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l Eescándalo empezó en agosto de 2018, pero el texto con el análisis académico no hizo su aparición hasta octubre del mismo año. Los autores (James A. Lindsay, Peter Boghossian y Helen Pluckrose) exponían los resultados de un estudio en torno a lo que denominan Academic Grievance Studies, es decir, Estudios de Agravios Académicos (lo llamaremos AGS).

Su polémico artículo académico comienza con una ‘Introducción’ en la que justifican lo que han hecho. Consideran que «algo ha ido mal en la universidad, especialmente en algunas áreas dentro de las humanidades. Y es que la investigación académica que se preocupa, antes que por encontrar la verdad, de atender a las quejas sociales, se ha situado de manera firme, cuando no completamente dominante, dentro de esas especialidades, y sus estudiosos ejercitan cada vez una mayor intimidación (bullying) sobre estudiantes, directivos y los otros departamentos, para obligarles a unirse a sus visiones del mundo». Los causantes de este bullying serían los estudios culturales (cultural studies) o estudios de identidad (identity studies).

Proponen esta línea de investigación: explicar su metodología, describir el proceso por el que han desarrollado el proyecto, explicar por qué lo hicieron, si es un problema importante, los resultados del estudio y su discusión y, por último, plantearse qué debería venir después.

Los autores decidieron introducirse en una tribu muy concreta: la de la cultura académica ‘de izquierdas’

Los autores decidieron introducirse en una tribu muy concreta: la de la cultura académica ‘de izquierdas’ (es decir, la que sigue la metodología postmoderna de la sospecha), habituales en antropología, sociología, estudios identitarios (Latino Studies, African American Studies…) o de género.

Para eso, aprendieron y utilizaron el lenguaje, los modos de redacción y los temas de interés dentro de esas áreas del conocimiento. ¿Podían conseguirlo? Para saberlo bastaba con que sus artículos (papers) fueran aceptados por las revistas especializadas. Querían que la temática que iban a tratar –y el modo de hacerlo– fuera capaz de mostrar si realmente hay un problema.

«La idea era apoyarnos en lo que ofrece la literatura académica existente para conseguir que ideas ligeramente alocadas o depravadas fueran aceptables en los niveles más altos de respetabilidad intelectual de esas áreas. Por tanto, cada artículo comenzaba con algo absurdo o profundamente contrario a la ética (o las dos cosas) que pretendíamos llevar más lejos o aceptar como conclusión» decían. Querían mostrar si lo que producían no era conocimiento, sino sofística.

No se trata de una idea nueva. En 1996 Adam Sokal, profesor de Física en New York University, envió un artículo a la revista Social Text que se titulaba «Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity», que no era más que un galimatías de lenguaje posmoderno e infinitas citas de ‘autoridades’ de la Academic Left. Sokal se animó a realizar este ejercicio tras la lectura del libro Higher Superstition. ¿Ocurriría algo similar en nuestros días en otros campos de las ciencias naturales o de las ciencias sociales?

Algunas propuestas y resultados

Quizá la expresión ‘ideas ligeramente alocadas o depravadas’ que utilizan los autores de AGS esté algo fuera de lugar, dado el contenido de algunas de las propuestas que hicieron. Entre ellas estaban las siguientes:

1. La posibilidad de entrenar a los varones como hacemos con los perros para prevenir la cultura de la violación (Dog Park). Aceptado y publicado por la revista Gender, Place and Culture. Uno de los revisores lo aceptaba como uno de los artículos para el número especial por el 25 aniversario de la publicación

2. La de proponer que la obesidad sea una opción tan admirable como el culturismo en la pretensión de ‘construirse un cuerpo’ (Fat Bodybuilding). Aceptado y publicado por la revista Fat Studies

3. La de que uno de los varones del equipo (James Lindslay) redactara en apenas seis horas un texto sin tesis clara (Encuentros bajo la luna y el significado de ser hermanas: un retrato poético de una espiritualidad feminista vivida), para ver si alguna revista aceptaría ‘una tontería’ (sic) llena de divagaciones. Fue publicado sin pedir ningún tipo de revisión en el Journal of Poetry Therapy.

Animaban a castigar a los estudiantes varones blancos por la esclavitud histórica exigiéndoles que se sentaran en silencio en el suelo con cadenas durante la clase

4.  El que Sexuality & Culture aceptara y publicara un estudio sobre la masturbación masculina anal usando juguetes eróticos como medio para superar el miedo a la homosexualidad y la transfobia.

5.  En otro, animaban a «castigar a los estudiantes varones blancos por la esclavitud histórica exigiéndoles que se sentaran en silencio en el suelo con cadenas durante la clase, para que pudieran aprender del malestar». La idea gustó a los revisores. Así hasta un total de 20 propuestas diferentes.

El resultado de un año de trabajo fue:

– Se aceptaron 7 artículos, de los que 4 se publicaron online y 3 no fueron publicados porque antes salió a la luz el experimento.

– Otros 7 estaban bajo consideración, en fase de revisión, cuando terminó el estudio.

– Uno estaba en la primera fase de revisión.

– Seis fueron considerados defectuosos.

– Un artículo recibió especial reconocimiento (Dog Park).

Debe saberse que se considera que publicar 7 artículos a lo largo de 7 años en revistas presentes en los rankings académicos principales es mérito suficiente para lograr la tenure (contrato fijo en una universidad). Ellos tardaron una media de 13 días por artículo, y 7 de estos fueron admitidos en algunas de las principales revistas académicas de las áreas de las ciencias sociales que se citan como ‘referencia científica’ a la hora de justificar muchos proyectos de ley en los países occidentales.

Sus motivos: el constructivismo y la negación de la ciencia

¿Por qué lo hicieron? ¿Por ser «racistas, sexistas, intolerantes, misóginos, homofóbicos, transfóbicos, antropocéntricos, privilegiados, matones, de derechas, hombres blancos cis–heteros y no homosexuales» (como se preguntan retóricamente en AGS)?

Los tres autores aseguran que no. Sostienen que el problema que han estudiado es máximamente relevante porque tal y como se enfocan hoy estos campos de estudio (género, identidad, homosexualidad…) «no están dando continuidad al importante trabajo liberal de los movimientos por los derechos civiles. En cambio, lo corrompen».

«El centro del problema formalmente se llama constructivismo crítico, y sus investigadores principales se conocen con frecuencia como constructivistas radicales». La idea que defienden es que «todas las cosas que se aceptan como si tuvieran un fundamento en la realidad causada por la experiencia se cree que han sido creadas por intrigas intencionadas o no intencionadas de grupos de poder que buscan mantener ese poder sobre la gente marginada».

Como ejemplo de construcción social estarían las diferencias sexuales entre varón y mujer, la ‘medicina occidental’, las normas occidentales que consideran como éticamente superior su cultura o la consideración de la obesidad como una condición poco sana.

Es decir, el constructivismo radical considera que la ciencia objetiva (con sus datos, experimentos, necesidad de contrastar y verificar) no se encuentra más cerca de la verdad que otras opciones, sino que es fundamentalmente una imposición de la cultura machista y blanca occidental que en nombre de la razón, el rigor o la lógica ha expulsado del conocimiento y de la vida a la emoción, el solipsismo o la revelación.

El constructivismo no es un fenómeno nuevo. Se puede encontrar su genealogía en la filosofía postmoderna que surgió en torno al mayo del 68 (Foucault, Lyotard, Baudrillard, Derrida, etc.) que tuvo una influencia inmensa en los ámbitos de estudio citados. En el mundo anglo–sajón se habla de la Academic Left, un fenómeno que «parece representar una renuncia a la herencia más fuerte de la Ilustración», en el que «se corteja y proclama con orgullo la irracionalidad y el nihilismo», que busca un cambio político «que solo se puede lograr por medio de procesos revolucionarios consistentes en una revisión radical de las categorías culturales» (Gross, Levitt, 3).

Si se aplica esta metodología a la investigación científica se descubre (según Gross y Levitt) que se presentan a sí mismos como poseedores de una «especial autoridad moral que les resulta suficiente para garantizar la validez de sus críticas»; que «evitan el diálogo con cualquiera que trabaje como científico profesional»; y que si se les critica responden tratando de avergonzar a los representantes de «la decadente hegemonía de los varones blancos europeos» encontrando «fascismo, negacionismo» en ellos, sin importar lo que argumenten.

¿Cabe descalificar el saber científico con el argumento de que la ciencia es un constructo del paradigma patriarcal de dominio?

Pero, ¿cabe descalificar el saber científico con el argumento (no científico) de que la ciencia es un constructo del paradigma patriarcal de dominio y control? ¿Es toda la ciencia el resultado de un constructo generado por las costumbres sociales y el inconsciente? Y, si es así, ¿por qué no aplican el mismo grado de escepticismo a sus propias ‘investigaciones’?

Hoy en día quien se niega a aceptar el dominio del constructivismo suele ser rechazado por meros argumentos ad hominem. Entienden que defender la ‘objetividad científica’ es un modo de imposición ideológica típica del hetero–patriarcado occidental, y si queremos ser consecuentes debemos aceptar la existencia de múltiples ‘verdades’ relativas a la identidad de los que investiga, pues «el simple hecho de haber sido oprimido parece que de algún modo confiere una claridad de visión» que ninguno de los que pertenecen culturalmente al supuesto grupo de opresores puede tener (Gross, Levitt, 6).

De ese modo, los Gender Studies pertenecerían solo a personas que se identifiquen con las doctrinas de género; los African Studies a los descendientes de los africanos llevados a EEUU como esclavos; los Feminist Studies únicamente –tanto por capacidades epistémicas o de conocimiento como por posibilidad de ser admitidas en esos departamentos universitarios– a mujeres que se identifiquen con el ideal feminista. Otros candidatos se encontrarían incapacitados para cultivarlos.

La etiqueta de la neolengua con la que se tacha todo intento de entrar en los ismos de las nuevas ciencias es la de apropiación cultural. Así, si una poetisa trata de dar voz a un indígena canadiense, la única salida digna que le queda sería la de pedir disculpas por su atrevimiento (Kay). Algo similar ha ocurrido entre nosotros con las repetidas críticas de apropiación cultural que ha merecido el proyecto musical de la cantante Rosalía.

¿Hacia un autoritarismo pseudo–académico?

Esto, consideran Lindsay, Boghossian y Pluckrose, deviene al final en una forma de autoritarismo que impide la investigación científica (porque no hay nada objetivo que estudiar), la comunicación académica (porque unos investigadores no pueden tratar con otros si no pertenecen ni pueden pertenecer al grupo de los iniciados), y la superación del tribalismo.

La tribalización destruye no solo la posibilidad de la Academia, sino también la de la democracia. «Los americanos estaban formando tribus no solo en sus vecindarios, sino también en sus iglesias y grupos de voluntariado. (…) En todos los ámbitos de la sociedad la gente estaba creando relaciones nuevas y más homogéneas». De ese modo, «en la medida en que la gente oía sus creencias reflejadas y amplificadas, se volverían cada vez más extremistas en sus pensamientos» (Bishop, 6). Eso, que Bishop aplica a la política, cabe verlo también en el ‘partisanismo académico’ y en el aumento exponencial de amenazas y miedos como únicos y últimos medios de argumentación desde ciertos ámbitos universitarios (Lukianoff, Haidt, 125–141).

«Vivimos en un gigantesco bucle que se retroalimenta, escuchando nuestros propios pensamientos sobre qué es lo correcto y lo incorrecto que vuelven una y otra vez a nosotros en los programas que vemos en la televisión, los periódicos y libros que leemos, los blogs que visitamos en la red, las prédicas que escuchamos y los vecinos con los que vivimos» (Bishop, 39).

Se termina en el ‘cumplimiento de la auto–profecía’, es decir, justo lo contrario de lo que busca el conocimiento científico (superación de prejuicios, universalidad, apertura al diálogo). «Las opiniones de la gente se ven profundamente afectadas por los grupos, a causa de nociones de prestigio y por las opiniones de la mayoría. (…) Y estamos habituados a encontrar evidencias que confirman nuestras concepciones previas» (Bishop, 63).

El constructivismo predica la muerte por inanición del pensamiento crítico

Si, por sistema, se tacha como inadecuado el diálogo con ‘los otros’ (por ejemplo, porque sus posiciones se califican como discurso de odio), ¿no se está cercenando lo que define a la investigación? El constructivismo predica la muerte por inanición del pensamiento crítico. Por eso no puede quejarse cuando se lo califica como imposición ideológica: si no hay espacio para el razonamiento, solo cabe el abuso de poder («aquel que no esté con nosotros debe ser expulsado del discurso público»).

Si se desarrolla un islote de conocimiento (la Academic Left) en el que no hay espacio para el pensamiento crítico, quienes lo cultiven -afirman los autores- se parecerán a ‘vendedores de aceite de serpiente’, es decir, a esos charlatanes que iban de pueblo en pueblo por las aldeas del Lejano Oeste vendiendo remedios que nada curaban, sacando el dinero a los ilusos aldeanos.

El autoritarismo aparece también porque ese campo del saber gana respetabilidad gracias al sistema de la revisión de pares (peer–review). El problema, dada la tribalización de los departamentos, es que los que juzgan esos trabajos participan de los mismos prejuicios y se financian de los mismos fondos. Si esos pares solo pueden ser otros miembros de corte ideológico similar, el sistema de revisión está viciado: los miembros de la misma tribu comparten los mismos prejuicios y por lo tanto están dispuestos a aceptar solo lo que ratifique sus propias convicciones: a los heréticos se les expulsa de la ciudad, o se les condena a beber la cicuta.

De ese modo, se convierten en «el patrón oro de la producción de conocimiento» revistas elevadas a la condición de excelencia por sus correligionarios, y por su presencia en clasificaciones y rankings que se alimentan de estadísticas de citas pero no de juicios acerca del valor del conocimiento que contienen los artículos. Y esos conceptos se filtran (e imponen) en la cultura ordinaria, convirtiendo así a una academia dedicada a la sofística y no a la verdad en estándar social. «El constructivismo crítico ha corrompido las revistas de investigación». Y eso –plantean Lindsay, Boghossian y Pluckrose– exige una reparación.

¿Qué hacer?: la crítica al constructivismo

¿Qué hacer ahora? Esta pregunta, que responde al epígrafe final del artículo sobre los Academic Grievance Studies acepta varias respuestas. Los tres autores primero, ven un problema en cómo se investigan temas tan importantes como raza, género, sexualidad o sociedad. Los consideran tópicos suficientemente serios como para acercarse a ellos con rigor y tratando de minimizar las influencias ideológicas (justo lo que han descubierto que faltaba en el análisis a los fake papers que enviaron a las revistas del sector). De otro modo «se hunde la confianza en el sistema universitario». «En la medida en que los resultados sobre estos temas se aparten más y más de la realidad, irá aumentando la posibilidad de que su investigación (y docencia) dañe a aquellos que se supone que tienen que ayudar».

Además, esas corrupciones parecen arraigadas en múltiples campos de las ciencias sociales, que se conducen hacia una polarización cada vez más tóxica que falsifica «el activismo por causas tan importantes como las mujeres o de las minorías sexuales» porque acaban promoviendo la oposición reaccionaria de la derecha.

¿Qué recomiendan? Que las grandes universidades revisen esas áreas de estudio (de género, raza, teoría post–colonial…) para separar grano de paja, es decir, «disciplinas que producen conocimientos y auténticos académicos de aquellas que generan sofística constructivista». Por su parte, los tres investigadores consideran que deben seguir adelante con su tarea crítica y empujar a las universidades a promover una producción de conocimiento que no sea partisana (tribal).

¿Es todo conocimiento una quimera o hay conocimientos objetivos?

¿Hay otros modos de criticar el constructivismo académico? Boghossian, uno de los autores del artículo del que hemos partido, publicó en 2006 El miedo al conocimiento. En él define el constructivismo (el conocimiento es algo socialmente construido) y el problema de fondo al que apunta (la relación entre mente y realidad). Centra su crítica en la obra de Richard Rorty (EEUU, 1931–2007), autor que proponía disolver los problemas en vez de resolverlos. Sostiene Rorty: «No hay una forma de ser del mundo que sea independiente de la descripción que se haga de él». Para el constructivismo «la ciencia solo es un sistema entre otros de creencias» y «existen muchas formas radicalmente distintas, pero ‘igualmente válidas’, de conocer el mundo, de las cuales la ciencia es solo una».

Con ejemplos de Boghossian ¿deberíamos, por tanto, conceder el mismo valor a los resultados de la arqueología que al creacionismo de la tribu zuñi? ¿No hacerlo podría interpretarse como colonialismo intelectual de Occidente sobre el resto del mundo? ¿No habría que dejar espacio para la epistemología feminista, la física africana o a las propiedades curativas contra el cáncer de esófago que ofrecen la quiropraxia, la reflexología, el shiatsu o la aromaterapia? ¿Es la mente la que hace la realidad? ¿Es todo conocimiento una quimera producida por mediaciones sociales o prejuicios de clase y sexistas, o hay conocimientos objetivos?

¿La verdad matemática del teorema de Pitágoras varía porque lo enuncie ahora una estudiante de bachillerato en Valladolid?

Boghossian señala cómo el constructivismo «se propone poner al descubierto un constructo allí donde no se sospechaba su existencia, donde algo constitutivamente social estaba siendo disfrazado como natural». Pero, ¿la verdad matemática del teorema de Pitágoras varía porque lo enuncie ahora una estudiante de bachillerato en Valladolid o hace cuatro siglos un estudiante de Port Royal? ¿Y el hecho de que el planeta Tierra tenga solo una luna?, ¿o de que los primeros habitantes de América provinieran de Asia? Eso no depende del contexto cultural del hablante, sino de la realidad del hecho. No es lo mismo que la Tierra tenga una o dos o ninguna luna.

La defensa del conocimiento por parte de Boghossian se extiende a lo largo de las páginas de su libro. La dificultad de lo evidente es que no se puede demostrar, sino a lo sumo decir, pues lo evidente es justo la base de toda demostración, lo evidente ‘está dado’ como punto de partida del conocimiento. Esto aparece ya en el Libro IV de la Metafísica de Aristóteles, uno de los textos fundamentales del filósofo griego en su refutación a los sofistas, esto es, a los constructivistas de aquel entonces. En ese texto Aristóteles se enfrenta al constructivismo sofista por medio de argumentos pragmáticos, y sirviéndose también de una demostración teórica.

La argumentación teórica coincide con lo que acaba de señalar Boghossian: en el momento en que se sostiene algo (por ejemplo, que todo el conocimiento es una construcción) no se puede defender también, a la vez, bajo el mismo aspecto, lo contrario. En consecuencia, se le está dando un valor de verdad objetivo a la afirmación realizada. Si esto no fuera así, aparte de la imposición violenta, no habría argumentos contra el machismo, la violencia de género o el racismo, pues al otro le bastaría con sostener que en su tradición/raza/género lo ‘normativo’ es el trato vejatorio a la mujer o al diferente, y que no hay más que hablar.

Se podría plantear al constructivista el mismo juego que al escéptico: pedirle que señale su compromiso con la afirmación que hace. Si lo que dice es verdadero, entonces su afirmación no es fruto de una construcción social, sino que refleja el ser de las cosas («Solo existe lo construido; toda afirmación/ciencia/principio moral son fruto de una construcción cultural»). Pero si hay un ser de las cosas (es decir, una dimensión por encima del artificio cultural humano) entonces el contenido de lo que dice es falso o meramente retórico. Si para evitar este problema circular el interpelado defiende que lo que dice es falso, podremos entonces suponer que su contrario es verdadero, y que por tanto no todo conocimiento es fruto de una construcción. «Al destruir el razonamiento, se somete al razonamiento. Además, el que concede esto, ya ha reconocido que hay algo verdadero sin demostración» (Aristóteles, Metafísica, 1006a 25–29).

Aristóteles sostuvo que al escéptico la única posibilidad que le queda es la de actuar como una planta

Aristóteles sostuvo que al escéptico la única posibilidad que le queda es la de actuar como una planta. Al auténtico escéptico (al pretendido constructivista radical) solo le cabe quedarse fuera del discurso humano pues este solo funciona si se acepta una evidencia que no depende de ninguna construcción: el principio de no contradicción. Si alguien trata de eliminar este principio de su conversación, y más todavía de la tarea de investigación en la universidad, solo podrá generar ruidos desarticulados, debería permanecer por siempre callado. «Temo que no nos libraremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática», anunció con pesar Nietzsche.

¿No están de acuerdo los constructivistas en que es mejor no ser machista que serlo?, ¿promover a la mujer que no hacerlo?, ¿promover la igualdad que no promoverla? Entonces, ¿cómo es que quieren defender que todo conocimiento es un constructo y depende del punto de vista? Si es un constructo, ¿por qué se decantan por unas de estas opciones y en cambio condenan las contrarias? ¿No son todas igualmente validas e inválidas a un mismo tiempo? Pero si todo vale y no vale, ¿para qué existen las universidades o la investigación si no hay nada que encontrar y tachamos toda pretensión de haber encontrado (la ciencia objetiva, la verdad) como un ejemplo ideológico de imposición cultural?

¿Aceptaremos un puente, o un edificio, diseñado por un ingeniero o arquitecto que prefiere realizar el cálculo de estructuras sirviéndose de corazonadas?, ¿o le exigiremos algo llamado ‘rigor objetivo’, incluso con la amenaza de consecuencias penales si yerra? ¿Y nos dará lo mismo que nos trate un tumor un médico o un chamán? ¿Y tendremos que tratar –como exige la ley en Canadá– con el pronombre she a una ‘mujer’ que tiene cáncer de próstata, o con el pronombre he a un ‘hombre’ que tiene carcinoma de ovario?

Construir o no construir, creer o no creer, to be or not to be, esa es la cuestión que el experimento realizado por James A. Lindsay, Peter Boghossian y Helen Pluckrose propone a la universidad actual.

Posdata

El artículo AGS se publicó en octubre de 2018. Inmediatamente después del revuelo, la Portland State University inició un proceso de sanción contra Peter Boghossian (el único de los tres autores de AGS con un puesto fijo en alguna universidad) para investigar si había incurrido en conductas inadecuadas para la investigación. Le acusaron de haber faltado a la ética al inventar datos para los artículos. Y también de no avisar a los revisores de los mismos de que estaban siendo investigados en la calidad de su trabajo.

En efecto, los datos eran fabricados (y ridículos): en Dog Park afirman haber revisado los genitales de 10.000 perros antes de hablar con sus dueños, ¡y la revista que lo publicó lo escogió como uno de los mejores artículos de sus 25 años de vida! ¿Si hubieran realmente revisado los 10.000 genitales Dog Park hubiera sido más ético? ¿O lo poco ético es que eso se admita como investigación? ¿Y cómo realizar una investigación sobre la calidad de las revisiones de artículos en las revistas académicas si se avisa antes a los revisores que con esos artículos se les está evaluando? Eso imposibilitaría el estudio. ¿Está la Portland State University utilizando la ética como arma de castigo?

Para leer más

Aristóteles, Metafísica, Libro IV, Ed. V. García Yebra, Gredos, Madrid 1970,

Bishop, The Big Short. Why the Clustering of Like-Minded America Is Tearing Us Apart, Mariner Books, 2009.

Boghossian, El miedo al conocimiento. Contra el relativismo y el constructivismo, Alianza Editorial, Madrid 2012.

R. Gross, N. Levitt, Higher Superstition. The Academic Left and its Quarrels with Science, The John Hopkins UP, Baltimore and London, 1994, 1998.

Kay, «When Censorship Is Crowdsourced», en Quilette, September 2018, https://quillette.com/2018/09/09/when-censorship-is-crowdsourced/.

A. Lindsay, H. Pluckrose, «Academic Freedom or Social Justice: What Kind of University is Portland State?», en Areo, January 5th, 2019, https://areomagazine.com/2019/01/05/academic-freedom-or-social-justice-what-kind-of-university-is-portland-state/

A. Lindsay, P. Boghossian y H. Pluckrose, «Academic Grievance Studies and the Corruption of Scholarship», Areo, October 2nd, 2018, https://areomagazine.com/2018/10/02/academic-grievance-studies-and-the-corruption-of-scholarship/.

Lukianoff, J. Haidt, «The Polarization Cycle», en The Coddling of the American Mind, Penguin Press, NY, 2018.

Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Folio, Barcelona 2007.

Rorty, Truth and Progress. Philosophical Papers, Volume 3, Cambridge UP, 1998.

Sokal, «A Physicist Experiments with Cultural Studies», en Lingua Franca, June 1996.

Sokal, «Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity», https://physics.nyu.edu/sokal/transgress_v2/transgress_v2_singlefile.html

Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.