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La expresión «poesía amorosa» resulta casi un pleonasmo cuando se refiere a la obra poética de Luis Alberto de Cuenca. ¿Hay acaso otra constante en sus versos que la secuencia de amor y desamor, de éxtasis y abatimiento, de deseo y de hastío? No debe extrañar que Su nombre era el de todas las mujeres adelante ya en su título un hilo conductor erótico para una antología sabiamente realizada por Lara Cantizani, magníficamente editada por Renacimiento y que caracteriza el amor como pasión poderosa, experiencia de plenitud y dardo doloroso a un tiempo. «Mira que las deseo. / Y qué poco me gustan», reza el epigramático «Mujeres», en una declaración que oculta el trasfondo neoplatónico que recorre toda la poesía amorosa occidental desde los trovadores provenzales: el amour fou como poder del que somos juguetes, divinidad esporádica que nos somete a sus caprichos, rostro dadivoso de una fatalidad terrible, pero en cuyos avatares Cuenca elude todo tremendismo gracias a la ironía y el humor. Lo distintivo de esta poesía amorosa es que el amante, aquí, no se toma tan dramáticamente en serio a sí mismo —ni, quizá, al ser amado—.

Pocas sorpresas en el conjunto. Su nombre comienza por consignar los inicios de Cuenca en la poética novísima, con un decantado esteticismo que alterna la torrencialidad whitmaniana del versículo con la concisión orientalista del haiku, la interposición distante del personaje en el monólogo dramático con el culturalismo plural y fragmentario: sintagmas de un lenguaje generacional más o menos común, pero reticente ante los automatismos y los experimentalismos de algunos compañeros y orientado casi desde un principio hacia la línea clara, inteligible, clásica, que será después característica del poeta. Como botón de muestra, este verso de «L. W. J.» en el que resuena una concepción simbolista del amor, con la mujer como cifra del universo y promesa de reintegración con la totalidad, pero también con el anuncio de que el anverso del atractivo Eros tiene su reverso en la ponzoña de Tanatos:

Pero su pecho es una flauta, un be bop de azucenas,
un laberinto de marfil, una película de Flash Gordon.
Su pecho es una flecha envenenada lanzada por un sioux
que se clava despacio, lentamente

Ni que decir tiene que este culturalismo de Cuenca se resuelve inicialmente —en los años setenta— en un escapismo menos geográfico y más libresco: conviven en esta galería la Alicia de Carroll, el Drácula de Stoker, los Mabinogion, Shakespeare, las sagas islandesas, Jekyll y Hyde… Un culturalismo, como se ve, mayoritariamente nórdico, anglosajón y borgiano, pero que desde su haute culture no desdeña el rock, el cine, el cómic o el jazz, en un sincretismo que a la postre dará como fruto la marca de fábrica de la poesía luisalbertiana: lo que sucede aquí a partir de los primeros ochenta es una reinvención de sí mismo a cargo del poeta, porque ese culturalismo inicial abandona su sentido escapista y adquiere un tinte experiencial. Indisociables en la persona del poeta y en su visión del mundo, cultura y vida se abrazan hasta el punto de que la primera no consiste en una huida de la segunda, sino en el modo de tornarla inteligible. Así, mediante la lógica del epítome, del neologismo, la cita o la alusión, una antigua novia se convierte en una «Malcasada», retomando el tema áureo y moratiniano; una joven prematuramente entrada en carnes es una Venus de Willendorf; una peligrosa femme fatal se torna hiperbólicamente en «abominación lovecraftiana», etc.

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La cultura hecha carne: el poeta se reconoce «un tipo lleno de nombres propios», para quien la literatura sirve como leyenda que proyectar sobre los hechos en apariencia opacos de la vida, en un juego que delata una imposible aspiración a redimir esa experiencia de su condición efímera, anónima y puramente fáctica. En definitiva, tanto en el uso escapista de sus inicios como en el experiencial posterior, el culturalismo denuncia la parvedad de la existencia, su incapacidad para satisfacernos per se: la necesidad de los universos de la imaginación y la poesía, bien sea para crear mundos alternativos o para reencantar el de nuestra prosa cotidiana. Así, creo que una de las razones por las que la obra de Cuenca es interesante es no sólo el haber aunado las dos tendencias —senior y coqueluche— de la poética novísima, sino haberlas incorporado al universo personal y libresco del poeta y haber regurgitado la mezcla en una propuesta estética que es casi un paradigma de la posmodernidad. Mixtura, levedad, ironía, prosaísmo y humor vienen a componer la expresión perfecta de un Zeitgeist fácilmente reconocible para el urbanita hodierno, como en estos consejos para una antigua amante:

Vuelve a ser la que fuiste. Ve a un gimnasio,
píntate más, alisa tus arrugas
y ponte ropa sexy, no seas tonta,
que a lo mejor Juan Luis vuelve a mimarte,
y tus hijos se van a un campamento,
y tus padres se mueren

Valga este fragmento como ejemplo de uno de los cambios más reseñables en ese Cuenca reinventado a partir de los primeros ochenta, y cuya revelación definitiva tiene lugar en La caja de plata: la monodia se hace diálogo. Junto con éste, otros rasgos son la vocación narrativa  —en una visión épica de la existencia que lo aproxima en algunos momentos a poetas como Julio Martínez Mesanza—; la variedad tonal, versal y estrófica —que conoce las soleares, el heptasílabo y el eneasílabo, pero donde predominan el endecasílabo y el alejandrino blancos—, el ocasional onirismo —pero desacralizado y contemplado irónicamente, como en «Me psicoanalizaban unas chicas»—, el lenguaje coloquial… Consciente de que en esto de la poesía el nihil novum sub sole se antoja irrefutable, y más en tiempos en que se habla del agotamiento de Occidente, Cuenca desdeña el imperativo de novedad insólita de la vanguardia y recurre muy escasamente a tradiciones ajenas a la europea: su apuesta consiste en hacer sonar la vieja prédica en una música nueva, que le lleva a transformar el collige virgo rosas horaciano en un «púlete los rosales» perfectamente cotidiano y jergal. En suma, la disfrutable poesía de Cuenca suscita —o, más bien, re-suscita— una reflexión al estilo de Eliot sobre el empleo de la tradición en manos del poeta, resuelto aquí con una naturalidad y frescura que evitan la pedrería y la petulancia de la erudición gratuita y dan voz a la existencia concreta, real, reconocible. La vida misma, para quien sepa leerla.

Doctor en Filología Hispánica. Doctor en Filología Inglesa. Premio Arcipreste de Hita de Poesía, 2000