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La decisión enjuiciada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en su ya famosa sentencia, para determinar la presunta vulneración de los derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CDEH), se trataba de la sentencia del Tribunal Supremo, de fecha 28 de febrero de 2006, dictada en el ejercicio de su jurisdicción. Dicha decisión judicial se formulaba como una nueva doctrina jurisprudencial sobre la aplicación de dos artículos del Código Penal de 1973, ya derogados en 1995, pero que se mantenían en vigor en virtud del criterio de la norma penal más favorable. La referida sentencia constituía un cambio explícito de jurisprudencia por motivos constitucionales —algo conocido en Derecho norteamericano como constitutional overruling, reafirmado por el Tribunal Supremo en Mapp v. Ohio—, es decir, declarado por razones de adecuación a la Constitución. 

Ese cambio era obligado, tenía carácter general y eficacia retrospectiva, y se constituía en interpretación vinculante, al amparo del artículo 5 LOPJ, y todo ello a la vez. La decisión del Tribunal Supremo, por tarde que se produjera al referirse a una norma de 1973, estaba no solamente justificada sino que era un mandato de la Constitución, pues extendía su efecto a leyes anteriores a la misma, en cuanto mantenían su vigencia. Todos estos efectos lo son del mayor cambio constitucional en la historia de España: la aprobación de una Constitución vinculante.

    No se puede decir que la sentencia dictada en el llamado «caso Parot» era revolucionaria. Por el contrario, y habida cuenta del desfase en términos constitucionales del Código Penal de 1973, era extremadamente prudente. En efecto, las cuestiones que realmente planteaba el derogado Código de 1973, en sus artículos 70 y 100, y las disposiciones que se referían a la misma cuestión, citadas en la sentencia, eran varias, no una sola, aunque el Tribunal Supremo, aun criticando el límite máximo de treinta años para todos los casos por el efecto de impunidad que podía generar, abordó únicamente la constitucionalidad de la aplicación o cálculo de la redención de pena por el trabajo, si las penas excedían de treinta años, sobre el límite máximo de condena de treinta años, transformado para ese cálculo en pena autónoma o refundida, sin apoyo en norma legal alguna, sobre la que se aplicaban la redención, y no sobre cada pena en forma sucesiva.

    La regla jurisprudencial que regía antes de la sentencia, llevaba a cabo, sin más, una partición de las condenas, como dato decisivo para el cómputo de las redenciones. Con condenas que, solas o sumadas, llegaran hasta treinta años, la redención se computaba sobre cada pena, sucesivamente. Con condenas por dos o más delitos que sumaran más de treinta años la redención se computaba sobre el máximo de cumplimiento, como nueva pena «autónoma» de treinta años. Esa es la esencia de la jurisprudencia derogada por la STS de 28 de febrero de 2006.

    Esa jurisprudencia anterior suponía una infracción, como mínimo, de los artículos 1, 14, 24 y 25 de la Constitución, ya que suponía: a) un tratamiento penal desigual, a través de la ficción de la inhallable pena refundida/autónoma; b) sin justificación alguna; c) a favor de los autores de condenas más graves; d) por el simple hecho de que se les hubiesen impuesto dos o más penas que suman más de treinta años, es decir, por una circunstancia de mayor agravación de la conducta, lo que afectaba a un elemental principio de justicia, a lo que se añadía la irrazonabilidad del criterio de la jurisprudencia anterior y la imprecisión de la pena.

    Esto suponía que había dos bases, arbitrariamente definidas, sobre las que realizar el cómputo de la redención, una normal, basada en la aplicación en cumplimiento sucesivo íntegro, sin autonomizar o refundir en una sola cifra las penas impuestas, y otra, que se llevaba a cabo sobre los treinta años como pena autónoma, situación que en parte —solo en parte— se trataba de minimizar por medio de la doctrina de la sentencia del Tribunal Supremo de 2006, eliminando la ficción de la pena refundida y remediando, en ese aspecto exclusivamente, los efectos de esa doctrina.

   Es evidente que corregir este efecto de una jurisprudencia antigua y todo lo venerable que se quiera, pero absurda, no era dictar una norma retroactiva, sino interpretar correctamente los artículos afectados, a los simples efectos de corregir un error evidente, y a la luz de la existencia de la Constitución de 1978, artículos en los que, ni en encarnación de fantasma, se podía encontrar la «nueva pena resultante y autónoma» o refundida. La consecuencia de esa naturaleza es que, sobre esa base, la previsibilidad y anticipación razonables por el delincuente de esa interpretación no se puede sostener, a los efectos de referirse a una retroactividad prohibida, como hace el TEDH, pues además de no apoyarse en el tenor de las normas examinadas, que en ningún caso hablan de una pena refundida, se trata de una interpretación inconstitucional. Fiarlo todo, como se dice en la sentencia del TEDH, a la previsibilidad razonable por el delincuente (reasonable for eseeability) en el momento de la comisión del delito (momento crucial de la legalidad penal, artículo 25 CE, por mucho que el TEDH trate de combinarlo con la fecha de la sentencia, o con la del acuerdo de refundición, que nada tiene que ver con el momento en que se exige la lex previa), de que cometiendo más delitos, cumplirá los mismos años, no es sino la previsibilidad o la confianza en una impunidad garantizada.

   Ya en lo que se refiere a los poderes del TEDH para dictar esa sentencia, la jurisdicción del TEDH no es universal, sino que está limitada o acotada por otras jurisdicciones, como la supranacional del TIJUE o la de los Estados, por lo que a la hora de concretar la cláusula de atribución competencial del artículo 32 hay que indicar que se extiende a la interpretación y aplicación de los derechos amparados por el Convenio a los efectos del CEDH, lo que no excluye una interpretación de esos mismos o análogos derechos a los efectos de su aplicación en el ordenamiento constitucional.

    La acción estatal que identifica la STEDH como causante de la pretendida vulneración de los derechos es una doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, que interpreta autorizadamente determinados artículos de la Constitución. La primera está dictada por el Tribunal Supremo, órgano judicial con jurisdicción sobre el caso, y la segunda por un tribunal reconocido en un tratado internacional, que implica que el Estado está obligado a acatar las sentencias. La primera aplica la Constitución y la segunda lo hace respecto del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

En relación con la retroactividad, el Tribunal Supremo lo dejó muy claro, al señalar que: «En segundo lugar, sería pertinente recordar que la doctrina ampliamente mayoritaria y nuestra propia jurisprudencia (ad exemplum, STS 1101/1998), no consideran aplicable a la jurisprudencia la prohibición de irretroactividad, que el texto del art. 25.1 CE reserva a la legislación y el del art. 9.3 a disposiciones legales o reglamentarias». Esa era otra determinación de una jurisprudencia nacional consolidada y correcta que ignoró la STEDH, y el Tribunal de Estrasburgo no es quién para decretar nada sobre el sistema de fuentes del Derecho nacional, aspecto omitido por la defensa del Gobierno español, que se limitó a señalar, considerando insuficiente una STS de 1994, que no había jurisprudencia, con lo que eliminaba una pieza clave de la defensa, la más importante.

   En lo que se refiere a sus efectos, la STC 245/1991 realizó una serie de consideraciones sobre las sentencias del TEDH. En primer lugar señaló que: «Así en el caso Marckx (Sentencia de 13 de junio de 1979), el Tribunal Europeo ha afirmado que «la Sentencia del Tribunal es esencialmente declarativa y deja al Estado la decisión de los medios a utilizar en su ordenamiento jurídico interno para adaptarse a lo que le impone el art. 53» (parágrafo 58). O, lo que es lo mismo, «el Convenio no le atribuye al Tribunal competencia ni para anular la Sentencia del Tribunal nacional ni para ordenar al Gobierno que desautorice los pasajes objeto de la queja» (Pakelli, 25 de abril de 1983, parágrafo 55)».

La citada sentencia también indicaba que «en este punto ha de darse la razón al Tribunal Supremo cuando afirma que la sentencia pronunciada por el TEDH es una resolución meramente declarativa, sin efecto directo anulatorio interno, ni ejecutoriedad a cargo de los tribunales españoles» y continuaba diciendo que «desde la perspectiva del Derecho internacional y de su fuerza vinculante (art. 96 CE), el Convenio ni ha introducido en el orden jurídico interno una instancia superior supranacional, en el sentido técnico del término de revisión o control directo de las decisiones judiciales o administrativas internas, ni tampoco impone a los Estados miembros unas medidas procesales concretas de carácter anulatorio o rescisorio para asegurar la reparación de la violación del Convenio declarada por el Tribunal (o, en su caso, por el Comité de Ministros, de acuerdo al art. 32 del Convenio)».

Es también evidente que la sentencia, con esas limitaciones, causa solamente efectos interpartes en la relación procesal constituida en el litigio. Ello no solamente se deduce de lo que el propio tribunal afirma, en cuanto se refiere a la queja en concreto, a la ausencia de efectos anulatorios o rescisorios, a la inexistencia de ejecutoriedad, que se entenderían coherentemente solamente con la inexistencia de efectos generales, pues estos requieren de al menos alguno de los elementos que se niegan. Por otro lado, basta leer el fallo de la sentencia de 21 de octubre de 2013 para comprobar que en todos los pronunciamientos solo se menciona el caso específicamente planteado, no los casos que se pueden pretender iguales o análogos.

   Refiriéndonos a un Estado parte, con una Constitución normativa, como España, se puede concluir que las normas constitucionales afectadas, y su interpretación por el Tribunal Constitucional y, en este caso, el Tribunal Supremo, no son revisables, ni como pronunciamiento de la sentencia de una sentencia del TEDH, ni como acomodación de las citadas decisiones impuestas por la sentencia. Esto va mucho más allá de la competencia originaria del TEDH. El juicio de constitucionalidad pertenece al Estado, no se ha cedido o delegado por el Convenio, y no se puede condicionar por la STEDH (cabe aquí hacer mención, en términos de analogía, a los requisitos de protección nacional de los derechos fundamentales expuestos en las sentencias Maastricht y Solange I, II y III, dictadas por el Tribunal Constitucional Federal alemán). Precisamente, lo que hace la STEDH es ir más allá de esa limitación, sin ninguna duda, no tanto en el fallo como al sustentar la ratio decidendi, por lo que incurre en un claro ultra vires.

   Desde ese punto de vista, la STEDH no identifica correctamente el objeto final de la litis, como tampoco lo hizo la defensa del Gobierno español. No estábamos ante una sentencia más sobre la interpretación de legalidad en lo que se refiere a los actos de aplicación de los artículos 70 y 100 del Código Penal de 1973, sino ante su interpretación conforme a la Constitución. Esta es la clave del caso, una clave que reside en la cláusula de supremacía, y en el principio de interpretación conforme a la Constitución, que involucra derechos fundamentales, tan importantes o más que el principio de irretroactividad. La STEDH omite esta consideración, asumiendo que se trata de un caso de retroactividad ordinario, cuando es realmente un caso de overruling y su efecto retroactivo, incompatible con el concepto de retroactividad.

   El propio TEDH abordó una cuestión en algún punto coincidente (caso Affaire Zielinsky et Pradal & Gonzalez et autres c. France, sentencia de 28 de octubre de 1999), caso ignorado en la defensa del Gobierno español y en la sentencia, pero diferente en cuanto al título de pedir, que únicamente se limitó a afirmar: «Avec la Commission, la Cour estime que la décision du Conseil constitutionnel ne suffit pas à établir la conformité de l’article 85 de la loi du 18 janvier 1994 avec les dispositions de la Convention», en el contexto de una apelación a la irretroactividad prohibida y no a un derecho fundamental.

Puede observarse fácilmente que, en el caso de la STEDH que estamos comentando, el Tribunal Supremo no establecía la conformidad de la norma de 1973 con la Constitución, en su aplicación reiterada, sino justamente lo contrario. Lo que en el asunto Zielinsky era un juicio positivo del Conseil Constitutionnel sobre la ley que supuestamente causaba la infracción del CEDH, en el asunto al que nos estamos refiriendo era precisamente lo opuesto, al tratarse de un juicio negativo, en el que se negaba la conformidad con la Constitución de la jurisprudencia aplicada y se la expulsaba del ordenamiento jurídico, por incompatible con la Constitución.

   El Tribunal Europeo de Derechos Humanos no tiene atribuida una jurisdicción general, en absoluto. La violación alegada del Convenio puede tener un fundamento muy distinto, y ese fundamento obviamente condiciona la competencia del TEDH. Puede tratarse de una sentencia, auto o acto administrativo, de una actuación material o de hecho, incluso de una ley, ya que en todos esos casos el rango de la decisión que ha dado lugar a la demanda es inferior a la Constitución. El problema se produce cuando la mencionada decisión es una doctrina jurisprudencial que interpreta la Constitución. Esa decisión es la última palabra en sede nacional sobre aspectos de al menos dos artículos de la Constitución.

Charles Evans Hughes indicó que la Constitución es lo que los jueces dicen que es, y para sostener eso no hace falta ser un realista recalcitrante. Uno de los efectos de la sentencia del TEDH es que interfiere en la función esencial de los tribunales españoles de fijar —y cambiar— su doctrina jurisprudencial, lo que en absoluto autoriza el Convenio. La palabra de los tribunales españoles estaba ya pronunciada —el Tribunal Supremo no se llama así por casualidad— y el precedente de lo que acaba de ocurrir podría, además de los propios efectos de la sentencia ya examinados, constituir la introducción de un elemento de incertidumbre en cuanto a la efectividad de las funciones de los órganos judiciales españoles, que se verían obligados a condicionar sus decisiones finales sobre la constitucionalidad de normas o actos, a una revisión no prevista en la propia Constitución.�

 

LETRADO DE LAS CORTES GENERALES