Tiempo de lectura: 10 min.

La complejidad de la vida social contemporánea, con la consiguiente diversidad de instancias a tener en cuenta en las tomas de decisiones, hace inevitables los conflictos valorativos y sitúa a la ética en una encrucijada no siempre fácil de sortear. Por si fuera poco, existen desacuerdos en el orden moral para los que dista de haber baremos aceptados por todos y que acaben con ellos. La disyuntiva que se presenta en estas condiciones a la ética es si ha de seguir marcando en un lenguaje directo el rumbo adecuado, haciendo justicia a cuantos factores estén operantes, o si retrotraerse a un lenguaje meta-ético, absteniéndose de señalar directivas para la actuación.  Desde hace algunas décadas Alasdair MacIntyre se enfrenta a este desafío ético, ante el que en 1981 con su obra After Virtue lanzó su propuesta neoaristotélica de las virtudes como prácticas comunes cooperativas, que evitaban tanto el arriesgar juicios abstractos desvinculados como el quedarse en consideraciones metodológicas de carácter metalingüístico. Con este telón de fondo, ¿qué novedad aporta el presente libro?

 


 

Alasdair MacIntyre: Ética en los conflictos de la modernidad. Sobre el deseo, el razonamiento práctico y la narrativa. Madrid, Rialp, 2017. 526 páginas.


 

Ciertamente, uno de los corolarios de una ética de la virtud entendida en tales términos era que hacía posible una narrativa biográfica e histórica, dentro de la cual medir la oportunidad y relevancia de las decisiones adoptadas, en oposición a los solos ideales ilustrados de libertad e igualdad, carentes de toda concreción. El nuevo libro discurre por este cauce, pero dando un sesgo original a la disyuntiva anterior, que ahora se mueve entre la expresión de afectos y el razonamiento práctico, ambos con los debidos matices. “Las historias expresivistas son desde luego también historias en las que hay juicios y razonamientos, pero unos y otros son presentados como la expresión de ciertos afectos. Las historias de los neoaristotélicos también son historias de afectos y deseos, pero se refieren a si unos y otros concuerdan con las conclusiones que deparan sólidos razonamientos prácticos” (p. 114). La actual clave está, por tanto, en interpretar a partir de esta discrepancia entre posturas alternativas (la expresivista y la neoaristotélica) lo que realmente deseamos, que resulta ser, así, o aquello con lo que nos identificamos, tan solo latente en los convencionales deseos-máscara, o por el contrario el bien que enjuiciamos desde la razón práctica.

Homo oeconomicus y homo politicus

Según el diagnóstico de MacIntyre, en el mundo moderno se ha ido imponiendo progresivamente la primera alternativa, como desenmascadora de lo que el autor denomina simplemente la Moral. Entiende por ella la ficción de una antítesis entre los deseos o preferencias del individuo y las restricciones normativas a ellos, actuantes bajo las distintas variantes que representan las superestructuras ideológicas, la censura psicoanalítica o en el caso más favorable los deseos filantrópicos o altruistas que pugnan con los deseos egocéntricos. Un ejemplo arquetípico de tal ficción ha sido el homo oeconomicus, guiado por el incentivo del beneficio individual; pero igualmente podría aducirse el homo politicus, como sellador del contrato civil originario con los otros individuos. Lo más grave es que estás hipótesis irreales han repercutido en el modo de entenderse a sí mismos los individuos y las sociedades, al fingir la extraña Moral sustantiva e impersonal opuesta a los deseos, que se impone sin más allí donde rigen las leyes del mercado y el poder de los estados modernos. “[A nuestro agente imaginario] se le ha instruido hasta ahora para pensar en términos individualistas, no solo en su vida moral y emocional, sino también en sus tratos con las agencias del Estado y en sus transacciones con el mercado laboral y los otros mercados” (p. 270). No se repara en que, para esta moral anónima, en ausencia de una crítica inicial de los sistemas de preferencias, “lo que se quiere es, demasiado a menudo, lo que no se tiene buenas razones para querer” (p. 190).

De lo anterior deriva un segundo aspecto, que en mi opinión es el que mejor explica las tesis sostenidas por MacIntyre. Consiste en que el individuo que se comporta según la Moral hipostasiada, a la que él se adhiere, es el mismo que maximiza los beneficios en el mercado y el que pacta con los otros como él para convivir políticamente. Pero esto trae consigo necesariamente un elemento de arbitrariedad en el individuo absolutizado al llevar a cabo la elección moral, arbitrariedad que se acusa igualmente en la eventual revocación de la elección ya tomada. No queda espacio para la incondicionalidad en las opciones morales, al no haber tampoco una vinculación más allá de la que se expresa con la elección que adopta a su arbitrio. Aquí es el razonador práctico aristotélico-tomista quien, por el contrario, pisa suelo firme, porque los bienes y fines que el agente procura con su acción son lo que como buena razón le lleva a actuar, y no solo a tomar una decisión, de la que acaso, pero ya no con la lógica inherente a la libertad, pudiera emerger una acción coherente. “[Para la teoría de la decisión] la conclusión de una muestra de razonamiento práctico es una decisión, mientras que para el primero [para el aristotélico] es una acción. Lo que afirma el aristotelismo es que el razonamiento puede dar lugar a una acción” (p. 321).

“Lo que se quiere es, demasiado a menudo, lo que no se tiene buenas razones para querer”.

Podrá replicarse que cómo se llega a la acción moral desde las buenas razones si no es pasando por la elección libre. La respuesta está en que la libertad toma contacto con la naturaleza y disposiciones del agente a través de los hábitos virtuosos formadores del carácter y libremente adquiridos. No son, por tanto, las acciones atomizadas lo que se elige por hábito, sino el propio carácter, del cual brotan con coherencia tras la deliberación y con afianzamiento del hábito las acciones cualificadas moralmente. La elección se asocia intencionalmente con la acción motivada que desencadena, y no por medio del procedimiento lógicamente circular de otra elección que habría de ser tan inmotivada como la primera. La proairesis aristotélica suele traducirse sin más por elección, pero nuestro autor la vierte como deseo informado por la razón o razón informada por el deseo, subrayando así que la elección no es un lugar de paso a otro acto, sino un deseo vectorial, orientado por los medios previamente deliberados hacia el bien que se desea. “Se da, pues, el presupuesto en esta clase de razonamiento práctico de que hay patrones independientes de nuestros sentimientos, posturas y elecciones, patrones que determinan qué es bueno y qué no lo es… Esta clase de razonamiento práctico es, por tanto, la que adoptan quienes entienden sus vidas en términos de la consecución de sus bienes individuales y comunes, de igual forma que el tipo de razonamiento práctico que identifican los teóricos de la decisión lo adoptan quienes entienden sus vidas… como maximizadoras de la satisfacción de preferencias” (pp. 322-323).

Respuesta a actuaciones ajenas

En el tránsito de las buenas razones para actuar a la narración no se puede por menos de implicar a las virtudes, o más precisamente al proceso de su adquisición con sus éxitos y fracasos, con sus rectificaciones y recaídas, por ejemplo, algo así como cuando se dice “entendí que lo justo con A era obrar así, mientras que con respecto a B procedía o era lo prudente actuar con grandeza de ánimo y generosidad, todo lo cual me facilitaría en lo sucesivo comportarme mejor…”. Cada actuación se entiende, entonces, como una respuesta a actuaciones ajenas anteriores y a situaciones creadas por ellas, y a su vez se convierte en un interrogante al que los distintos agentes involucrados en los mismos bienes comunes habrán de responder con sus respectivas actuaciones. La serie que así se plasma no es una secuencia sin norte ni curso narrativo, sino que tiene su argumento y desenlace en el carácter virtuoso de los agentes que ella misma contribuye a modelar. Vuelve, así, MacIntyre a la tesis mantenida en Animales racionales y dependientes[1] de que lo que distingue el comportamiento humano no es tanto la orientación funcional-finalista, común a las otras especies biológicas, sino la evaluación de los fines como bienes y su priorización o en su caso postergación sobre otros bienes, de modo que entre todos formen una concatenación teleológica ordenada a un fin-bien último. “El bien humano último debe ser tal que tengamos que apuntar a él en el curso de apuntar a nuestros otros fines” (p. 383). Desde la búsqueda del fin último se entiende que toda exégesis narrativa sea inconclusa y que haya de anudarse más a través de los motivos e intenciones virtuales subyacentes a las acciones que desde su figura externa.

Desde la búsqueda del fin último se entiende que toda exégesis narrativa sea inconclusa.

Pero también en este punto el autor ha de afrontar la réplica de aquellos que ponen el acento en que lo distintivo de la vida humana es su contingencia e irreductibilidad a toda narración (por ejemplo, Sartre). Según quienes así razonan, la narración dotaría a la vida de una cobertura de inteligibilidad que en sí no posee, equiparándola al modo como la ve desde fuera el narrador y sustrayéndole su ser vivida por el agente mismo en sus experiencias más genuinas y sorprendentes, antes de “contar una historia” (expresión cargada de ilusionismo en el lenguaje común). Para hacer la contrarréplica, MacIntyre se ve en la necesidad de precisar los límites en que se sitúa la hermenéutica de la vida, que vienen de la pregunta ética por la responsabilidad ante la actuación, y a ilustrarlo seguidamente con algunas narrativas suficientemente representativas.

Lealtad en los compromisos

Respecto de lo primero, la asunción de responsabilidades permite al agente distanciarse del rol que ejerce, al enjuiciarlo desde las motivaciones específicamente humanas que le han llevado a hacerlo propio y desempeñarlo. Lo he hecho mío, pero sin identificarme sin residuos con él, por lo que puedo dar cuenta de cómo me he conducido humanamente mientras lo cumplía: ¿con lealtad en los compromisos?, ¿con comprensión hacia los destinatarios de su ejercicio?, ¿aprendiendo de las experiencias y desarrollando la humanidad a la par? “Para responderlos, todos recurrimos a la narración de nuestras vidas particulares, hasta el punto en que somos conscientes de ellos… [Los acusadores de colaboración con ciertos regímenes] como contestación han tenido que contar la historia de sus vidas en aquel tiempo, sin dejar ninguno de los aspectos relevantes” (p. 389-390). He aquí un modo de trascender la mera crónica, acudiendo a los juicios de valor y de intención que presidían las acciones.

En cuanto a las narraciones que ofrece, plantean las diferencias entre los roles seguidos rutinariamente, algunos sin siquiera voluntad precedente de asumirlos, y los cuestionamientos de sentido que les afectan en relación con la orientación de conjunto que el agente da a su vida. Así, cuando se trata del novelista ucraniano incómodo para el régimen estalinista, o al relatar la vida de la jueza de Arizona, atenta a sopesar los argumentos particulares de cada caso más allá de los supuestos ideológicos, o al hacer frente a las distintas lealtades que le plantean los varios compromisos contraídos a otro de los personajes. “Es, no obstante, cuando las rutinas diarias se interrumpen y las relaciones familiares y de otro tipo se ven perturbadas, especialmente por eventos inesperados, cuando los individuos han de reflexionar e identificar lo que consideran ser buenas razones para actuar de un modo u otro, de modo que descubren, tal vez por primera vez, a qué curso de acción se han comprometido al priorizar los bienes como lo han hecho, y después tienen que decidir si ese orden de prioridades necesita ser revisado” (p. 437).

«Los individuos han de reflexionar e identificar lo que consideran ser buenas razones para actuar de un modo u otro».

En conclusión, en esta obra se acentúa más acusadamente que en otras la importancia ética de la formación del carácter y de la dependencia para con él de las elecciones correctas. No es tanto la materialidad de la acción decidida cuanto el modo como se ha llegado a ella a través de la deliberación individual y en común, así como mediante el arraigo de las virtudes en el agente, lo que garantiza el acierto moral. Lo cual sigue en la línea aristotélica de sus obras precedentes: tales son los primeros rótulos del subtítulo, el razonamiento práctico y el deseo inteligente. Lo que ya es un desarrollo a cargo de MacIntyre es la inserción de la narrativa como tercer elemento. Tiene en común con los otros dos la singularidad de lo argumentado narrativamente y hasta parece seguirse de ellos, como apuntamos antes, al referirse al curso de las acciones en que desembocan el deseo y el razonamiento práctico. A los tres componentes prácticos es aplicable, en efecto, la contingencia de lo que está individuado desde una situación y con carácter irrepetible. ¿Por qué, entonces, no se encuentra explícita la narración en la ética aristotélica? ¿Qué es lo que hace sus veces, extendiéndose igualmente a la totalidad de la vida humana?

Por un lado, está la contemplación del bien supremo o fin último, por cuya indagación comienza Aristóteles su investigación, como lo que unifica absolutamente los actos humanos, yendo más allá de las virtudes, que constituyen tan solo el camino orientado hacia él. MacIntyre lo suscribe claramente al final del libro: “De modo que hay, supuestamente, cierto bien que está más allá, un objeto de deseo más allá de todos los bienes particulares y finitos, un bien hacia el que tiende el deseo en la medida en que queda insatisfecho incluso tras conseguir el más deseable de los bienes finitos, como ocurre en las buenas vidas. Pero aquí termina la investigación de índole política y ética. A partir de este punto comienza la teología natural” (p. 523). Bastaría, pues, con los avances y eventuales retrocesos en la aproximación al Bien infinito, a los que el hombre está expuesto, para hallar en la vida humana la senda narrativa adecuada. Pero no menos operan los componentes sociales y políticos, que inscriben la vida del hombre en una tradición determinada y que este ha de afrontar tanto dialógicamente como en la complejidad que introducen y en la consiguiente amenaza creciente de desvaríos que hay que esquivar en las decisiones del caso. De aquí provienen los conflictos con los que se tejen dramáticamente las narrativas y que ni siquiera eran ajenas a la polis griega.

El Estado y las virtudes

Con todo, la pluralidad de narraciones rivales y colisiones que cada una arrastra se han multiplicado en el mundo postilustrado, de modo que se ha perdido la coherencia de los relatos en su conjunto, característicos del mundo antiguo y medieval. Tampoco la alternativa moderna de institucionalización del Estado democrático le resulta convincente a MacIntyre para su empresa de ofrecer un suelo a las virtudes, ya que es un Estado asentado sobre el individuo emancipado de todo vínculo. De aquí que en este libro encare más de frente que en obras anteriores –como indica el título– los conflictos como formando parte de las narraciones, y esto es lo que se advierte en los cuatro relatos con que concluye su argumentación.

Aparte de esta problemática interna al planteamiento del autor irlandés, cabe preguntarse si la experiencia moral queda suficientemente identificada al no tomar en cuenta el deber entre los elementos éticos irreductibles[2]. Estando de acuerdo en que el deber no es el motivo único en ética, aunque así tiendan a representárselo las distintas deontologías contemporáneas bajo cierta influencia kantiana, también es cierto que interviene como elemento normativo de contraste, ineliminable para la conciencia moral. De otro modo no quedaría lugar para los absolutos morales irrenunciables. Pero no es este un aspecto que aborde la ética de MacIntyre, tampoco en este elaborado tratado.


[1] A. MacIntyre: Animales racionales y dependientes. Barcelona, Paidós, 2001, pp. 92 y ss.
[2] Es de advertir que tampoco Aristóteles señala explícitamente el deber entre los componentes de la razón práctica (δει en griego es un término genérico, traducible como ‘es necesario’). El origen histórico del precepto debido en moral se sitúa en los mandamientos recibidos de Dios en el Antiguo Testamento.


Crédito de la imagen de Alasdair MacIntyre: Wikimedia Commons

Catedrático de Filosofía Moral (Universidad de Murcia).