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La Constitución de 1978 cumplirá el próximo 6 de diciembre veinte años de buena salud, un aniversario que hemos de celebrar, pues no en vano nuestra Carta Magna puso el punto final a las grandes discordias.


El Parlamento del 77 nació con vocación constituyente, aunque no hubiera sido elegido con ese título ni con ese explícito mandamiento. La Ley para la Reforma Política se limitaba a decir que la reforma constitucional sería competencia de un parlamento democráticamente elegido. Pero eso era todo. No obstante, los nuevos parlamentarios, el Gobierno, los partidos y la opinión pública estaban convencidos de que habría de elaborarse una Constitución. Las Cortes estaban legitimadas para ello, porque en las elecciones habían podido votar todos los españoles, y todos ellos -y todos los partidos y agrupaciones- habían podido presentar candidaturas. La voz de salida la dio el Rey en la misma sesión inaugural de las dos Cámaras. Dijo que la Corona y el país esperaban que dieran a España una nueva Constitución.


Con esas elecciones y ese solemne acto daba comienzo lo que muy bien podría llamarse el segundo acto de la transición política española. El primero se había desarrollado a lo largo de los once meses transcurridos entre el nombramiento presidencial de Suárez, el sábado 3 de julio de 1976, y las elecciones del junio siguiente. Le había precedido una obertura, la breve etapa del gobierno Arias, en la que no faltaron disonancias, pero en la que no todo fue tiempo perdido. No es éste el lugar para una historia que ha sido contada ya por numerosos escritores y sobre la que han dejado testimonios y recuerdos no pocos de los que intervinieron en ella, con versiones diversas y a veces interesadas, pero que se complementan y corrigen unas a otras.


Ya en los primeros meses de la monarquía se produjeron varios hechos y episodios que marcaron la orientación general y algunos elementos concretos o de detalle de lo que luego sería la Constitución y el Estado que en ella se diseñó. Después, a lo largo del primer acto, se dieron los pasos decisivos. La historia, al igual que la naturaleza, no camina a saltos, por emplear la famosa frase de Linneo. La excepción son esos momentos revolucionarios que en todos los países y culturas estallan de vez en cuando, y de los que España se libró en esta ocasión gracias a los aciertos del Rey, al buen tino y realismo de los principales responsables políticos y a la voluntad de paz y de concordia de la mayoría ciudadana. El viaje del Rey en mayo del 76 a Estados Unidos y su triunfal acogida en el Congreso de Washington, así como el aplauso que siguió a su discurso, representaron una culminación. No era sólo España la que estaba conforme con su Rey, sino que lo aceptaban las potencias; los ciudadanos se podían sentir orgullosos del prestigio que había alcanzado fuera.


Muy pronto se ganó el Rey el aprecio de los españoles, quizá más a título personal que como institución. Los monarcas, en cualquier acto público o viaje por el país, eran recibidos con aplauso y confianza. Las cancillerías apostaban por la nueva monarquía. Y para la propia institución de la Corona, y personalmente para el Rey, fue también de indudable trascendencia el ofrecimiento firme e irrevocable de la cesión de los derechos históricos de la dinastía que, al margen o más bien a espaldas del gobierno, le hizo llegar su padre, don Juan, heredero de Alfonso Xlll y depositario de la titularidad de la dinastía.


No es que hubieran desaparecido como por ensalmo los republicanos. Todavía ahora quedan algunos. Pero entre las gentes comunes y entre los políticos, a la hora de la verdad, se contaba siempre con que lo que iba a existir en el futuro era la monarquía de don Juan Carlos. Las Fuerzas Armadas le obedecían con disciplina militar como Comandante Supremo, las instituciones heredadas le respetaban como Jefe del Estado, la gente le miraba con simpatía y le apreciaba como Rey. Hasta en el cada vez más reducido círculo de la opinión y de la política continuista no se rechazaba su legitimidad, aunque no se aprobara lo que parecía que eran sus propósitos e intenciones políticas.


Al mismo tiempo ganaba terreno en la opinión pública la necesidad e incluso la urgencia de que se produjera un verdadero cambio. Una inicial amnistía política había resultado corta, los partidos no acababan de llegar, aunque todo el mundo supiera que existían en el claroscuro de la legalidad, y no pocas de las instituciones seguían siendo oficialmente las mismas. Con el gobierno Arias no había manera de avanzar hacia el futuro. Por eso fue tan bien acogida la petición de dimisión que con todas las formalidades oficiales y cierta solemnidad le planteó el Rey.


DIEZ MESES DE VÉRTIGO


Con el nuevo Gobierno, el primero de los gobiernos Suárez, empezó el primer acto de la transición. El nuevo Presidente había ganado prestigio ante el Rey y ante la opinión ilustrada, por haber sido capaz de vencer en las ciudadelas institucionales heredadas. Con decidida voluntad de cambio había ganado votaciones en el Consejo Nacional del Movimiento y en las Cortes Españolas, que en marzo del 76 continuaban siendo las del régimen anterior. También había actuado con energía y con prudencia en los graves sucesos de marzo en Vitoria y de mayo en Montejurra, dos momentos en los que le había correspondido desempeñar de forma interina la cartera de Gobernación. El Rey, sin duda, pensaba que Suárez era el hombre adecuado para la nueva situación. Ahora había que negociar no con el pasado, sino con el presente y el futuro.


Viendo con la distancia de más de veinte años los diez meses del primer gobierno Suárez, desde que juró el cargo el 5 de julio del 76 hasta el reconocimiento del Partido Comunista el 9 de abril del 77, se experimenta cierta sensación de vértigo. Hubo una nueva y general amnistía; se negoció con todos los partidos políticos, primero en casas particulares (la de Joaquín Abril o la de José Mario Armero) y luego en los despachos oficiales; las Cortes aprobaron la ley para la Reforma Política, que ponía fin a su existencia; se reguló el régimen de los partidos; se negociaron los Acuerdos con la Santa Sede que sustituían el régimen concordatario por otras fórmulas más modernas para las relaciones del Estado con la Iglesia, satisfactorias para las dos partes, etc. Y todo ello en un régimen de libertades públicas, libertades de expresión, de reunión, de asociación, etc., que se completaría con la de los partidos. Sin embargo, los hechos más importantes que se verían más tarde reflejados o recogidos en la Constitución fueron la Ley para la Reforma Política y las negociaciones y acuerdos con los partidos de derechas y de izquierdas, procedentes de algún modo de los primeros (personas y espacios políticos que ya había en el régimen anterior, o que al menos eran toleradas en sus últimos años), y los otros de la oposición antifranquista. Los quince puntos de las conclusiones presentadas a Suárez por la llamada Comisión de los nueve están suficientemente reflejados en las partes dogmática y orgánica de la Constitución. Lo mismo sucede con otras negociaciones de Suárez y sus colaboradores con partidos y sindicatos. Los comunistas aceptarían la bandera roja y amarilla y la Corona, igual que los socialistas (aunque éstos luego, off the record, dieran algún portazo como el de Peces-Barba en la comisión constitucional, al tratarse el tema de la monarquía). Se negoció con los nacionalistas el restablecimiento de sus estatutos dentro de lo que sería el futuro marco constitucional, etc.


La Ley para la Reforma Política apenas si podía ser más escueta y sobria. Pero contenía algunas disposiciones capitales cuya letra y cuyo espíritu serían recogidos en la Constitución. Establecía la soberanía del pueblo y la supremacía de la Ley, así como el sufragio universal para la elección del Parlamento. Asignaba a las Cortes el poder legislativo, reconocía la existencia y las prerrogativas de la Corona, atribuyendo al Rey la potestad de sancionar y promulgar las leyes, así como la facultad de convocar directamente referendos sobre cuestiones de particular trascendencia, que luego se ha residenciado en el Gobierno y en el Parlamento y que muy bien podían haber seguido siendo también una excepcional potestad de la Corona, con los mecanismos de seguridad institucional o jurídica que fueran necesarios.


Al constituirse formalmente las Cortes en el 77 se abrían en principio dos vías posibles para la elaboración y aprobación de la futura Constitución: o un proyecto del Gobierno como en 1876 o una obra colectiva del Parlamento como en 1812. Los grupos parlamentarios y el Gobierno optaron por la segunda fórmula. El proceso sería más lento, si bien el compromiso de partidos y Cámaras sería más explícito y mayor. Se optó por este procedimiento. Trabajaron ponencias, comisiones y Cámaras con un resultado sustancialmente satisfactorio. Hubo finalmente un desacuerdo con los nacionalistas vascos sobre la disposición adicional y lo que ellos llaman derechos históricos. A mi juicio, se cruzaron errores y malentendidos por parte de griegos y troyanos. En el Pleno final del Senado, quisimos encontrar una redacción aceptable para ambas partes, pero no fue posible porque se pusieron en pie reservas e intransigencias de un lado y de otro. Desde el Gobierno y su partido se pensó que otros consensos nacionales eran más frágiles de lo que en realidad eran. También hubo dirigentes nacionalistas a los que se les despertaron recelos aldeanos. Sin embargo, meses más tarde, se logró un consenso más que aceptable entre todos los partidos al redactar y aprobar el Estatuto de Autonomía de Euskadi. Algunos nacionalistas dicen todavía que esto no basta y que no aprobaron la Constitución. Pero no tienen razón. Las votaciones democráticas las ganan las mayorías, y sus resultados comprometen a todos, siempre que se respeten los derechos y las voces de las minorías.


VEINTE AÑOS DE BUENA SALUD


Al cumplir sus primeros veinte años, la Constitución del 78 se halla con buena salud política y se le puede augurar una dilatada existencia. Pero no hay que tener miedo a que se modifique cuando se estime conveniente. Es una página de la historia, no un monumento para la eternidad.


El mérito de haberla elaborado, escrito y aprobado corresponde en primer lugar a las ponencias, comisiones y Cámaras del 77. Pero no hay que olvidar que los principios capitales, filosóficos y políticos en que se asienta habían sido en buena parte adelantados en lo que hemos llamado la obertura y el primer acto de la transición. Se la llama, y es un buen nombre, la Constitución de la concordia, porque ha significado el punto final de las grandes discordias que tantos sufrimientos trajeron consigo. Con ella se puede decir que se han suscrito y sancionado los tres grandes pactos nacionales que tanta falta hacían en la España de los setenta. El pacto social, con los acuerdos y negociaciones entre las clases; el pacto político entre derechas e izquierdas en un sistema democrático y, finalmente, el pacto nacional entre el Estado y las regiones, llámeselas así o «nacionalidades», que es lo mismo.

Fundador de Nueva Revista