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ELEMENTOS OBJETIVOS Y SUBJETIVOS COMO CONSTITUTIVOS DE LA NACIÓN

Voy a centrar esta exposición en el ámbito europeo, por limitación temática y por tratarse del origen donde se ha aclimatado el hecho nacional. El surgimiento de las naciones es, en efecto, un fenómeno típicamente europeo, que luego se ha trasladado a los otros continentes. Conoce su expansión en el siglo XIX y en particular en 1870, cuando se configuran como Estados-Naciones la Italia del Risorgimento abanderada por Cavour y la Alemania de Bismarck.

En la nación confluyen una serie de características exteriormente identificables, como pueden ser la lengua común, la unificación territorial o la etnia. Sin embargo, cuando se ha pretendido diseñar un mapa de naciones conforme a estos criterios, el intento ha resultado fallido, como se reveló en especial tras la partición de Europa en treinta y una naciones efectuada por el presidente norteamericano W. Wilson después de la Gran Guerra. Lo cual lleva a destacar asimismo la necesidad del elemento subjetivo para la unidad de la nación, acreditado en la conciencia histórica forjada entre todos y en la voluntad de autodeterminación o proyecto de vida en común, sin el cual los aglutinantes externos observables no llegan a ejercer su fuerza nacional integradora. Hay que añadir igualmente que la componente diferencial de las naciones no se presenta como aislante respecto de los otros pueblos del continente, sino que es el modo particular de desempeñar o hacer efectiva la europeidad común con las otras naciones.

¿QUÉ ES LA EUROPEIDAD? SU APLICACIÓN A LA NACIÓN

Pero, ¿cuáles son las señas distintivas de la europeidad? Han de ser tales que incluyan simultáneamente el aspecto unitario o común —inseparable por cierto de la vocación de propagación universal que ha caracterizado históricamente al mundo europeo— y su realización diferenciada. Ni lo uno debe entenderse como una nivelación o absorción de las diferencias, ni las partes componen un mosaico hecho de fragmentos. Los dos arquetipos históricos originarios en los que se cumple esta síntesis particular entre lo uno y lo múltiple son la ciencia desde su nacimiento en Grecia, que unifica las voluntades —por principio ilimitadas en número— de quienes la cultivan, y la afirmación cristiana —aclimatada preferentemente en Europa— de la persona singular con un destino trascendente, común a todas.

Esta síntesis típicamente europea entre lo universal y lo múltiple diferencial se verifica también en las naciones, en la medida en que comparten el ideal común de la libertad de la persona en sus varias manifestaciones y su expresión particularizada en el carácter de cada una de las distintas naciones. A continuación abordaremos la cuestión de su despliegue histórico-político.

GESTACIÓN DE LAS NACIONES

Dentro de esta dualidad europea, que comprende lo uno y lo múltiple, las naciones acogen el elemento múltiple o diferencial. Su antecedente se encuentra en la polis griega, entendida —como ha subrayado Hannah Arendt— no ya como un mero recinto protegido desde dentro y hacia fuera, sino como una agrupación humana diferenciada de las demás, en tanto que proyecto de convivencia adoptado en común. Es, además, fenomenológicamente una comunidad de pertenencia, por cuanto está dotada de una estabilidad que va más allá de la caducidad en las vidas particulares y en los motivos que pasajeramente las congregan. Por contraposición a estos efímeros signos de unidad, el elemento unitario y unificador de las naciones proviene del Imperio romano, en el que se asienta el iuspublicum europeo. La renovación de las naciones con el correr de los siglos coexistirá con las distintas versiones de los imperios hasta su derrumbamiento definitivo con los Habsburgo y con el fin del Imperio otomano en el siglo XX; e incluso el imperio de la ley o el ascenso de la burocracia, que caracterizan uniformemente a los Estados modernos, no pueden negar su entronque con las medidas administrativas y los enlaces territoriales provenientes del mundo romano.

La singularidad de las naciones se va fraguando al socaire de las fricciones en el seno de alguna empresa más abarcante, como fue en el Medievo la dirección de las Cruzadas, que se disputaban Francia y Alemania, o, en el inicio de la Edad Contemporánea, la resistencia a la invasión napoleónica, como pusieron de manifiesto los célebres Discursos a la nación alemana (1807) de Fichte. Otros factores que coadyuvaron a la formación de la conciencia nacional son la invención y posterior difusión de la imprenta, que haría posible la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas, o la aparición y ulterior consolidación de una opinión pública valiéndose de los medios impresos. El tráfico de noticias, que se hace cada vez mayor a medida que se generalizan la prensa y el correo, y la expansión del comercio, que crea nuevos lazos desde los emporios de partida, como La Hansa, Lieja o Amberes, representan sendas fuentes de intercambio, en las que se manifiesta operativa la diferencia nacional entre los particulares.

Por otra parte, a lo largo de la Edad Moderna se advierte la tendencia en las naciones a dotarse de una soberanía centralizada, que evite su dispersión y que vaya acorde con el apogeo de los Estados en detrimento de los estamentos y las corporaciones. Aparecen así, al comienzo de la Edad Contemporánea, las Constituciones nacionales, que establecen las bases cívicas de la convivencia y en las que reciben plasmación de un modo restringido derechos irrenunciables de los ciudadanos. Las Constituciones entronizan las libertades individuales como soporte de la ciudadanía. Pues no basta para la unidad nacional con una conciencia subjetiva más o menos difusa, por arraigada que esté, como la había presentado el Romanticismo, sino que la nación ha de afianzarse, como decía Renán, en el plebiscito diario a través de unos órganos representativos. Es así como gracias al respaldo de la unidad

nacional el Estado pasó de ser una forma de legitimación a convertirse en un nuevo modo de vertebración social. Mientras el Estado asume entre otras las tareas legislativas, administrativas y defensivas, la nación las hace depender de la voluntad de los ciudadanos expresada en una Constitución.

APARICIÓN DE LOS NACIONALISMOS. INTENTOS DE EXPLICACIÓN

La situación cambió a finales del siglo XIX. Si antes eran unas cuantas las naciones consagradas, hasta doce, con la nueva época proliferan los movimientos nacionalistas; es así como irrumpen en la escena política los armenios, georgianos, lituanos, macedonios y albaneses en los Balcanes, los rutenos y croatas en el Imperio Habsburgo o los galeses e irlandeses en Gran Bretaña, los flamencos en Bélgica o los finlandeses en Rusia. Si antes la nación y el Estado habían sido dos fenómenos mutuamente ensamblados en un territorio y en una población, ahora se pone en cuestión esa superposición, agudizándose la crítica más tarde tras la división wilsoniana de 1919. Por ello, mientras anteriormente la nación había tenido un signo integrador, que llevó a Kautsky a decir que había que arrinconar a las naciones pequeñas como a viejos muebles de familia, las naciones de reciente creación operarán, por el contrario, en un sentido reivindicador y secesionista.

¿CÓMO EXPLICAR ESTA METAMORFOSIS EN EL COMETIDO HISTÓRICO DE LA NACIÓN?

Se suelen aducir unos hechos determinados y unas corrientes de opinión en el origen de este cambio de signo. Tales son las migraciones masivas y la Revolución Industrial, en tanto que fueron vistas como una amenaza para la identidad nacional y llevaron a esta a defenderse antes que proceder a su expansión. En este marco se sitúan las minorías irredentas, como los húngaros en Rumanía o los eslovenos en Austria. O bien, el fin de la era colonial —definitivamente clausurada, no obstante la supervivencia de ciertos brotes, en 1945—, la cual había constituido un acicate para la extensión de las naciones, trae consigo en esta segunda etapa un repliegue de la conciencia nacional, inclusive en aquellos pueblos que acababan de nacer a la independencia. Por otro lado, la remodelación del ya citado mapa de naciones en Europa, unida al avance de Turquía y al desmoronamiento del Imperio austrohúngaro, dio lugar a los asentamientos forzosos de minorías nacionales no identificadas con su nuevo Estado. Por su parte, entre los movimientos de opinión, baste citar aquí cómo el antisemitismo, que cundió en Centroeuropa, avivó la fusión de la nación con la pureza étnica, provocando así conflictos en las naciones multirraciales, como Bélgica o los países balcánicos.

Otra línea de desarrollo nacionalista, esta vez sin continuidad con los Estados nacionales, es la que proviene de aquellas poblaciones desarraigadas de sus Estados y que se arrogan unos ligámenes nacionales a escala mundial. Surgen de este modo el movimiento pangermánico, liderado por Schönerer y que buscaba agrupar a todos los pueblos teutones segregados en Europa, y la intelligentsia paneslava durante la Rusia zarista. Ambos derivarán —como ha estudiado Arendt— en los totalitarismos nacionalsocialista y marxista-leninista, respectivamente, ilimitados unos y otros en sus pretensiones territoriales. Ha sido frecuente, por otra parte, que los nacionalismos extraeuropeos de las antiguas colonias se erijan bajo el mismo signo ideológico marxista importado de Europa.

En la medida en que las políticas estatales no encauzaron estas corrientes nacionalistas emergentes, buscarían su difusión por unos derroteros que no eran los ya institucionalizados: a este respecto jugaron un papel decisivo en el fomento de la pertenencia nacional los mass-media, las competiciones deportivas y los juegos florales, cuando no fue que se abrieron paso en pugna con los elementos nacionales asimilados y favorecidos desde el Estado. Uno de los primeros ejemplos fueron los junkers o aristocracia social alemana del II Reich, contraria a los avances en la industrialización, a la vez que favorecía la conciencia nacional excluyente en el pueblo alemán.

LA CONCIENCIA NACIONAL- EUROPEA EN LA ACTUALIDAD

Hoy se puede decir que el Estado nacional ha llegado a ser una respuesta insuficiente a los problemas de cohesión nacional a los que en otro tiempo dio respuesta. El patriotismo de las Constituciones a que se refiere Habermas resulta ser un lazo nacional demasiado débil en los Estados pluriétnicos. Los últimos desafíos de la globalización del tráfico, los riesgos militares y ecológicos, las nuevas tecnologías o el choque entre civilizaciones parecen demandar unas nuevas organizaciones supraestatales, que van en el sentido opuesto a las diferencias nacionalistas.

Y, sin embargo, la síntesis europea original entre la unidad y la multiplicidad necesita de las dos componentes, que se conjugan en la nación. Ni la uniformización globalizadora ni —en el extremo opuesto— el pluralismo abigarrado y sin raíces en un mismo suelo pueden ser respuestas completas y adecuadas a los retos del presente. Ciertamente, ya en el siglo XX habían sido derrotadas las dos unilateralidades anteriores, que se hicieron notar respectivamente bajo las fórmulas del totalitarismo homogeneizante de los Estados hegemónicos y del anarquismo terrorista. Frente a estos dos extremos, los pilares de la unidad europea siguen estando, por un lado, en la sustantividad ontológica y en la insobornabilidad moral —al menos como ideal— que convienen universalmente a la persona y, por otro, en las instituciones particularizadasconforme a derecho instauradoras del orden internacional. Recíprocamente, el ámbito correlativo de lo plural resulta tanto del ejercicio responsable de la libertad individual y asociada como de la diversificación, materializada en expresiones culturales irreductibles, de los principios y valores ético jurídicos comunes. A ello se añade que una larga historia europea, jalonada de rutas proseguibles y de otras que se han revelado impracticables, acrecienta la solidaridad ante un futuro por ahora incógnito, acometido desde las peculiaridades de cada pueblo y nación.

La razón de esta necesidad de síntesis está en que no es posible desarrollar responsablemente un proyecto nacional sin la adhesión concomitante y más comprehensiva al proyecto europeo, del cual se nutren las voluntades nacionales particulares, que se han labrado en el intercambio mutuo. Ya sea como rebelión frente a un orden instituido en términos fijistas, ya como creación e injerto de nuevos mundos, ya como resistencia a ser engullidos por civilizaciones foráneas…, en todo caso la unidad europea ha actuado bajo estas y otras formas sobre sus variantes nacionales. También el ejercicio de la crítica frente a los abusos y excesos en las confrontaciones internas o en la aventura de la colonización procede del acervo europeo unificante de la razón ético-científica, única que puede hacer justicia o justi-ficar: las justificaciones aportadas por la razón son las que miden las realizaciones contingentes y parciales por el rasero de la dignidad universal de todos los hombres. Por ello, cualquier espacio de autodeterminación nacional se delimita en el conjunto integrador proporcionado por la matriz europea, análogamente a como no es viable el ejercicio de la libertad personal si no es en coexistencia con las otras libertades personales y en el horizonte abarcante del bien común, que siempre rebasa los actos particulares de autodeterminación, sin dejar por ello de incluirlos.

La reconstrucción de una Europa cultural, política y económica ha sido preocupación dominante después de la segunda guerra mundial, cristalizando no solo en los acuerdos que se iniciaron con la Comunidad del Carbón y del Acero debida a Monnet y con el Plan Schuhmann (1950) y que prosiguieron con el Tratado de Roma en 1958 hasta llegar a la actual Unión Europea, ratificada en el Tratado de Maastricht de 1991, sino manifestándose también en destacadas obras de pensamiento, atentas a señalar los rasgos inequívocos europeos: en este sentido, son dignas de mención la Meditatio quaedam de Europa de Ortega y Gasset (1949), El espíritu de Europa de Salvador de Madariaga (1952), El rapto de Europa de Luis Díez del Corral (1954), El espíritu europeo de Karl Jaspers (1957) o las Reflexionessobre la Revolución en Europa de Ralf Dahrendorf (1990). Pero a la par con la edificación de la Unión Europea han ido los recelos y retrocesos en naciones particulares, por más que el proceso se haya saldado con un avance neto, aún no culminado y lleno de incertidumbres.

NACIONALISMOS EN EL MOMENTO CONTEMPORÁNEO

Sin embargo, el reverso de la integración europea ha estado en los rebrotes nacionalistas, que con distinto signo se han ido sucediendo en la práctica totalidad de los Estados europeos y en Canadá desde 1970. A diferencia de los movimientos secesionistas antes examinados, en este caso se trata de fenómenos que provocan escisión dentro de la región afectada. Mientras unas veces el elemento nacionalista de unión se encuentra en el retorno a las raíces ancestrales étnico-lingüísticas, pretendidamente puestas en peligro por el progreso urbano (Irlanda del norte, País Vasco), en otros lugares, como en el norte de Italia o en la comunidad flamenca de Bélgica, el nacionalismo actúa como correa de enganche entre sectores sociales diluidos en una sociedad industrial avanzada. Sin que sea posible hallar un denominador común entre los distintos nacionalismos del momento, sí se advierte en general en ellos, y a propósito del momento subjetivo de su toma de conciencia, el sentir como una pérdida la falta de memoria histórica, por cuanto quedaría aplastada entre las dos placas de las voluntades individuales y de la razón universal de los derechos humanos, tal como se manifiesta en las Constituciones. Diríase que las minorías nacionalistas no desaparecen por el hecho de ser minorías cuando se expresa la voluntad democrática de un pueblo. Ni su nacimiento ni sus fluctuaciones se ventilan desde los parámetros clásicos de las leyes de juego democráticas, por las que se rigen los Estados europeos.

¿Cabe algún cauce ético-político para los nuevos nacionalismos, que los reubique en el orden internacional, sin dejar de hacer justicia a las otras comunidades con las que se ven en la necesidad de coexistir para desplegar su proyecto privativo?

VALORACIÓN AMBIVALENTE DEL NACIONALISMO HOY

Mi punto de vista es que así como, de un modo general, no es posible ejercer un derecho legítimo si no es con la conciencia simultánea de unos deberes y desde aquellas bases naturales y cívicas que dotan de legitimidad a ese derecho, tampoco es lícito presentar el derecho a la autodeterminación nacional al margen de toda vinculación subyacente y prescindiendo de un asiento natural e histórico que tenga que ver estrechamente con la identidad esencial del grupo nacional. En este sentido, sería un sojuzgamiento negar el derecho a la autodeterminación a pueblos que históricamente han fraguado su propia identidad, como los judíos antes de poseer el Estado de Israel, o bien trazar unas fronteras convencionales basándose en la ocupación armada, como con bastante frecuencia ha ocurrido en Europa.

En cambio, no parece en modo alguno razón suficiente para alcanzar una soberanía nacional plena la diferenciación cultural, económica o social adquirida por una parte de un territorio estatal, ya que el ejercicio unilateral de la autodeterminación significaría insolidaridad con el resto del territorio. El principio antes sentado de la diferenciación basada en la libertad de la persona, a la que apela toda soberanía nacional, no concierne solo a la pluralidad de las naciones en Europa, sino que tiene también su aplicación dentro de cada nación, dando lugar a su riqueza humana asociada característica, pero ya sin la titularidad de la soberanía nacional. Lo cual es congruente con el principio igualmente básico de que en un mismo proyecto de convivencia quepan diversas aportaciones, sin crear por ello exclusiones. _

Catedrático de Filosofía Moral (Universidad de Murcia).