, cuyo carácter «concurrente» no disimula la difícil digestión de esta respuesta del Tribunal de Luxemburgo, difícilmente compatible con el tenor de la Carta Europea de Derechos Fundamentales. Por si fuera poco, el Tribunal Constitucional no se limita a renunciar a aplicar su doctrina a los Estados miembros de la Unión, asumiendo la cesión de soberanía que la pertenencia a la misma lleva consigo, sino que considera obligado (en el fundamento jurídico 4) «proceder a revisar la caracterización que este Tribunal ha venido realizando hasta ahora del denominado contenido absoluto del derecho a un proceso con todas las garantías»; extiende pues su renuncia a cualquier solicitud de extradición por Estados ajenos a la Unión. Con ello la sumisión de quien controla la constitucionalidad estatal respecto a quien hace lo propio en defensa de la legalidad europea es aún más notoria.

Mientras tanto, la Comisión Europea entiende llegado el momento de suscribir el Convenio de Roma del Consejo de Europa, lo que sin duda acabaría afectando al papel que el Tribunal de Luxemburgo se ha otorgado, con el riesgo de que pueda verse en situación no muy distinta de la que está imponiendo a los tribunales constitucionales de los Estados miembros. La Comisión admite, el 5 de abril de 2013, la posibilidad de un acuerdo de adhesión, que deberá cumplir determinados requisitos, dirigidos fundamentalmente a que se refleje la necesidad de preservar las características específicas de la Unión y del Derecho de la Unión y a que se garantice que la adhesión no afecte a las competencias de la Unión ni a las atribuciones de sus instituciones.

Admite que la Unión pueda ser codemandada cuando la vulneración de derechos atribuida a un Estado miembro derive de su cumplimiento de una norma comunitaria. Planteará también una privilegiada intervención del Parlamento Europeo en el proceso de elección de jueces.

El 4 de julio del mismo año 2013 la Comisión solicita al Tribunal de Justicia dictamen sobre la compatibilidad del proyecto de acuerdo con el derecho de la Unión, que da por hecha tras las previsiones incluidas en el Tratado de Lisboa. El nuevo y tajante dictamen del Tribunal, del 18 de diciembre de 2014, volverá a ser negativo, tras resaltar algunas notables consecuencias que, entre otras, derivarían de la firma del Convenio de Roma.

Considera (epígrafe 184) que la intervención de los órganos a los que el Convenio confiere competencias decisorias no debe tener como efecto imponer a la Unión y a sus instituciones una interpretación determinada de las normas del Derecho de la Unión.

Resalta (epígrafe 185) que la interpretación dada al Convenio por el Tribunal de Estrasburgo vincularía, en virtud del Derecho internacional, a la Unión y a sus instituciones, incluido el Tribunal de Justicia, mientras que la interpretación dada por este a un derecho reconocido por dicho Convenio no vincularía a los mecanismos de control establecidos por este, y muy especialmente, al Tribunal de Estrasburgo.

Curiosamente (epígrafe 187) recordará —ahora sí— el tenor del artículo 53 de la Carta Europea de Derechos, que descartaría toda resolución de Estrasburgo limitativa o lesiva de los derechos humanos y libertades fundamentales reconocidos por el Derecho de la Unión, así como por las Constituciones de los Estados miembros.

Considera (epígrafe 193) que el enfoque adoptado en el marco del acuerdo ignora la naturaleza intrínseca de la Unión y que los Estados miembros han aceptado que sus relaciones mutuas se rijan por el Derecho de la Unión, con exclusión, si así lo exige este, de cualquier otro.

Destaca (epígrafe 196) que, por si fuera poco, se permitiría a los órganos jurisdiccionales de mayor rango de los Estados miembros dirigir al Tribunal de Estrasburgo solicitudes de opiniones consultivas sobre cuestiones de principio relativas a la interpretación o a la aplicación de los derechos y libertades garantizados por el Convenio, mientras que el Derecho de la Unión exige, a tal efecto, que esos mismos órganos jurisdiccionales planteen una petición de decisión prejudicial al Tribunal de Luxemburgo. Prefiere olvidar que con las cuestiones de inconstitucionalidad existentes en Estados miembros se triplicaría así el alcance de las dudas suscitables a la jurisdicción ordinaria.

No han sido pocos los que han detectado en el fondo de esta actitud del Tribunal de Justicia una notable desconfianza a que jueces de Estrasburgo procedentes de Estados dudosamente liberales puedan acabar marcando el nivel de protección de los derechos humanos en el ámbito de la Unión Europea.

A la espera de una progresiva clarificación de esta doble vara de medir en el complicado juego de constituciones estatales, Tribunal de Justicia y Tribunal de Estrasburgo, parece obligado una prudente advertencia: Estamos construyendo Europa, perdonen las molestias.

Catedrático de Filosofía del Derecho, Universidad Rey Juan Carlos