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Las elecciones a mitad de mandato constituyen una de las características propias del sistema político norteamericano. Al renovar al Congreso entero y un tercio del Senado cada dos años, estas elecciones permiten al electorado expresar su opinión acerca de la política de un presidente elegido dos años antes y con un poder considerable, derivado del sufragio electoral directo. Las elecciones a mitad de mandato responden por tanto a una concepción muy precisa de la democracia. En Estados Unidos la democracia es un régimen político diseñado para la participación; pero también un sistema de equilibrios y reajustes para impedir la acumulación excesiva de poder durante demasiado tiempo. Dos años es mucho en política, y los Padres Fundadores de Estados Unidos lo sabían ya a finales del siglo XVIII.

Aunque, como es natural, no existe una pauta que determine el comportamiento de los electores en estos comicios, son numerosas las elecciones de medio mandato en las que el partido del presidente pierde terreno. Así ha ocurrido siempre, al menos desde 1930: excepto en las elecciones de medio mandato de 1934, en las que los demócratas, el partido del presidente Franklin D. Roosevelt, ganaron nueve escaños en el Congreso y otros nueve en el Senado. En las siguientes, las de 1938, perdieron 72 escaños en la Cámara de Representantes. Estas pérdidas cuantiosas se han vuelto a repetir en las recientes elecciones de 2010. El Partido Demócrata ha perdido 64 escaños en la Cámara de Representantes y seis senadores. Se ha acabado la mayoría que los demócratas ganaron en 2006, las últimas elecciones de medio mandato, y que revalidaron en las presidenciales de 2008. La ola de popularidad que respaldó a Obama corroboró la mayoría demócrata en ambas cámaras.

Se vuelve a cumplir, por tanto, una tradición. Merece la pena detenerse a mirar con un cierto detenimiento las realidades políticas, siempre nuevas, que han hecho posible este resultado.

UN PARTIDO REPUBLICANO EN CRISIS

La primera es la situación del Partido Republicano, que llegó a las elecciones de 2006 y luego a las de 2008 en un estado precario y frágil. Entre las causas de esta situación estaban la hegemonía liberal-conservadora en los círculos de gobierno norteamericanos, hegemonía que se remonta por lo menos al principio de los años ochenta, cuando Ronald Reagan llegó a la presidencia. El agotamiento y las divisiones se agravaron por la presidencia de Bush, que quiso renovar el republicanismo con su «conservadurismo compasivo», una suerte de neoconservadurismo que aumentó el déficit y las competencias del gobierno. En 2005 se pudo hablar del fin del republicanismo y aunque el diagnóstico resultaba exagerado, es un hecho que la renovación del Partido Republicano no ha venido desde dentro, sino de un movimiento exterior, el conocido como Tea Party.

LA RADICALIZACIÓN DE LOS DEMÓCRATRAS

La segunda peculiaridad de estas elecciones es la presidencia Obama —tanto el personaje como su programa—, y la situación que ha creado dentro del Partido Demócrata. En las primarias previas a las elecciones presidenciales de 2008, Obama se impuso a una candidata, Hillary Clinton, que representaba el aparato del partido y una política de centro izquierda moderada, lejos de cualquier experimento progresista («liberal», en Estados Unidos). Para lograr aquella victoria, Obama movilizó a un electorado considerablemente más radical que el propio del Partido Demócrata, en particular a los jóvenes. También activó a un electorado independiente (sin afiliación a ninguno de los dos partidos), insatisfecho con la presidencia de George W. Bush por su gestión de la «guerra contra el terrorismo» y por la crisis económica que se desencadenó en septiembre de 2008, unas semanas antes de las elecciones.

La propia personalidad de Obama contribuyó a hacer sentir que se estaba produciendo un cambio histórico. El hecho de que fuera el presidente que encarnaba la nueva realidad, postracial, de la sociedad norteamericana añadía aún más expectación a una presidencia recibida, dentro y fuera de Estados Unidos, con un aura casi mesiánica. Se recordará el Premio Nobel de la Paz, otorgado inmediatamente después de que Obama llegara a la presidencia.

La presidencia de Obama suscitó por tanto unas expectativas muy altas, que su administración se ha esforzado por no defraudar… en lo ideológico. El rescate del sistema financiero fue compensado con sucesivos paquetes de «estímulo fiscal», es decir de políticas neokeynesianas de gasto público destinadas a reactivar la economía. La misma línea ideológica quedó patente en el intento de sacar ade- lante el proyecto estrella de los demócratas: una reforma del sistema sanitario que implantara en Estados Unidos una cobertura universal, a la europea.

Ninguna de las dos políticas ha tenido éxito en los dos años de gobierno de Obama. Aunque consiguió sortear la quiebra total del sistema, su política ha generado una deuda del 95 por 100 del PIB, y un déficit del 10 por 100 del PIB (en octubre de 2010). Además, no ha conseguido dejar atrás la crisis económica, con tasas de paro del 9,6 por 100. La reforma del sistema sanitario resultó demasiado ambiciosa y se ha limitado a medidas paliativas, como la obligación del seguro médico, sacada adelante —además— con los únicos votos de los demócratas. El escaso éxito de estas políticas, sin embargo, no ha llevado a una reducción proporcional de las ambiciones ideológicas. La administración Obama ha venido dando a lo largo de estos dos años una sensación de arrogancia intelectual y política que contrastaba con los resultados concretos que obtenía. En consecuencia, al desencanto de los progresistas movilizados durante la campaña presidencial se ha unido el de una parte del electorado norteamericano alérgico a la política ideológica.

Con su abstención, los primeros han reforzado a los segundos. Así se cumple otra ley no escrita de la política norteamericana, vigente desde principios de los años setenta: la constitución —o naturaleza— política de Estados Unidos reduce la acción a la gestión de los asuntos públicos según los intereses mayoritarios, articulados en coaliciones sociales y políticas no ideológicas. Pues bien, desde la revolución de los años sesenta, el Partido Demócrata se empeña una y otra vez en gobernar en progresista, con un proyecto ideologizado de transformación cultural de la sociedad norteamericana que tiene por objetivo convertir Estados Unidos en un país normal según los criterios de la socialdemocracia europea. Cada vez que los demócratas ponen en marcha una política de esta índole, acaban perdiendo las elecciones. Así ocurrió en 1972, cuando la McGovern perdió las elecciones ante Nixon con un programa «hiperprogresista». Volvió a ocurrir en 1980, cuando Carter no consiguió revalidar un segundo mandato, y otro tanto pasó en 1994, cuando un proyecto demasiado ideologizado por parte de la administración Clinton (junto con un grado de corrupción notable en la mayoría demócrata del Congreso) trajo una mayoría republicana a la Cámara de Representantes. En cambio, cuando el Partido Demócrata gobierna sin arrogancia ideológica ni pretensiones de revolución cultural, como hizo Bill Clinton a partir de su derrota intermedia en 1994, recupera la iniciativa.

LA REBELIÓN DEL TÉ

Una tercera novedad en estas elecciones es el protagonismo de un movimiento ciudadano nacido a principios de 2009 y bautizado Tea Party en honor de uno de los símbolos de la revolución norteamericana, el que llevó a la independencia del país, la rebelión fiscal de diciembre de 1773. Es bien conocida la vitalidad asociativa de Estados Unidos, por lo que un movimiento como el Tea Party responde a una tradición nacional. Sin embargo, a diferencia de otros anteriores con el mismo sesgo político conservador, el Tea Party ha descartado las cuestiones religiosas (como la Moral Majority de finales de los años setenta) y las morales, que los norteamericanos llaman sociales (como el aborto). Se ha centrado en cambio en la oposición al intervencionismo del Estado y a las subidas de impuestos; dos cuestiones que, por otra parte, tienen una evidente resonancia en la identidad nacional. Estados Unidos es el único país en el mundo en el que las manifestaciones suscitadas por la crisis económica se han producido no a favor del mantenimiento de los programas del Estado de bienestar, sino a favor de la reducción de las competencias del gobierno. En el debate abierto acerca del Estado de bienestar, el excepcionalismo norteamericano, encarnado en un movimiento popular y espontáneo, ha conducido a posiciones inequívocas.

El Tea Party también pertenece a la tradición populista norteamericana. Desde los tiempos del presidente Jackson, en torno a 1830, esta tradición ha llevado a numerosos movimientos a oponerse al establishment washingtoniano o federal, entendido este como una élite que ha traicionado los intereses generales. El propio Obama encabezó un movimiento similar, encaminado a instaurar nuevas formas de hacer política, aunque el populismo de Obama respondía más a lo que se suele entender como «populista» fuera de Estados Unidos, que es la generosidad con los fondos públicos: la propia campaña electoral de Obama, con su utilización intensiva de Internet y las redes sociales, abría un nuevo horizonte al populismo político. A diferencia de otros movimientos populistas, como el Populist Party de finales del siglo XIX, el Progressive Party de Theodore Roosevelt a principios del siglo XX o el Reform Party de Ross Perot, en los años noventa, el Tea Party no ha creado un tercer partido político. Ha preferido integrarse en el Partido Republicano y revitalizar así una organización política en crisis.

Queda por ver si la renovación impulsada desde el Tea Party trae nuevas energías y nuevas ideas al republicanismo, si algunos de los candidatos surgidos en estas elecciones se consolida como líder en el Partido Republicano, y si el nuevo grupo de la Cámara de Representantes consigue revertir el programa de la administración Obama. Por el momento, este programa, en sus aspectos más ideológicos, está acabado. Las elecciones de noviembre de 2010 habrán conseguido devolver, como ha dicho Charles Krauthammer, una cierta normalidad política a Estados Unidos.

COALICIONES SOCIALES

Karl Rove, el «arquitecto» de las victorias electorales de George W. Bush, quiso forjar una nueva coalición social que incorporaría a conservadores y liberales de clase media y trabajadora, evangélicos, hispanos y, en parte, mujeres. Con esa coalición, Rove y Bush aspiraron a conseguir un «realineamiento» que asegurara a los republicanos una hegemonía política por unos quince o veinte años. Esa gran aspiración se vino abajo cuando Obama irrumpió en la vida política norteamericana.

Con Obama a la cabeza, los demócratas empezaron a formar una nueva coalición social formada por el electorado joven, los afroamericanos, las mujeres, los progresistas, las clases medias y altas, así como los hispanos, de vuelta del republicanismo después de las absurdas posiciones antiinmigración de los republicanos.

Esta coalición, aunque se mantiene en sus líneas fundamentales, se ha visto reducida: ha bajado el respaldo de las mujeres y de los hispanos, los jóvenes se abstienen masivamente, y las clases medias, agobiadas por los impuestos y el miedo al desempleo y al desahucio, vuelven al voto republicano. No se dibuja por tanto una nueva coalición, aunque la que diseñaron los estrategas de Obama ha sufrido un serio revés. Habrá que ver si el Partido Demócrata consigue reconstruir una nueva, terminada la fiebre ideológica de estos últimos cuatro años, o si el Partido Republicano consigue poner en pie otra, que le otorgue un mandato suficiente para afrontar una crisis tan profunda como la que estamos viviendo. En cualquier caso, parece que tardará en volver la época de las grandes coaliciones sociales que apoyaron durante cuatro décadas a los demócratas (entre 1930 y 1970) y durante casi otras tantas (entre 1970 y 2004) a los republicanos.

Escritor. Profesor de Literatura y Relaciones Internacionales. Universidad Pontificia de Comillas.