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Hace unos pocos años, ya bien entrada la crisis económica, los términos del debate político en nuestro país empezaron a cobrar un aire nuevo, con motivos y preocupaciones distintas a las que habían caracterizado el debate público en años anteriores. Hasta ahí se hablaba de izquierda y de derecha, de constitucionalismo y nacionalismo, de redistribución y creación de riqueza o, incluso, de clases enfrentadas. A partir de un momento en torno al año 2010 se empezó a hablar de temas distintos.

Se enfrentó la sociedad al Estado, como si este no reflejara ya los intereses y las preocupaciones de la sociedad española y se rigiera no según alguna idea del bien común, sino según sus propios intereses o los de aquellos que lo controlan. Pronto llegó el momento de poner en cuestión la representatividad de las instituciones políticas, en especial las instancias representativas y los partidos políticos. En las jornadas del 15-M, teñidas de épica alternativa, hizo fortuna el eslogan «[Que] No, no nos representan». La puesta en duda de la representación política llevaba a la consideración de las élites políticas como un grupo privilegiado, una «casta», según la palabra que utilizó primero el periodista y activista Enrique de Diego, con su Plataforma de las Clases Medias, fue recuperado luego por los compañeros politólogos de Podemos y al fin, bajo el apelativo más exquisito de «élites extractivas», por intelectuales y funcionarios en la órbita de Ciudadanos. La «casta» o las «élites extractivas» conforman esa minoría capaz de sacar provecho de unos mecanismos y unas instituciones políticas que se han desviado de su objetivo inicial y solo sirven intereses particulares: corruptos, por tanto, como iban demostrando los numerosos casos que, centrados por lo fundamental —aunque no solo— en el asunto de la financiación de los partidos políticos y de los sindicatos, empezaron a salir a la luz en esos mismos años. La corrupción no afectaba solo a unos cuantos personajes, ni siquiera a unas cuantas organizaciones. Afectaba al conjunto de las organizaciones públicas, en particular los partidos políticos, y acabó contaminando al propio sistema, al conjunto de las instituciones y al régimen nacido con la Constitución de 1978. El «régimen» (algo así como la «Restauración») aparecía podrido, agotado, enfermo y con él, claro está, el «bipartidismo» que lo había sostenido.

Se elabora así un discurso dirigido contra la racionalidad política —es obsesiva la cuestión de la superación de la izquierda y la derecha—, juvenilista —como corresponde al deseo de un cuerpo regenerado que ha dejado atrás los signos de la decadencia— y populista —es decir, de estilo antiinstitucional y personalista, desconfiado de cualquier cuerpo intermedio, y que apela a la movilización de quienes han quedado al margen del sistema, sin representación y condenados por tanto a sufrir (el motivo del «sufrimiento» es importante) una creciente desigualdad, que la crisis no ha hecho más que empeorar: el famoso 99% de los «ocupas» norteamericanos, que importaron las formas y los eslóganes de nuestro 15-M.

La palabra de moda fue, ya lo sabemos, la regeneración. Durante estos años, en España, casi todo ha sido regeneración. Andábamos degenerados, o degenerándonos, y hasta entonces (la alarma social ante la corrupción se dispara en 2012…) no nos habíamos dado cuenta de la podredumbre que corroía las entrañas de nuestro cuerpo político. La patología —enfermedad es un término suave— había alcanzado tales proporciones, tal profundidad, que todo ha estado por rehacer: el sistema de partidos, las leyes electorales, las Cortes, la Constitución, la Monarquía, la propia España, la mentalidad española, los «valores» ni más ni menos… Había que abrir las ventanas y dejar entrar los aires purificadores y juveniles nacidos después de 1978, para más detalle. El debate podía haber tomado un rumbo muy distinto.

Por ejemplo, el de las medidas que el Gobierno ha ido tomando. Se podía haber hablado de trabajo y de la forma de contribuir a crearlo, de los problemas de educación, de la mejora de las formas de financiación de los partidos, del papel del Estado (y las repercusiones de su intervencionismo en la corrupción), de los artículos de la Constitución que se podían someter a revisión… Se podía haber iniciado un diálogo que hubiera llevado a la adopción de reformas graduales, negociadas aunque no necesariamente consensuadas, con objetivos pautados y respetuosos con el marco de la democracia liberal que tan provechosa ha resultado a nuestro país en los últimos cuarenta años. No ocurrió así, aunque buena parte de estas reformas se han ido poniendo en marcha. El debate público no se centró en estas acciones prácticas. Se centró en la regeneración, que es tanto como decir en un cambio de raíz que debe llevar aparejado —y volvemos al vocabulario y a las metáforas médicas— la curación definitiva y la inmunización contra la corrupción del organismo social.

La palabra «regeneración» no es un término particularmente español, ni moderno. Viene del cristianismo, donde designa el renacimiento del ser humano a una naturaleza nueva, redimida del pecado. En el siglo XVIII, los ilustrados lo retomaron a partir de las observaciones biológicas de los antiguos, que habían constatado que algunos organismos vivos son capaces de reproducirse sin pasar por el trámite del sexo. De ahí saltó a la política —las grandes ensoñaciones de Rousseau no andan lejos—. Con la Revolución Francesa se generalizó como consigna para designar el Hombre nuevo y la nueva Nación que debían surgir de la acción salvífica sobre la salud pública. La palabra recobró su crédito en el terreno científico con las investigaciones a partir de la teoría celular del primer tercio del siglo XIX, para luego cruzarse en el camino de Darwin cuando elaboraba sus reflexiones sobre la teoría de las especies. De ahí volvió a saltar a la política, justo en el momento en que se estaba iniciando la gran crisis de la conciencia occidental, en la segunda mitad del siglo XIX. Iría acoplada a la palabra degeneración, lanzada por Max Nordau con el éxito que se conoce, y aplicada al arte (el «arte degenerado»), síntoma de una enfermedad más grave y profunda, que afecta a la sociedad y muy en particular a la política de la época. Todo está degenerado, a partir de ahí, y todo debe por tanto ser regenerado, sin que el término hubiera perdido del todo ni su resonancia religiosa ni su anclaje en las ciencias biológicas y médicas. Así es como la regeneración está en la base de algunas de las mayores aberraciones del siglo XX europeo: el exterminio de los débiles y, en general, de los degenerados, para mayor gloria de las razas superiores. A partir de ahí, el nuevo descrédito de la regeneración fue tal que paralizó incluso la investigación científica, hasta que volvió a iniciarse a finales del siglo pasado, con el éxito que conocemos hoy en día, cuando ha abierto campos nuevos, también inquietantes, a la ciencias de la vida.

En nuestro país, la palabra regeneración no tiene un sentido sustancialmente distinto al que tiene en el resto de Europa y en Latinoamérica. A veces designa posiciones políticas conservadores, de inspiración organicista, frente a las liberales, más individualistas y «disolventes». También recoge el clásico sentido revolucionario, como ocurre en la retórica de la Gloriosa, revolución «regeneradora» por excelencia. A finales del siglo XIX y con la crisis de la conciencia europea de fondo, todo cuaja en una visión demoledora de la sociedad liberal y capitalista —es decir, moderna e ilustrada—, visión que llega a su apoteosis en esos mismos años.

La regeneración es, aquí como en el resto de los países europeos, la visión hipercrítica de la sociedad de finales del siglo XIX. La propia sociedad es un cuerpo enfermo, porque el éxito del capitalismo la ha alejado de la naturaleza y ofrece tal sobreabundancia de ofertas y tentaciones —se puede decir así— que expone a los seres humanos a una excitación perpetua que los condenan a la frustración y a la degeneración. La regeneración, en este aspecto (el biologismo de Zola, como las sectas teosofistas, los naturistas y otros muchos), insiste en la profundísima crisis de valores y en la necesidad de volver a formas de vida menos viciadas, más simples, más adecuadas a nuestra naturaleza.

En términos más políticos, ha fallado la representación de los sistemas parlamentarios, usurpada por una oligarquía que aprovecha las instituciones en provecho propio. Ni el liberalismo ni el parlamentarismo (liberal) son capaces de disolver esos grumos resistentes a su acción y que impiden la transparencia, que en España (como en Francia) llamamos «caciquismo» y que nadie sabe cómo tratar: si como reliquias del feudalismo o como síntomas de un régimen económico que crea mucha más riqueza de la que los gobiernos son capaces de controlar, e instancias (grandes empresas, carteles) tan poderosas que se escapan al control de la acción política. La constatación propicia una ampliación de las competencias del Estado, que responde bien a la crisis del liberalismo, pero también la proliferación de movimientos («ligas» y otras clases de asociaciones) que se proponen restaurar la representación dañada. Así es como —desde presupuestos organicistas— se revaloriza la sociedad frente al Estado. Aquella —la España real— está viva, frente al Estado que solo representa la «España oficial», un esperpento de sombras corruptas, degeneradas —el célebre panorama de fantasmas con el que Ortega retrató el régimen liberal, y que no acaban nunca de morir…

En realidad, el régimen entero pasa a estar corrompido, como están corrompidos los partidos políticos que lo sustentan: la crítica del parlamentarismo —puro teatro— en la Tercera República francesa no le va a la zaga a la que aquí se hizo de lo que llamamos la «Restauración». En muchos países europeos se escucharon y se escribieron críticas parecidas, y en todos ellos pareció triunfar la misma perspectiva que triunfó en España. La crisis de la conciencia española no es un monopolio español y fue particularmente virulenta, tanto como aquí, en Francia y en Alemania. Los intelectuales y los políticos se preguntan si el país, la raza, no están a punto de desaparecer. Los delirios a los que el pánico dio lugar no fueron menores que los que se manifestaron aquí, bien conocidos de todos, desde la consideración de España como una enfermedad o como interminable decadencia desde los… visigodos (Ortega) hasta los intentos de explicación biológica, como la falta de ozono de nuestra atmósfera.

Nada de eso es propiamente español. Lo específicamente español, en cambio, es el nombre que aquí damos a este movimiento. Lo que en el resto de los países europeos (y dentro de España, en Cataluña) se llama nacionalismo, aquí se llamará regeneracionismo. Si hacemos un recuento de los motivos del nacionalismo —angustia ante el fin de la raza o de la nación, falta de representatividad del «régimen» parlamentario, descrédito de las instituciones políticas, voluntad de superar la racionalidad política, por no hablar de otros más generales, como son el empeño antimoderno, la insistencia en la vida frente a la razón, la exaltación de la lucha, etc.—, comprobaremos que son exactamente los mismos que trata el regeneracionismo. El enemigo a batir es el mismo: la nación, la nación liberal y constitucional formada de ciudadanos con derechos y deberes.

¿Por qué el nacionalismo, en nuestro país, no se denomina como le correspondería y se conforma con el nombre de regeneracionismo? Aquí se esboza la cuestión del relativo fracaso del nacionalismo, al menos en cuanto a la transformación de una mentalidad y una ideología en un movimiento político. La respuesta a esta pregunta que he intentado dar en Sueño y destrucción de España está relacionada con la cohesión de la nación española, mayor de lo que piensan esos nacionalistas frustrados que son los regeneracionistas (desde los regeneracionistas propiamente dichos hasta los regeneracionistas literarios, espirituales y estéticos, y también a los regeneracionistas —no les habría gustado el apelativo— de segunda generación, los Azaña y los Ortega).

El hecho de que el nacionalismo español tarde tanto en aparecer como movimiento político no quiere decir que no tenga influencia en la historia de nuestro país en el siglo XX. Bajo la tipología regeneracionista, triunfa durante la dictadura de Primo de Rivera, como nacionalismo republicano después de 1931, y ya como nacionalismo bajo la dictadura de Franco (en sus diversas formas: fascista totalitario con Falange, conservador contrarrevolucionario y nacional-católico). También reaparece después de instaurada la democracia, cuando la negativa a pensar la nación en términos políticos conduce al enrevesado nacionalismo español actual, que hace un esfuerzo extraordinario para excluir lo español de la vida política y se empeña en el experimento de construir una democracia liberal sin nación que la sustente, un experimento del que tal vez —pero solo tal vez— estemos viviendo los últimos momentos.

Más arriba se ha hecho referencia al hecho de que el debate político de nuestro país en los últimos años se ha empeñado en resucitar los elementos de la propuesta regeneracionista, en vez de centrarse en la solución concreta de problemas abordables mediante una política gradualista de reformas. Lo ha hecho hasta el punto de haber resucitado el regeneracionismo como si fuera el último grito en pensamiento político, siendo así que nos retrotrae a una crisis de hace más de un siglo. Aun así, la reaparición de la regeneración y el regeneracionismo plantea de por sí algunas cuestiones interesantes.

Una de ellas es si no apuntará al problema de la falta de expresión política de la cuestión nacional, un asunto característico de nuestro país, justamente por el tabú que el nacionalismo hace pesar sobre la misma idea de nación. Otra lleva a preguntarse si, bajo el término regeneracionismo no se está planteando lo mismo que se está planteando en los demás países de la Unión Europea, que es un debate sobre la identidad nacional. La regeneración y el regeneracionismo serían, desde esta perspectiva, los términos españoles en los que se están planteando los nacional-populismos en muchos países europeos, que también retoman los términos de los debates de hace un siglo: recelo ante el liberalismo, miedo a la apertura y a la globalización, heridas identitarias, desconfianza ante la política y ante las sociedades abiertas.

Escritor. Profesor de Literatura y Relaciones Internacionales. Universidad Pontificia de Comillas.