Tiempo de lectura: 14 min.

(Sobre la formación universitaria[1])

 1. LA UNVERSIDAD APARENTE

Ryszard Kapuscinski escribió Los cínicos no sirven para este oficio[2]. Aplicaba esa afirmación al trabajo del periodista. Ese título puede perfectamente trasponerse al profesor universitario. A veces da la sensación de que el cinismo puede ser consecuencia de las graves dificultades con las que se encuentra el docente: dificultades para encontrar un puesto estable; dificultades de libertad de cátedra; dificultades a la hora de decidir qué materia dar o cómo darla; dificultades porque se tiene que investigar; dificultades de pluriempleo porque los sueldos son bajos y no basta con una cosa, y se acaba como un ‘repartidor’ del conocimiento entre facultades de universidades distintas.

Cuando uno habla de ‘universidad’ tiene que pensar en un ámbito ligeramente fuera del mundo y de las preocupaciones mundanas. Las universidades medievales no se regían por la ley del rey, sino por la ley del papa y de la Iglesia, lo que las dotaba de una independencia maravillosa en las que era posible hablar con libertad. Igual que se decía ‘’¡Me refugio en sagrado!’, uno podía refugiarse en el campus[3]. La universidad tiene la vocación de decir «Aquí dedicamos tiempo a cultivar el saber por el saber mismo». Quizá eso no esté ahora del todo claro, y podamos convertir nuestro trabajo en un oficio para cínicos. En ese caso nuestro trabajo no funciona.

La multiplicación de herramientas acaba exigiendo una pericia tecnológica ante la que el profesor puede verse perdido y prefiera dedicarse a cultivar su ciencia y a preparar muy bien sus clases

¿Qué es una universidad?, ¿qué es un universitario? En la vida práctica el fin es el principio de la acción. Lo más necesario no es que un arquero tenga flechas, sino que sepa hacia qué lado tiene que disparar, no vaya a matar a los suyos. Y cuando uno emprende una actividad, la pregunta del ‘por qué’, del ‘para qué’, del ‘sentido’, es la cuestión en torno a la cual se estructura toda esa actividad.

Necesitamos saber cuál es el fin de la institución universitaria para así saber si estamos viviendo, o no estamos viviendo, según ese fin. La búsqueda de lo esencial es el esfuerzo por lograr distinguir entre la apariencia y lo realmente real, por lograr separar las sombras o el movimiento de la caverna de las ideas, la quietud, la luz y el espacio. El mundo de la apariencia, del movimiento, es el mundo de las gestiones urgentes, el peligro de revolotear sin sentido. Esas pequeñas actividades que hacen de la vida algo pequeño y a las que El Cantar de los Cantares (2, 15) se refiere como «las raposas que devoran la viña».

Apariencia frente a realidad. ¿Qué es la apariencia universitaria? Evidentemente, la burocratización. Esta da lugar a un trabajo que a veces no es tanto resolver burocracia como multiplicarla. Y esta tarea tiende a caer sobre el profesor, quien es la víctima final que pasa lista, califica, mete notas en un programa, etc. Y encima tiene que dar clase. La burocratización puede ir carcomiendo los cimientos de paciencia y estudio. Y no es la vida universitaria[4].

Un efecto perverso en la vida universitaria de la cuantificación, del afán por medir todo como si todo fueran ciencias experimentales, es el incremento exponencial de publicaciones de vuelo corto o aspiraciones pequeñas

También pueden resultar ‘secantes’ las herramientas. La tecnología ha sido sin duda clave en la pandemia. Gracias a ella (Zoom, Canvas, Meet, Adobe Connect, Teams…) la vida docente de clases y pruebas ha seguido, con sus más y sus muchos menos, su curso. Pero la multiplicación de herramientas acaba exigiendo una pericia tecnológica ante la que el profesor puede verse perdido y prefiera dedicarse a cultivar su ciencia y a preparar muy bien sus clases.

Apariencia, probablemente, sea publicar o morir. A veces tenemos que asumir los efectos perversos que surgen inopinadamente de decisiones que a priori parecían más que correctas. Probablemente un efecto perverso en la vida universitaria de la cuantificación, del afán por medir todo como si todo fueran ciencias experimentales, es el incremento exponencial de publicaciones de vuelo corto o aspiraciones pequeñas. El nuevo universitario pasa todo el día mandando papers, corrigiendo papers, volviendo a mandarlos. Se piden acreditaciones, sexenios, organización de congresos, gestión (burocrática) de grupos de investigación, un gigantesco curriculum vitae. Y así no queda tiempo sereno para el estudio, para enfrentarse con las fuentes y los clásicos, para debatir y discutir, para seguir estudiando o para plantearse una obra ambiciosa porque tienen más peso las aportaciones pequeñas y múltiples. A menudo el profesor universitario se limita a escribir para publicar, no por amor al saber.

Ya en los años 40 preguntaba un profesor de Harvard: «Si tengo que preocuparme por los alumnos, ¿cuándo haré mi trabajo?»

Si miramos la universidad desde ese punto de vista, llega a ser masoquista dedicarse a ella. Los que tienen amor al saber, el idealismo de partida, se acaban viendo defraudados por no poder corresponder a lo que ese amor les exige. Y si uno sí tiene esa mentalidad pro–burocracia, o quiere seguridad y entra al juego, habría que ver si ya ha caído en el peligro del cinismo, si ya está en la fase de gran desinterés por el alumnado y de gran interés por sí mismo. Ya en los años 40 preguntaba un profesor de Harvard: «Si tengo que preocuparme por los alumnos, ¿cuándo haré mi trabajo?»[5].

2. PRIMERA REALIDAD: LA FACULTAD 

En vez de la apariencia hablemos de la realidad. La obra de Santo Tomás de Aquino es admirable por su contenido, por su volumen, por su profundidad. En ella aparecen breves acotaciones, muy de vez en cuando, sobre educación. Es el marco en el que se puede entender el propósito de la Suma teológica (I, Prólogo): «En la presente obra nos hemos propuesto ofrecer todo lo concerniente a la religión cristiana del modo más adecuado posible para que pueda ser asimilado por los que están empezando».

También se refiere a esa educación en su obra Sobre la unidad del intelecto frente a los averroístas. Discute en ese opúsculo a los averroístas latinos (Siger de Brabante y la Escuela de Artes de París). Estos, siguiendo la interpretación de Aristóteles que proponía Averroes, defendían que el intelecto paciente era único para toda la especie humana. Tal doctrina, entre otras cosas, les llevaba a concluir que no había espacio para la responsabilidad individual pues cada uno no sería más que una ocasión de que el pensamiento universal conociera. Esta perspectiva, que puede verse como cierto preludio del hegelianismo, apasionó a la concurrencia universitaria del París del siglo XIII. El fragor de la discusión animó a que santo Tomás desarrollara una réplica en el De Unitate.

Termina su texto dirigiendo de modo severo una advertencia contra esos profesores que ponían su popularidad, su fama, su deseo de generar admiración, por delante de la formación intelectual serena de los alumnos. Santo Tomás no aceptaba ni que se les manipulara ni que nadie se aprovechara de ellos. Y por eso indica que «si alguno, gloriándose bajo el falso nombre de la ciencia, quiere decir algo en contra de esto que escribimos [la argumentación de Santo Tomás frente a los averroístas latinos, contenido del opúsculo], que no hable a escondidas por los rincones ni al corazón de los niños que no saben juzgar sobre cuestiones tan arduas; sino que escriba contra esto, si se atreve. Y no sólo me encontrará a mí, que soy el menor de todos, sino a muchos otros protectores de la verdad, por quienes su error será resistido y en su ignorancia será aconsejado»[6].

Esa universidad medieval era el «ayuntamiento entre profesores y alumnos», comunidad entre profesores y alumnos. Uso a propósito la palabra ‘profesores’ en plural. Porque la clave no se encuentra entre ‘el profesor y los alumnos’. La expresión no se refiere a la intimidad del aula. Esa frase indica que la comunidad, el ayuntamiento, el estar juntos, primero tendría que ser entre los mismos profesores: un conjunto de docentes, que vive en comunidad y desde ahí forma comunidad con los alumnos. En el mundo anglosajón se habla de the faculty, el cuerpo docente, el profesorado, el claustro.

Cuando decimos ‘la facultad’ en castellano, más bien pensamos en edificios, presupuestos, planes de estudios, reparto de aulas, de horarios y de despachos. Es una visión reduccionista. La facultad está formada por los maestros que la integran y que, coordinados, tienen un proyecto de alumno (un ‘perfil del egresado’) como causa final y formal, como proyecto, de sus diversas tareas. Para eso dialogan, discuten, disputan, sobre cómo consideran que debería ser tal proyecto. No se limitan a aceptar las directrices que ofrecen los gestores, los gerentes. A fin de cuentas, los estudiosos son ellos. Escucharán atentamente a gestores y gerentes, solo a condición de que ambas dimensiones, ambas partes, se introduzcan de verdad en la conversación. La facultad es un lugar de convivencia culta entre personas cultas. Su humus es intelectual. El tema ideal en torno al que se ha constituido esa comunidad es la formación. En otras palabras, el tema ideal es el bien de los alumnos, los medios que facilitarán a estos su crecimiento intelectual y su formación integral (como expertos en un grado, como ciudadanos, como personas). De esa convivencia –del estilo que nace de la capacidad de habla, de escucha, de disputa–, descendería la actitud intelectual y vital capaz de calar hasta las entrañas en los estudiantes.

Un recuerdo personal. Yo hice la carrera de filosofía en la Universidad de Navarra. Lo que más nos gustaba a muchos alumnos eran los llamados Seminarios de profesores. Ocurrían cada quince días. Allí, uno de nuestros docentes exponía ante the faculty un tema sobre el que anduviera investigando. Siempre eran asuntos ajenos a lo que nos ofrecían en clase. Y en ese momento no se encontraban ante jóvenes sin experiencia («los niños que no saben juzgar sobre cuestiones tan arduas», que decía Santo Tomás), sino entre iguales, expertos en descubrir saltos en la argumentación, licencias históricas, inconsistencias, incoherencias o razones para el halago. Reinaba la educación, pero nunca la neutralidad, el conformismo o el desinterés. A esos seminarios también íbamos los alumnos. Sobre todo esperábamos disfrutar del diálogo posterior a la ponencia, en el que los demás miembros de esa facultad ponían peros, pegas, a la exposición hecha por el profesor. La situación era análoga a lo se vivía en la disputatio medieval. Antes de comenzar su sesión, el conferenciante podía estar muy nervioso, pues sabía que iba a exponerse ante personas cuyas opiniones consideraba relevantes. Era una experiencia de vida universitaria, donde ‘vida’ implicaba formar parte de algo significativo, intenso, interpelante.

Si no hay convivencia entre los profesores, si no hay disputa, si no hay un diálogo, realmente la universidad ha devenido en otra cosa

Parece que hoy en la universidad, la institución que en cierta manera se salía de la norma del mundo, que no estaba sujeta al poder de los reyes, el lujo de contar con tiempo desaparece. Ya no hay tiempo: hay que hacer gestiones y redactar un curriculum normalizado, calificar, rellenar papeles. Si no hay convivencia entre los profesores, si no hay disputa, si no hay un diálogo, realmente la universidad ha devenido en otra cosa. Especialmente porque ya no hay búsqueda de nada: rellenamos casillas de dedicación y publicamos papers para pasar al siguiente nivel de acreditación. Se trabajan los temas publicables, no los profundos, no los importantes. Todo es procedimiento. Hay que cuidar del producto, lograr un certificado de calidad como el de quien fabrica helados o vende tornillos. Sin embargo, la universidad era precisamente eso: el islote de significatividad que flotaba sobre el mar de lo cotidiano e irrelevante.

¿Existe todavía la facultad? ¿El cuerpo docente forma un cuerpo? Es un reto para toda universidad, y para los docentes. Por ejemplo, buscar que no toda reunión sea de carácter administrativo burocrático. Que empiecen reuniones sobre el conocimiento, que empiece a perderse el tiempo y se tome conciencia sobre ‘la utilidad de lo inútil’[7].

Convivencia culta. El ideal tiene que ver con una cierta comunidad trascendente. Y la trascendencia no se entiende aquí como algo fantasmal, sino como lo más vivo. El aparcamiento, la cafetería, la calefacción o un mismo pagador, no constituyen comunidad. Las relaciones comunitarias son, estructuralmente, interpelantes y significativas.

3. SEGUNDA REALIDAD: ATENDER A LOS ALUMNOS

«Profesores y alumnos». El siguiente paso sobre qué es la universidad es pensar acerca de los alumnos. Depende de sus edades y del nivel de contacto que sea posible compartir con ellos. No es lo mismo dar clase a gente de 18 o 20 años que a gente ya formada, adulta, cuyo modo de pensar, imaginar, recordar, ha madurado y es más analítico. No es lo mismo la presencialidad que lo online o que lo híbrido, y menos aún si es docencia a los más jóvenes. No es lo mismo dar clase a un grupo de 10 que a un grupo de 200. Sería bonito ayudar a hacer pensar a los alumnos, recomendarles lecturas, sentarse a charlar con grupos de ellos, animarles a la expresión escrita, etc. Pero eso lo puede hacer un profesor que tenga pocos. Si tiene ochenta, si tiene trescientos, no puede sugerirles escribir pues le será imposible leer esos textos y conservar la frescura mental.

A menudo se puede tirar de generosidad, pero con frecuencia la estructura universitaria hace muy difícil el acceso personalizado al alumno. Antes hay que corregir, acreditarse, publicar, conseguir una estancia en el extranjero, preparar un congreso, redactar una comunicación, seguir las indicaciones del catedrático, etc. Si no, todo ese acercamiento al alumno alejará al profesor en ciernes de su carrera profesional. Eso significa que, en realidad, la carrera de un profesor universitario parece en buena medida ajena a la experiencia de enseñar.

Por otro lado, eso lo puede recibir un alumno que tenga un número limitado de asignaturas. Si estudia un doble grado, con título propio de la universidad que además incluye un máster, y cada cuatrimestre se enfrenta a 25 horas de clases semanales, laboratorio, prácticas de empresa, estudio de idiomas, labor social, varias horas diarias en transporte hacia/desde el lejano campus, pertenece a una asociación deportiva y, para ganarse un dinero, los fines de semana trabaja de dependienta en una tienda o pone copas, ¿cuándo va a leer?, ¿cuándo va a escribir?, ¿podrá pararse a pensar?

Quizá merezca la pena pensar si el trabajo de un profesor hacia el alumno tiene algo de misión. Durante la pandemia se ha aplaudido la entrega de médicos y enfermeras. Quizá no sean los únicos con vocación de servicio. ¿No ocurre lo mismo con el docente? ¿No es la docencia una manera de servir? ¿No se sirve invitando a participar y despertando la capacidad de asombro de los estudiantes? ¿Para cuándo el mirar cara-a-cara? La reflexión de la comunidad docente, de la facultad, puede debatir sobre estas cuestiones y realizar propuestas creativas, pertinentes y de urgencia, a la administración de cada grado.

Resulta por tanto conveniente preguntarse:

  • «¿Se tiene sentido de misión?».
  • «¿Se entiende la responsabilidad social de esa tarea frente a los alumnos?».
  • «¿Esa responsabilidad inspira y sirve de motivación trascendente?»[8].
  • «El compromiso existencial con la tarea de servicio, ¿va más allá de lo que refleja el contrato y de lo que los que contratan pueden controlar?».

¿Qué significa formar?, ¿qué significa enseñar? Podríamos pensar que es dar una materia: derecho civil tema 1, tema 2, tema 3. Anatomía tema 1, tema 2, tema 3. Ese modelo docente podría ser sustituido por un crash course en YouTube. A ese tipo de docente le basta con limitarse a la lectura en voz alta de una presentación. Si formar y enseñar fuera ‘trasladar’ unos conocimientos, como quien mueve cacharros de una caja a otra caja, supondría pensar que los alumnos son cajas vacías y no fuentes de novedad, de creatividad, también en su capacidad de aprendizaje. En el traslado de contenido entre ‘cajones’ se adquiere información pero no se ‘vive’ el conocimiento.

El modo de enseñar a los alumnos, ¿les abre horizontes? Hay una indicación muy llamativa de Lewis en su libro Harvard, la excelencia sin alma. Por un lado, explicita cómo la educación no parece importar a la hora de hacer rankings que una persona de bien las clases. Les miden lo que publican. Es, sin embargo, curioso que, a pesar de eso, en Harvard haya una institución donde casi lo único que se valora es si se dan bien las clases. Se trata de la Harvard Business School, la escuela de negocios[9]. Mundialmente conocida, con un proceso de selección de alumnos muy exigente, carísima. ¿Por qué merece la pena? Porque los profesores dan clases excelentes, porque el aula es una experiencia insustituible, porque en esas lecciones la excelencia pedagógica es lo primero, porque todos los alumnos –y no por lo que han pagado sino por la emoción que nace de cada sesión– harían lo que fuera por no perderse ni una sola.

Ahora bien, ¿cuántas clases dan a la semana en la HBS?; ¿qué tiempo les lleva preparar cada una?; ¿cómo es la disposición de esas aulas que se adaptan a la escenografía del método del caso? Algunos profesores se toman la docencia en serio, pero deben luchar por defenderla. Si están en época de clases, que se olvide la universidad de todo lo demás, porque sus alumnos se merecen una dedicación plena. Pero, de cara a las agencias de evaluación y a la misma universidad, esta actitud constituye una opción de riesgo.

Mucha gente que ha estado doce años en un colegio, cuatro años en una universidad, a lo mejor no ha vivido la emoción de una buena clase. No han despertado, no han descubierto, no han decidido

Educar es una experiencia que probablemente nuestros alumnos apenas hayan tenido. Mucha gente que ha estado doce años en un colegio, cuatro años en una universidad, a lo mejor no ha vivido la emoción de una buena clase. No han despertado, no han descubierto, no han decidido[10]. Lo indica Lewis: «Harvard enseña a los alumnos, pero no los hace sabios. Pueden lograr una excelencia magnífica tanto en lo académico como en lo extracurricular, pero la totalidad de la experiencia educativa no resulta coherente. (…) Una buena universidad debería ayudar a sus estudiantes a comprender las complejidades de la condición humana –o al menos lo que otros, hombres y mujeres de reconocido prestigio, han pensado sobre las dificultades de vivir una vida dedicada al propio examen–. Una buena universidad reta a sus estudiantes a plantearse interrogantes que sean al mismo tiempo inquietantes y de profunda importancia. Una parte del proceso de llegar a ser un adulto educado en la mejor tradición del pensamiento humano es plantarse a fondo, de una forma personal, las cuestiones básicas de la vida»[11].

La comunidad profesores–alumnos, unificada en torno a la misión de formar a los alumnos, debería animar al profesional de la educación superior a convertirse en maestro. Eso no significa ‘trasladar’ un conocimiento, sino enseñar modos de pensar, enseñar una actitud ante la vida, el saber, la honradez o las posibilidades del trabajo humano. Los maestros cooperan a que cada alumno que lo desee se torne en fuente de inspiración, de creatividad y de visión magnánima de la vida.

La convivencia, el ayuntamiento, entre profesores y alumnos no se improvisa, ni surge de forma natural. Los campos de cultivo dan más trigo que los abandonados a la naturaleza precisamente porque se trabaja sobre ellos. Usan la tierra, pero la llevan más allá de sus posibilidades en solitario. Los ambientes fértiles ayudan a que esto ocurra: si en el espacio de trabajo hay presencia de la serenidad de la reflexión, convivencia culta, espíritu de equipo, diálogo académico, facultad. Sin embargo, la formación del ambiente fértil recomienza en cada instante: no se hereda, surge de la capacidad de la libertad humana por continuar en el esfuerzo de llevar la naturaleza más allá de ella. Y, como ocurre a la habilidad para tocar el piano con destreza, o de vivir la justicia, esa fertilidad se pierde por la falta de uso, por conformismo, o por dejadez.

Entrar en clase debe ser cada día un reto maravilloso porque a los alumnos les sorprenda una explicación, les interpele una pregunta

«Basta con un mes en cama para que los músculos se atrofien, se debiliten sistemas muy complejos o incluso se rompan si se les privan de estrés. Esto es un insulto a la antifragilidad de los sistemas: aquellos que sobreprotegen son muchas veces los que más nos dañan»[12]. Hay que imaginar justo lo contrario, y convertir el aula, la docencia, la materia que se imparte, en un campo de entrenamiento. Entrar en clase debe ser cada día un reto maravilloso porque a los alumnos les sorprenda una explicación, les interpele una pregunta, se les mande una lectura que les haga ver que precisamente aquello que se está compartiendo en esas lecciones, sin importar lo árido que resulte el contenido de la materia en cuestión, tiene mucho interés. Para eso se deja una cuestión abierta, no se contesta a otra porque no se pretende agotar el tema, se abandona la pretensión de abarcar todo el programa (que está en los libros) y se procura más bien hacer pensar y pensar juntos. Se vive en el reto de hacer que las clases sean ‘cajas de experiencia’ de convivencia culta vividos en comunidad.

¿Educamos para formar? Continúa la cita de Nassin Taleb: «Es verdad que el viento puede apagar una vela, pero también que es precisamente el viento el que aumenta la fuerza del fuego de la hoguera, el que provoca un incendio».

Hay que plantar cara al reto de lograr en toda universidad la convivencia intelectual entre los profesores y alumnos. Esto empieza entre los profesores. Y de ellos llega a los alumnos. Los alumnos en clase deberían ampliar sus horizontes intelectuales y existenciales. El profesor, si es maestro, será el motor de tal cambio.

NOTAS

1 Este texto nace de un seminario para profesores pronunciado en UNIR el 6 de octubre de 2021. De ahí su tono oral.

2 R. Kapuscinski, Los cínicos no sirven para este oficio: (Sobre el buen periodismo), Anagrama, Barcelona, 2006.

3 Cf. T. E. Woods, Jr., How the Catholic Church Built Western Civilization, Regnery History, Washington 2017, pp. 49–53.

4 Cf. B. Ginsberg, The Fall of the Faculty. The Rise of the All-Administrative University and why it Matters, Oxford UP, Oxford GB, 2013.

5 La pregunta la hacía R. W. Brown en 1948. Lo cita H. R. Lewis, Excellence without a Soul: How a Great University Forgot Education, PublicAffairs, US,  2006, p. 73.

6 Santo Tomás de Aquino, Sobre la unidad del intelecto contra los averroístas; Siger de Bravante, Tratado acerca del alma intelectiva, Eunsa, Pamplona 2005, nº 124, p. 130.

7 Cf. N. Ordine, La utilidad de lo inútil, Acantilado, Barcelona 2013.

8 Cf. S. González Iglesias, & A. Sastre Jiménez, «Una mirada a la empresa desde la lógica del encuentro», Relectiones. Revista Interdisciplinar de Filosofía y Humanidades, (3), 2016.

9 H. R. Lewis, o.c., p. 83.

10  Cf. AA.VV. Formar para transformar en comunidad, Universidad Francisco de Vitoria Editorial, Madrid 2021.

11 H. R. Lewis, o.c., p. 255.

12 N. Taleb, Antifrágil. Las cosas que se benefician del desorden, Paidós, Barcelona 2012. Citado por G. Lukianoff, J. Haidt, The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure, o.c., p. 23

Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.