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Canon. Arte. Prejuicio. Eurocentrismo. Inclusividad. Estética. Calidad. Son algunas de las palabras clave de la penúltima polémica del identitarismo en las universidades anglosajonas. Por eso se trata, simplemente, del “penúltimo” episodio: es un asunto que lleva debatiéndose desde el aterrizaje de los post-estructuralistas franceses en las humanidades estadounidenses y que dista de estar cerrado. La Universidad de Yale y la remodelación de su curso “Introducción a la Historia del Arte: del Renacimiento al Presente” son los protagonistas de la controversia más reciente en torno a un dilema docente que podría encapsularse en una pregunta: ¿deben los principios de visibilidad de determinadas minorías estar por encima de los criterios académicos?

La semana del 24 de enero, el Yale Daily News publicaba una noticia que trascendió el ámbito estrictamente universitario para auparse a las portadas de medios que habitualmente informan de sobre cuestiones ideológicas en el ámbito académico. Quillette atribuía a Yale estar contra el arte occidental, Reason calificaba el suceso como una capitulación ante los ideólogos y Commentary titulaba: “El Departamento de Arte de Yale se suicida”.

El escudo de la Universidad de Yale: «Luz y verdad» (en latín y en hebreo). Foto: © Wikimedia Commons
El escudo de la Universidad de Yale. Foto: © Wikimedia Commons

Según la propia publicación de la prestigiosa universidad con sede en New Haven, “este cambio [la reforma de la asignatura Introducción a la Historia del Arte] supone la última respuesta a la inquietud de los estudiantes sobre un ‘canon’ occidental idealizado, producto de una camarilla de artistas abrumadoramente blancos, heterosexuales, europeos y masculinos”. Como explicaba el director del Departamento de Historia del Arte y responsable de la asignatura, Tim Barringer, el cambio pretendía romper la asunción de que la historia del arte es la del arte occidental. Según Barringer, privilegiar el estudio del arte europeo se antoja “problemático”, cuando hay muchas otras regiones, géneros y tradiciones estéticas que son “merecedoras de estudio por igual”. Según Marisa Bass, la directora de estudios de grado de Yale, “el departamento de Historia del Arte está profundamente comprometido con representar la diversidad intelectual de sus estudiantes y su facultad, y creemos que cursos introductorios constituyen una oportunidad esencial para seguir desafiando, repensando y reescribiendo las narrativas que rodean la historia de la implicación con el arte, la arquitectura, las imágenes y los objetos a través del tiempo y el espacio”.


La cuestión de si lo ideológico se encuentra por encima de lo pedagógico permanece abierta a la discusión intelectual que recorre el mundo universitario.


En consecuencia, este popular curso introductorio –donde, hasta ahora, los alumnos también examinaban in situ obras clásicas expuestas en la Yale University Art Gallery– tiene previsto virar su énfasis para explorar el diálogo entre el arte europeo y el de otras geografías, así como para estudiar piezas artísticas en relación con “cuestiones de género, clase, raza”. Incluso cobrarán protagonismo las implicaciones del arte y el capitalismo y, según Barringer, el cambio climático se convertirá en un “asunto clave”. Por último, la nueva medida implica que en lugar de ser un único curso introductorio –una especie de tronco común, necesario para que crezcan sólidas las ramas en otras asignaturas–, “Introducción a la Historia del Arte: del Renacimiento al presente” se ofrecerá como una opción más, junto a las asignaturas “Arte y Política” “Artesanía Global”, “La Ruta de la Seda” y “Lugares Sagrados”.

 Visibilizar la diversidad

Los defensores de la “diversificación” de la Historia del Arte en Yale arguyen que, al abrir el abanico de asignaturas introductorias, simplemente están sumando. Abriendo posibilidades. Abrazando la pluralidad. Incluyendo. Por su parte, las voces intelectuales y periodísticas que se han mostrado contrarias a esta decisión del Departamento de Historia del Arte de Yale exhiben un razonamiento matemático: el tiempo que los alumnos pueden dedicar al estudio de una materia introductoria y generalista es limitado, por lo que centrarse en un criterio rigurosamente cualitativo redunda en su beneficio intelectual. Es decir, diversificar puede ser una buena idea para quienes se vayan a especializar en Historia del Arte, pero no resulta tan evidente su beneficio para aquellos que solo necesitan una visión general de los movimientos artísticos: por ejemplo, estudiantes de Filosofía, Periodismo, Lingüística, Pedagogía, etcétera.

La cuestión de fondo que subyace bajo esta polémica por la enseñanza del arte en Yale se puede sintetizar con el término “diversidad”. Este concepto es uno de los ingredientes teóricos esenciales en las Humanidades y las Ciencias Sociales de las universidades en la actualidad. No obstante, su relevancia puede apreciarse, incluso, fuera de los campus. Muestras de cultura popular que son consideradas lesivas para la imagen de un colectivo. Hay infinidad de ejemplos –de disciplinas y geografías variadas– que han sido polémicos en los medios durante la última década: la reedición de Las aventuras de Huckleberry Finn censurando la palabra “nigger” (New York Times, 6-1-2011), el boicot comercial a Scarlett Johansson por “apropiación cultural” al encarnar a una japonesa en el filme Ghost in the Shell (Variety, 31-3-2017), las críticas a Javier Marías por negar que Gloria Fuertes fuera una grandísima poeta (El País, 25-6-2017), la retirada del cuadro “Hylas y las ninfas” (Waterhouse, 1896) de la Manchester Art Gallery al calor del #MeToo (The Guardian, 31-1-2018) o el veto a Caperucita Roja en bibliotecas infantiles por considerarlo sexista (El País, 11-4-2019).

Es pertinente esta heterogénea digresión, puesto que el asunto de la reforma del curso de arte en Yale hay que enmarcarlo en un frame más amplio: las “políticas de la representación” propias de los estudios culturales, una de las metodologías más en boga en las humanidades universitarias. Este sintagma –“politics of representation” en inglés– hace referencia a que los modos de representar son, en sí mismo, un acto político y, por tanto, establecen una relación de poder. Intervenir en el lenguaje y en el discurso pueden contribuir a la transformación social; de ahí el acento que ponen las “políticas de representación” en el acto de visibilizar. La mirada al pasado se establece desde la mentalidad de hoy, de modo que, en caso de conflicto, en la jerarquía de valores la diversidad cotiza un escalón por encima de la excelencia. La iniciativa “Estudiantes de Reed contra el racismo” puede ayudar a ilustrar mejor esta idea de las políticas de la representación y su resuelta aplicación en la universidad.

Reed es un college (centros pequeños, que imparten grados universitarios centrados habitualmente en artes liberales) de la ciudad estadounidense de Portland. Lo ocurrido en sus aulas en otoño de 2017 se hizo viral. Un grupo de estudiantes se plantaban semanalmente delante del estrado, portando pancartas denunciatorias, durante las clases de la asignatura obligatoria “Humanidades 110”, una introducción al pensamiento occidental grecolatino. Según estos Reedies Against Racism, “la primera lección que los estudiantes de primer año deben aprender sobre Hum 110 es que perpetúa la supremacía blanca”, puesto que “traumatiza” y “oprime” a los estudiantes negros, que no se ven reflejados en los filósofos blancos que centran el currículum.


Académicos y estudiantes lidian batallas no sobre lo que es verdad, sino sobre lo que es útil o dañino para un grupo.


Estos alumnos de Reed, como explicaban en su propia web, encontraban inspiración en comentaristas de primera línea como Ta-Nehisi Coates, un periodista y escritor afroamericano –en cabeceras como The Atlantic– que trata habitualmente temas relacionados con el supremacismo blanco o la historia negra en Estados Unidos. En la web de Reedies Against Racism destacan un fragmento de las memorias de Coates, criticando la brutalidad policial: “Los destructores rara vez serán responsables. En su mayoría recibirán pensiones. Y la destrucción es simplemente la forma superlativa de un dominio cuyas prerrogativas incluyen cacheos, detenciones, palizas y humillaciones. Todo esto es común a los negros. Y todo esto es viejo para los negros. Nadie se hace responsable”. Otra de las referencias intelectuales de Reedies Against Racism es el filósofo de la educación Michael A. Peters. En un artículo académico de 2015 titulado “¿Por qué mi currículum es blanco?”, Peters achacaba la persistencia de filósofos y pensadores blancos al racismo sistémico e institucional que aún hoy dominaría los Estados Unidos. Peters ha acuñado el término “filosofía blanca”, que tiene “una aplicación especial a la filosofía estadounidense por su extraordinaria capacidad para ignorar cuestiones de raza y por su incapacidad para reconocer la centralidad del hecho empírico de la negrura y la blancura en la sociedad estadounidense y como parte del profundo inconsciente que estructura la política, la economía y la educación americana”.

Este diagnóstico es similar al que se despliega en otros ámbitos académicos, donde se argumenta que, además de la raza, el sexo, la orientación sexual, la clase social u otros atributos colectivos determinan ese “profundo inconsciente” que señala Peters. Siguiendo el silogismo de las políticas de representación, si los razonamientos culturales dominantes vienen viciados por una mirada y un canon que se ha configurado para perpetuar esos privilegios, la universidad –como espacio crítico– debe reconocer y combatir esos discursos establecidos, así como proponer una alternativa más justa y diversa.

Las críticas a las “políticas de representación”

Entre los detractores de esta tendencia a valorar la diversidad por encima de la excelencia destaca Heather Mac Donald. Es ensayista del Manhattan Institute for Policy Research y escribe tribunas en The Wall Street Journal y artículos analíticos en revistas de pensamiento como City Journal. Mac Donald publicó a finales de 2018 un volumen sobre el actual momento identitario: The Diversity Delusion: How Race and Gender Pandering Corrupt the University and Undermine Our Culture. Para ella, la academia y la pedagogía se están volviendo rehenes del perfil demográfico de los alumnos, lo que implica un ensimismamiento y, por consiguiente, un empobrecimiento intelectual. Mac Donald, antigua alumna del curso de Yale ahora en disputa, lamentaba en Quillette la politización e ideologización de toda manifestación artística: “Puede que la raza haya jugado un papel en algunas obras clásicas, como Otelo o El corazón de las tinieblas, pero no ha sido ‘central’ para toda la tradición occidental. Aquellos que buscan convertirla en central, lo hacen en busca del agravio político, no de la precisión académica”. Mac Donald también considera que las “políticas de la representación” –más allá de obviar la complejidad de la evolución humana y la multicausalidad de los fenómenos sociales–, asumen que la calidad de los sustitutos en el currículo será la misma que la de los clásicos. Es decir, que si los alumnos dejan de estudiar a Tiziano o Rubens –por poner dos ejemplos de grandes pintores que no solo son occidentales, sino cuyas pinturas (“El rapto de Europa”, “La Venus de Urbino”) podrían interpretarse hoy como polémicas–, los autores alternativos ostentarían una potencia estética similar en complejidad, belleza, emoción e influencia artística.

Precisamente la cultura académica del agravio que glosa Mac Donald está en la misma línea que la que denunciaron Helen Pluckrose (directora de la revista Areo Magazine), James Lindsay (Doctor en Matemáticas) y Peter Boghossian (Profesor de Filosofía) en el denominado “Grievance Studies Affair”. Javier Aranguren explicó el asunto en Nueva Revista, en febrero de 2019, traduciéndolo como “Estudios de Agravios Académicos”. Estos tres académicos querían demostrar cómo journals muy “prestigiosos” publican artículos que partan de y confirmen determinadas tendencias ideológicas, sustituyendo la búsqueda de la verdad, los datos y los razonamientos lógicos, por muy incómodos que resulten, por una corrección política y una justicia social donde la diversidad juega un papel clave. En octubre de 2018 se destapó cómo habían publicado siete artículos en revistas académicas potentes, siguiendo la “jerga posmoderna” en cuestiones de género, raza y sexualidad. Eran todos papers inventados, con planteamientos como que los parques para perros en Portland “son espacios donde la violación a las perras está consentida” o una reescritura feminista del Mein Kampf de Hitler. Siguiendo esta misma línea, los dos primeros –Pluckrose y Lindsay– publicarán el próximo verano un ensayo que abunda en su resistencia frente a lo que catalogan de “creencias anti-ilustradas” predominantes en la universidad: Cynical Theories: How Activist Scholarship Made Everything about Race, Gender, and Identity―and Why This Harms Everybody. En su libro Pluckrose y Lindsay documentan la evolución de lo que califican como un “dogma”. Rastrean “sus toscos orígenes” en los posmodernistas franceses y culminan en “su refinamiento dentro de los campos académicos activistas”. Como advierten Pluckrose y Lindsay, “la proliferación incontrolada de estas creencias contra la Ilustración presenta una amenaza no solo para la democracia liberal sino también para la modernidad misma. Solo a través de una comprensión adecuada de la evolución de estas ideas, aquellos que valoran la ciencia, la razón y la ética liberal de forma constante” podrán enfrentarse “con éxito esta ortodoxia peligrosa y autoritaria”.

Cara y cruz del activismo académico

Hay decenas de ejemplos similares a Reed en las universidades americanas, tantos que hasta se puede regresar a Yale para cerrar el círculo. En 2016 los estudiantes elevaron una petición para “descolonizar” el currículum de Literatura Inglesa. El blanco de las críticas era, de nuevo, una materia obligatoria: “Grandes Poetas Ingleses”. Dividido en dos semestres y calificado por la propia web del departamento como “quizá el elemento más distintivo de la carrera de Literatura Inglesa en Yale”, los alumnos estudiaban en profundidad la lírica de Geoffrey Chaucer, Edmund Spenser, William Shakespeare, John Donne, John Milton, Alexander Pope, William Wordsworth y T.S. Eliot. De nuevo, el Yale Daily News recogía el sintomático sentir de una alumna: “En mis cuatro años como estudiante de inglés, principalmente, hombres blancos y viejos me han enseñado sobre la violación, la violencia, la muerte, el colonialismo, el genocidio, y muchos de mis profesores me han dicho una y otra vez que estos males eran necesarios o incluso los han relacionado con el enriquecimiento espiritual. Ha sido horripilante”. A ese sufrimiento personal, íntimo, había que añadirle las quejas académicas de los alumnos por tener que estudiar tantos autores masculinos y occidentales que les evitaba estar correctamente preparados para cursos superiores donde se reflexionaba sobre la relación que la literatura ostenta con el género, la etnicidad o la raza.

La demanda de los alumnos al Departamento de Inglés para transformar el contenido de las asignaturas se inscribía en la corriente académica activista que denuncian Pluckrose y Lindsay: “Una educación del siglo XXI –rezaba el escrito de los estudiantes que querían enmendar la asignatura ‘Grandes poetas ingleses’– es una educación diversa: hoy le escribimos [a los responsables del Departamento de Inglés] inspirados por el activismo estudiantil en toda la universidad y para asegurarnos de que sepa que el Departamento de Inglés no es inmune a la llamada colectiva a la acción”.

Esta invocación al activismo es lo que preocupa a muchos analistas, que ven estos recurrentes episodios revisionistas como una estrategia que, emboscada en nobles sentimientos, aspira a ejercer una labor de control académico y, a la postre, social. Así lo argumentaba Michael Poliakoff en la revista Forbes, a raíz del caso de Yale: “Se ha convertido en un feo ‘ellos y nosotros’ en los campus. Si uno cree que estudiar las fuerzas que dieron forma a las teorías modernas del gobierno, la ciencia y la estética debería ser una prioridad para nosotros, que heredamos este legado, incluso podría ser acusado con las etiquetas reflexivas y quiebra-carreras que acaban en ‘-ista’: racista, clasista sexista. Y más”. Poliakoff es el presidente de ACTA, una organización independiente que promueve la “libertad académica, la excelencia y la responsabilidad” en los campus americanos. La preocupación de Poliakoff sigue la senda que ya hace años describía Roger Kimball en un artículo sonoramente titulado “La violación de los maestros” (New Criterion, 2003): “La Historia del Arte se ve obligada a ir a la batalla: una batalla contra el racismo, por ejemplo, o la difícil situación de las mujeres o en nombre de la justicia social. Lo que sea. El resultado es que el arte se convierte en un complemento de una agenda [ideológica]: una coartada para… puede completar el espacio en blanco consultando la lista de causas de moda de esta semana”. También Christine Rosen, en Commentary, apuntaba en la misma dirección. Para ella, lo ocurrido en Yale el pasado enero “es parte de una misión ideológica más amplia que se ha perseguido durante mucho tiempo en las humanidades para purgar el plan de estudios de los cursos más tradicionales y reemplazarlos por otros que vean el estudio del pasado como una lucha de poder con villanos y víctimas claras”.

 Elegir entre verdad y justicia social

La cuestión de si lo ideológico se encuentra por encima de lo pedagógico en las universidades actuales es un asunto que, lejos de estar clausurado, permanece abierto a la discusión intelectual que recorre el mundo universitario, en especial en las Humanidades y las Ciencias Sociales. En una célebre charla sobre cuál era la finalidad de la Universidad, el psicólogo social Jonathan Haidt –impulsor de Heterodox Academy, una asociación de profesores que promueve la diversidad política e ideológica en los campus– afirmaba que la institución se enfrenta a un dilema existencial: escoger entre la verdad y la justicia social. “Creo que nuestro telos, como lo expresó Aristóteles, debería ser la búsqueda de la verdad”. Según Haidt, las políticas identitarias están apartando ciertas áreas académicas del estudio de la verdad para convertirlas en formas de activismo: si académicos y estudiantes lidian batallas no “sobre lo que es verdad, sino sobre lo que es útil o dañino para un grupo, eso supone una violación directa de nuestro telos como académicos”. ¿Cuál es el telos de lo ocurrido en Yale con su curso de Historia del Arte? Dependiendo de la respuesta, podremos darle la razón al novelista francés André Malraux cuando afirmó que “la civilización occidental ha comenzado a dudar de sus propias credenciales”. O quitársela.

Profesor titular de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Navarra.