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A nadie podrá extrañar que un profesor universitario considere como un auténtico regalo escuchar y leer a un Papa que, forjado intelectualmente como profesor, consideró lógico no dejar de serlo; no renunció siquiera a ir engrosando la amplia lista de sus aportaciones académicas. Para un laico, además, resultaron reconfortantes los discursos de quien durante años los dirigió a universitarios de las más diversas mentalidades y creencias y no a un público adicto y previamente convencido. Para quien ha sido durante casi dos decenios diputado, aparte de haber desempeñado y desempeñar aún otras responsabilidades públicas, resultó también muy de agradecer que Benedicto XVI dedicara de modo habitual una particular atención a problemas jurídico-políticos decisivos para nuestra convivencia democrática; de ahí que en ocasión anterior haya comentado alguno de sus discursos1. Me centraré esta vez en el desarrollado en su antigua Universidad de Regensburg, que —por razones consideradas ya meramente anecdóticas— no dejó de provocar polémica. Al comentarlo me parece obligado, aun a riesgo de que eventuales autocitas puedan parecer fruto de inoportuna vanidad, dejar constancia de mis no pocas deudas intelectuales con el actual pontífice.

Lo que sin duda me ha influido más de estas intervenciones ha sido su recurrente preocupación por el diálogo entre «fe y razón», que le llevó en aquella oportunidad a escenificarlo de modo un tanto arriesgado. Se esforzó por descartar dos enfoques. Por una parte, el de quienes —por situar a Dios fuera de toda lógica— acaban justificando el recurso a la violencia en nombre de unos sacrosantos derechos de la verdad: «Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo». Por otra, el de quienes consciente o inconscientemente no llegan a liberarse de esa «autolimitación moderna de la razón» que condena a no encontrar respuesta racional a decisivos «interrogantes propiamente humanos».

Parábolas aparte, sería probablemente injusto limitar a la cultura musulmana las bases escasamente racionales del primer planteamiento. Sin duda ella gira en torno a un Dios «absolutamente trascendente», cuya «voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la razonabilidad». Me temo, sin embargo, que esa actitud fideísta se muestra ampliamente extendida en no pocos ambientes culturales católicos necesitados —tanto como los de la increencia— de una nueva evangelización.

Pienso que no es aún historia pasada el voluntarismo medieval de Ockam2o el de ese Duns Scoto «tan cercano» al presentarnos un Dios arbitrario, que «no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien». ¿Cuántos católicos piensan que no debe eliminarse un ser humano porque Dios así lo ha querido establecer y cuántos porque tal conducta expresa una inhumana irracionalidad? ¿Debemos considerar la ley natural como verdadera porque Dios así lo ha querido, o Dios ha recordado que es obligado secundarla porque es verdadera? ¿Cabe solo argumentar que el matrimonio es indisoluble porque Dios lo ha querido, o hay razones —que no sean fruto de una sobrenatural ciencia infusa— para explicar por qué la indisolubilidad es un rasgo esencial de esa institución natural? Sin duda es dramático que la ley natural se haya convertido en una doctrina para católicos, pero quizá resulta más grave que no sean capaces de argumentarla sin recurrir fideístamente a un fundamento sobrenatural, creyendo quizá que marginando lo racional dan más gloria a Dios.

He disfrutado al constatar la mentalidad laical de Benedicto XVI, cuando recordaba a ese Dios que considera una delicia jugar con los hijos de los hombres razonando con ellos. «El Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros». Ante la reiterada experiencia de ese Dios que nos ama resulta bastante lógico que le amemos. Si —para ser más humanos— debemos imitarlo, habrá que empezar por exigirnos actuar con racionalidad. En efecto, como se desprendía del diálogo escenificado en el discurso de Regensburg, «no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios»3.

Aquí es donde cobra importancia qué debemos entender por racional. Si más de un católico suscribe un fideísmo que nada tiene que envidiar al de no pocos musulmanes, no parece ser muy distinta la situación en cuestiones éticas en lo que al positivismo se refiere. En términos informáticos es fácil constatar que vivimos en una civilización que por defecto acaba suscribiendo el positivismo científico, con su dogmática identificación entre razón, ciencia y método experimental. La falta de reflexión y el poco empeño argumental hace hoy florecer el positivismo jurídico en un campo yermo de racionalidad. Nos pasamos el día hablando del Estado de derecho; pero acabamos entendiendo siempre el derecho como un instrumento del Estado. Fundamos presuntamente nuestro ordenamiento jurídico en el respeto a unos derechos fundamentales; pero nos resistimos a reconocerles un fundamento ético objetivo, considerado meramente presunto.

Es quizá la prueba más llamativa de que, vinculado a ese estrecho concepto cientificista de lo racional, «el hombre mismo sufriría una reducción» con negativas consecuencias prácticas. Exigencias elementales —respetadas en no pocas culturas premodernas— como el respeto a la vida humana entran en grave crisis si nos referimos a vidas prematuras o avanzadas; salvo que incluyamos connotaciones de raza o género.

Este positivismo por defecto, nada ajeno a ámbitos católicos, explica una curiosa articulación de derecho y moral. No creo que genere consecuencias muy favorables la querencia a malentender el derecho como un deseable refuerzo coactivo de exigencias morales de particular relevancia. Me parece mucho más sensata la consolidada consideración del derecho como mínimo ético, al que habría que añadir su carácter indispensable a la hora de posibilitar una convivencia realmente humana.

Sin duda su carácter mínimo puede prestarse a que se vea pospuesto a exigencias morales de mayor cuantía. Ya tuvo el propio pontífice que abordar ese problema, en un discurso temáticamente centrado en el matrimonio, pero aplicable de modo ostensible a los dolorosos problemas suscitados por los episodios de pederastia que han convulsionado a la Iglesia en más de un país. Aun siendo sus exigencias mínimas, su carácter indispensable lleva a que no tenga sentido un planteamiento de las exigencias maximalistas de la caridad que, en vez de respetarlas, pretendan servirles de alternativa4.

Las exigencias morales llevarán a un cristiano a aspirar a comportamientos que desbordan toda lógica: amar a los enemigos, ofrecer cuando le abofeteen la otra mejilla.

Surgirá así el peligro de que las considere exageraciones para especialistas. El derecho natural, por el contrario, no pretende ir más allá de precisar unos niveles éticos que no sitúen nuestra convivencia bajo mínimos. No renunciemos a amar al enemigo, pero comencemos al menos por respetarlo y tratarlo como un igual.

En realidad buena parte de las exigencias presentes en el decálogo son, por mínimas, antes jurídicas que morales. El imperativo no matar puede resultar más convincente si en vez de considerarse como una exigencia moral —tan relevante como para merecer apoyo coactivo del derecho— se lo reconociera como una exigencia jurídica sin cuyo cumplimiento nuestra convivencia quedaría situada bajo mínimos; precisamente por ese carácter de mínimo indispensable es por lo que generaría una obligatoriedad moral, invirtiendo el planteamiento habitual5.

Esa bienintencionada subordinación del derecho a la moral puede acabar además debilitando paradójicamente la eficacia de sus exigencias, en un contexto cultural en el que —como resaltaba el propio Benedicto XVI— «la conciencia subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética. Pero, de este modo, el ethos y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal». El abandono de la objetividad del logos por la tendencia a un piadoso buenismo lleva a que la expresión actuar en conciencia acabe siendo malentendida como una invitación a una bienintencionada arbitrariedad; se menosprecia así la necesidad de una rigurosa formación de criterios éticos basada en la adecuada interpretación de normas objetivas.

La dificultad de admitir que el derecho —al señalar los indispensables mínimos— tenga carácter prioritario, respecto a las exigencias maximalistas de la moral, está no poco vinculada al mencionado positivismo por defecto con su olvido del derecho natural. Es obvio que, si se entiende por derecho lo que impone el que manda, no tenga mucho sentido sugerir que de ahí derive obligación moral alguna; ni los positivistas más rigurosos lo admitirán6. Si, por el contrario, se considera al derecho como un conjunto de exigencias éticas derivadas de la propia naturaleza del hombre (como, por otra parte, resulta obligado considerar a unos derechos humanos capaces de condicionar a las leyes positivas), no puede extrañar que generen una obligación moral de obediencia. Al fin y al cabo, la virtud moral de la justicia consiste en dar a cada uno su derecho; lo que implica un previo conocimiento de que sea o no jurídicamente exigible.

Ese mismo positivismo por defecto, fruto de un déficit de reflexión y razonamiento, lleva a malentender la objeción de conciencia, como si consistiera en un conflicto entre exigencias jurídicas y convicciones morales. Este planteamiento la deja indefensa, porque no tiene mucho sentido sugerir que el cumplimiento de las normas jurídicas pueda quedar supeditado al código moral de cada cual; e incluso que seamos titulares de un derecho a ello. Si la objeción aparece en declaraciones internacionales de derechos y en constituciones democráticas es porque se la entiende como una discrepancia jurídica entre dos conceptos de justicia. De ahí que en un sistema liberal se deba abrir un cauce para que la delimitación de exigencias jurídicas que la minoría hace propias no se vea anulada por la de la mayoría; en la medida en que tal excepción sea compatible la estabilidad de la convivencia. Son dos concepciones del derecho, y no la contraposición entre derecho y moral, las que están en juego.

Pocas experiencias ponen más de relieve las consecuencias de un planteamiento restrictivo de lo racional que el imperio de un positivismo jurídico, consciente o no. De ahí lo acertado de proponer, no un rechazo de la ciencia positiva, pero sí la invitación a «ampliar nuestro concepto de razón y de su uso», sin que ello implique intención alguna de «retroceder» ni de «hacer una crítica negativa». No es por eso extraño que sea este uno de los puntos en los que el entonces cardenal Ratzinger se mostrara plenamente de acuerdo con su compatriota Jürgen Habermas7, en uno de los debates culturales más sobresalientes del comienzo de siglo. Lo que se nos propone es «valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza».

Ambos pensadores coinciden pues en sugerir un replanteamiento de la racionalidad moderna, sin cuestionar en absoluto sus aportaciones positivas. Se trata de abordar una «crítica de la razón moderna desde su interior», que «no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al periodo anterior a la Ilustración». Para Benedicto XVI la Aufklärung tuvo su comienzo en el Sinaí. Estamos ante un «proceso iniciado en la zarza», pues al hacerse posible un «nuevo conocimiento de Dios se da una especie de Ilustración». «En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión», que haría posible decir: «No actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios».

Un planteamiento frívolamente progresista, convencido de que basta negar el pasado para que afloren consecuencias positivas, aconseja que la ley natural quede confesionalmente entronizada en algún recóndito altar; por el contrario, se nos sugiere que «el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad», sino que el «acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva», que marca «la historia universal».

Surgirá de nuevo el paralelo con el Habermas que no ve ya en «la ciencia moderna una práctica que puede explicarse completamente por sí misma y comprenderse en sus propios términos y que determina performativamente la medida de todo lo verdadero y todo lo falso», sino más bien el «resultado de una historia de la razón que incluye de manera esencial las religiones mundiales»8. Para Benedicto XVI el respeto al logos y la consiguiente convicción de que «actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios», no «es solamente un pensamiento griego» sino que «vale siempre y por sí mismo». No nos encontramos por tanto ante una coyuntural «primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas» y nos concedería el «derecho a volver atrás». Es preciso seguir alimentando un ambicioso proceso de desvelamiento racional de la verdad.

Son obvias las consecuencias que de ello derivan, al ponerse en cuestión un intento laicista de secuestrar, en nombre de la neutralidad, la posibilidad de aportar razones al debate público. Convertir en motivo de descalificación el parentesco histórico de determinadas propuestas racionales con las suscritas por confesiones religiosas tiene como consecuencia constatar que «Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así solo puede sufrir una gran pérdida». A Haber-mas, consciente del empobrecimiento ético de nuestra sociedad y convencido de que la mera racionalidad económica del mercado será incapaz de subsanar la situación, su agnosticismo no le impedirá confiar en que las religiones se muestren en condiciones de aportar razones al debate público. También Benedicto XVI afirmará que «escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta».

En Regensburg sugirió que la ausencia en la cultura musulmana de la aceptación de una ley natural, racionalmente accesible, retrasaría inevitablemente su posibilidad de entablar diálogo con la modernidad. Solo esa ley natural racionalmente compartible podrá dar paso a un «diálogo de las culturas», invitando a los posibles interlocutores a acceder a «este gran logos, a esta amplitud de la razón». No menos lejos de esa capacidad de diálogo se encuentran, a juicio de Habermas9, los laicistas que olvidan que el Estado liberal «no puede desalentar a los creyentes y a las comunidades religiosas para que se abstengan de manifestarse como tales también de una manera política, pues no puede saber si, en caso contrario, la sociedad secular no se estaría desconectando y privando de importantes reservas para la creación de sentido»10. En efecto, se sugirió en paralelo, «las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas».

Tan grave como la falta de fe de quienes pretenden monopolizar la razón puede acabar resultando la escasa afición a la reflexión y argumentación racional de no pocos creyentes. De ahí que sea un auténtico regalo haber contado con la orientación de un Papa que ejerce de Defensor rationis. 

NOTAS

1 El pronunciado ante el Bundestag: Hacer entrar en razón al Estado de derecho. Benedicto XVI aborda los fundamentos del Estado, en «Estudios de Filosofía del Derecho y Filosofía Política. Homenaje a Alberto Montoro Ballesteros», Murcia, Universidad de Murcia, 2013, págs. 445-455.

2 Que coincidiría sin problemas con la afirmación de Ibn Hazm de que «Dios no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría».

3 «Solamente por esta afirmación cité el diálogo entre Manuel II y su interlocutor persa», se vería obligado a aclarar Benedicto XVI al estallar la polémica.

4 «La justicia, que la Iglesia busca, a través del proceso contencioso administrativo, puede ser considerada como el inicio, exigencia mínima frente a una expectativa de caridad, indispensable y al mismo tiempo insuficiente, si se compara con la caridad de la que vive la Iglesia. Sin embargo, el Pueblo de Dios peregrino sobre la tierra no podrá realizar su identidad como comunidad de amor si en sí misma no respeta las exigencias de la justicia» (Discurso a los miembros del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, 4 de febrero de 2011).

5 Una exposición más detallada hemos llevado a cabo en Derecho y moral. Una relación desnaturalizada, Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2012, págs. 11-51 117-131, 133-162 y 265-311.

6 N. Bobbio, por ejemplo, lo descalifica como expresión de un «positivismo como ideología» al que se declara ajeno. (Giusnaturalismo e positivismo giuridicos, Roma, Laterza, 2011, págs. 92-94).

7 Hemos tenido ocasión de estudiarlo enLa crítica de la razón tecnológica. Benedicto XVI y Habermas, un paralelismo sostenido, «Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas», 2010 (LXII-87), págs. 435-451.

8 « ¿es la ciencia moderna una práctica que puede explicarse completamente por sí misma y comprenderse en sus propios términos y que determina performativamente la medida de todo lo verdadero y todo lo falso? ¿O puede más bien entenderse como resultado de una historia de la razón que incluye de manera esencial las religiones mundiales?» (La religión en la esfera pública. Los presupuestos cognitivos para el ‘uso público de la razón’ de los ciudadanos religiosos y seculares, en «Entre naturalismo y religión» Barcelona, Paidós, 2006, pág. 155.)

9 Lo hemos estudiado en Poder o racionalidad. La religión en el ámbito público (En diálogo con la «sociedad postsecular» de Jürgen Habermas), en «Religión, racionalidad y política» Granada, Comares, 2013, págs. 89-100.

10 El Estado liberal «no puede desalentar a los creyentes y a las comunidades religiosas para que se abstengan de manifestarse como tales también de una manera política, pues no puede saber si, en caso contrario, la sociedad secular no se estaría desconectando y privando de importantes reservas para la creación de sentido» La religión en la esfera pública cit, pág. 138).

Catedrático de Filosofía del Derecho, Universidad Rey Juan Carlos