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Nadie discutirá que un triunfo en las urnas legitima para convertir en texto legal el propio programa político. Que, tras la abrumadora opción ciudadana por el «cambio» —en octubre del 82—, los socialistas sacaran adelante una ley universitaria que no se parecía demasiado a lo que unos meses antes habían pregonado como alternativa, lleva al desconcierto. No ¡o ignoraba el propio legislador, que —reviviendo tiempos pretéritos— la promulgaba con alevosa estivalidad, cuando —en pleno mes de agosto— todos los variopintos miembros de la loada «comunidad universitaria» se hallaban en desconocido paradero. Que ocho años después la aplicación práctica de aquel texto haya dibujado una irreconocible caricatura, cierra un balance que es la historia de una continuada incongruencia.

La LRU abortada

La oposición vociferante del PSOE, antes de que descubriera las virtudes del «consenso» (real o aparente), se cebó de modo especial con la LAU, el nonato proyecto universitario de la UCD. Todo el potencial reivindicativo de las Universidades —peculiar «herencia recibida» de la política universitaria centrista— fue dirigido contra aquel intento.

No se dudaba que, entre el centenar de leyes que los socialistas decían tener ya redactadas, como piezas maestras del prometido «cambio», se hallaría un proyecto destinado a dar a luz una Universidad de nueva planta. Se daba por descontado que los mensajes básicos de su oposición a la LA U adelantaban ya sus líneas maestras: sustitución de los cuerpos funcionariales por la contratación del profesorado: destierro radical de la forzada explotación académica de los penenes; fin de la fraudulenta masificación universitaria, que no sólo ignoraba exigencias de calidad universitaria, sino que desafiaba las de la física, al no respetar siquiera el aforo de las aulas disponibles.

Si tal proyecto llegó a existir, no sería obra de Maravall. Pensar que alguien lograra domeñar su querencia al despotismo ilustrado, antes de la entrada en juego de los persuasivos recursos del Cojo Manteca, sería un dislate. En todo caso, la presunta alternativa a la LA U no llegó, ni por asomo, a convertirse en ley.

La LRU promulgada

La anunciada sustitución de los cuerpos académicos se vio desmentida por partida doble. No sólo se mantuvieron nada menos que cuatro distintos (el doble quizá de los que a estas alturas parecían aún indispensables), sino que la extinción de los penenes se lleva a cabo «incorporándolos» a ellos. Las secuelas jurídicas de tan barroca operación siguen llenando, ocho años después, páginas del BOE; pleitos tengas y los ganes…

El entusiasmo por la contratación del profesorado no encontraba, pues, fundamento decisivo en los sufridos penenes. Ninguno de ellos llegó a declararse objetor al ser llamado a las levas idoneizadoras, que restaron brillantez a la justa promoción de los realmente preparados y amnistiaron indulgentemente a más de cuatro; a cambio, no se les obligó a rendirse en el Teatro Real…

La auténtica presión contractualista era más autonómica que corporativa, teniendo en Cataluña y el País Vasco sus focos animadores. No deja de ser significativo que, en las sucesivas ocasiones en que la Universidad ha merecido la atención del Tribunal Constitucional, haya sido siempre con motivo de rifirrafes protagonizados por las Autonomías: vasca, gallega, canaria… La LRU se niega a asumir la opción por la contratación del profesorado, que había admitido —de modo parcial— la LAU, con la cerril y oportunista oposición del PSOE. a quien parecía saberle a poco.

Como contrapartida, se reincide en un viejo vicio de la política universitaria del franquismo: regular con carácter general, teniendo la mira puesta en problemas tan reales como particulares. El resultado, inevitable, es acabar imponiendo una solución que no satisface a quien vive el problema, para —a cambio— generalizarlo para todos los que no lo vivían.

Tan peculiar terremoto normativo tuvo antes siempre a Madrid como epicentro. Los famosos ponentes, por ejemplo, fueron el fruto de generalizar una mala respuesta a los problemas de la Universidad madrileña, sometida a una masificación por entonces inexistente en el resto de España. Ahora el epicentro se sitúa en Cataluña y el País Vasco. Para satisfacer su monroísmo académico, se generalizaba un pintoresco sistema que lleva, inevitablemente, a la provinciana selección endogámica del profesorado. Con idéntico fin, se cantonalizan todos los claustros académicos, haciendo de los profesores los únicos funcionarios a los que se exige, para un mero traslado de plaza, el esfuerzo equivalente a un nuevo ingreso en el Cuerpo.

El silencio legal sobre la ya entonces inminente anticipación de la edad de jubilación, que acabaría diezmando los Cuerpos docentes, encuentra en la pasajera alusión a los «eméritos» un eco de mala conciencia. Se elimina prematuramente a auténticos maestros, condenados —en plenitud de condiciones— a una curiosa «eutanasia» académica. Se convierten en realquilados del departamento cuya vida protagonizaron fecundamente durante años. Se les priva, a la vez, de toda posibilidad real de iniciativa; sólo les queda dar las clases que otros no puedan atender, e investigar, prudentemente, para no llegar a convertirse en incómodo estorbo. Para mantener, simplemente, sus retribuciones habrán de acogerse a la aleatoria generosidad de ¡a Universidad a la que han dedicado media vida.

Pocas sorpresas ofreció el diseño de los órganos de gobierno de la Universidad, más atento al reparto del «poder» universitario que preocupado de brindar cauce a las exigencias del «saber». Todo se somete a votación. Todos votan sobre todo, tengan o no conocimiento del asunto; incluso si están condicionados por intereses que exigirían una obvia incompatibilidad, como ocurre al nombrarse el tribunal que ha de juzgar la propia promoción académica.

Dos aspectos abrieron, sin embargo, prometedoras perspectivas. La figura de los «asociados» a la docencia parecía apuntar a un refuerzo de la profesionalización universitaria (a tiempo completo), complementándola con la experiencia práctica de otros profesionales ajenos a la Universidad. Por otra parte, la exigencia de unos «módulos objetivos de capacidad» de los centros hacía pensar en que se pondría fin a la masificación estudiantil e incluso se llegaría a avanzar hacia porcentajes más ambiciosos, requeridos por la mejora de la calidad de enseñanza.

La LRU practicada

Ocho años después, para nadie es un secreto que buena parte de los «asociados» son más bien penenes de nuevo cuño: recién licenciados, sin experiencia profesional alguna, que —por no reunir condiciones para ser siquiera ayudantes— se ven disfrazados de expertos, para poder enseñar lo que aún no han tenido tiempo de aprender. La reciente extensión de la categoría de «emérito» a personas ajenas a los cuerpos docentes invita, por otra parte, a dudar sobre el papel ocasional de los asociados, a la vez que certifica lo absurdo de no replantear la jubilación prematura de docentes. La Universidad no puede prescindir de los «ancianos» de 65 años; ni siquiera de los ajenos a ella..

Más preocupante aún es que no se haya logrado todavía descifrar obviedad tan misteriosa como cuál es la «objetiva capacidad» de cada centro. El coste de tal incógnita es el mantenimiento de una masificación que se convierte en el auténtico cáncer del sistema universitario. No se crean los centros necesarios para albergar a miles de estudiantes, cuya «objetiva capacidad» personal no es menos misteriosa. El último invento del «distrito único» es todo un alarde de imaginación. Para lograr una mínima movilidad del estudiante se acaban ofertando diez plazas por centro, incluso en los numerosos reconocidos oficialmente como saturados. Combatir el bloqueo, provocado por la masificación, con una oferta de choque de plazas inexistentes es ya el delirio.

Tampoco se está afrontando a medio plazo la preparación de los profesores necesarios para atender tanto alumno. Como consecuencia, las figuras previstas en la ley resultan ya irreconocibles. Con razón o sin ella, contemplaba unos «Profesores Titulares de Escuelas Universitarias», por entender que en tales centros sería suficiente una menos compleja preparación; se ha acabado por sacar a concurso tales plazas para impartir docencia en Facultades, pese a estar concebidas por la ley como centros de rango superior, por la simple razón de que no se cuenta con aspirantes de mayor cualificación. Para no reconocer el prematuro desfase del texto legal, se lo hace irreconocible. Agotado el filón provinciano por la vía endogámica, las plazas desiertas se han convertido en ingrediente obligado de todo ejemplar del BOE. Ahora, por fin, parece que el ministerio se da por enterado del problema, aunque sólo lo considere real en dos Facultades: Derecho y Empresariales; quizá por la competencia privada en esos campos se considera amenazadora.

El diseño de los órganos de gobierno ha originado un aparatoso tinglado de nula funcionalidad. Se ha acentuado la dimensión político-autogestionaria, en un momento en que la sociedad —al contar con los cauces adecuados— ha desmontado la politización de la Universidad, inevitable durante el franquismo. De la Universidad reivindicativa, que convertía a su rector en obligado guerrillero, se ha pasado a otra encabezada por un rector-gestor sometido a curiosos condicionamientos.

Para optar al cargo, ha de lograr el apoyo de los más variados grupos minoritarios, que practican un corporativismo coaligado, rentabilizando el absentismo general. Ha de premiar tal apoyo recargando el organigrama universitario con variopintos secretariados u organismos. Este artificial incremento de las partidas de persona! está generando una casta interna político-universitaria (estudiantes incluidos) como no se recuerda desde los más imperiales momentos del SEU. Algunos de sus titulares llegarán luego a concejales, porque no hay Gobiernos Civiles para tantos…

Cubierta así la retaguardia, el rector ha de dedicar todo su esfuerzo a relacionarse, con actitud entre dócil y mendicante, con la no menos tupida red de autoridades ministeriales o autonómicas, luchando por suplementar sus escasos fondos, Al héroe que más protestaba ha sucedido el hábil y pundonoroso experto en el más enteco tráfico de influencias imaginable.

Hablar, en tales circunstancias, de autonomía universitaria es puro eufemismo. L x j s ministros se quejan, con razón, de que más de cuatro veces las Universidades no ejercen muy responsablemente sus posibilidades de acción. No cabe autonomía sin sujeto que la ejercite, desnaturalizado concienzudamente por el sistema diseñado. Sólo cuando la Universidad se ve rodeada de un contexto privilegiado, y su gestor sabe ganarlo para la causa, nos encontraremos —a falta de autónoma Universidad— con un Villapalos, rector-autónomo, imprevisible, versátil y creativo.

Masificación estudiantil, compatible con una «selectividad» de ignoto sentido; selección endogámica de los profesores, por mezclar la apreciación objetiva de mérito y capacidad con la discrecional selección por las Universidades: jubilación prematura del Profesorado en plena madurez, formado con nada despreciables fondos públicos; improvisación del joven profesorado, que lastra su formación al verse obligado a ejercer en plena inmadurez; diseño de unos órganos de gobierno «politizados», para regir una Universidad —para bien o para mal— despolitizada,.. Algunas asignaturas pendientes. para las que tres LRU no han sido suficientes.

Catedrático de Filosofía del Derecho, Universidad Rey Juan Carlos