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Greg Lukianoff (abogado experto en libertad de expresión) y Jonathan Haidt (psicólogo social) publicaron en 2015, en The Atlantic, su artículo «La mimada mente americana» (Nueva Revista, nº 165, 2018). En él analizaban cómo había crecido exponencialmente la sensibilidad de los estudiantes universitarios, que temían verse dañados y sufrir a consecuencia de las cosas que pudieran escuchar en la universidad.

La hiperprotección les había hecho pasar de la defensa de la libertad de expresión a defenderse contra la libertad de expresión. Los autores estudian ese fenómeno en su libro con el mismo título (en inglés The coddling of the american mind), uno de los grandes éxitos de ensayo en EEUU durante el invierno de 2018.

Lo curioso es que les basta para escribirlo usar solo casos ocurridos desde aquella publicación: la crisis que anunciaron en los campus norteamericanos era más fuerte de lo que imaginaron. Y no les cabe duda de que se ha extendido también a Europa en la medida en que la corrección política, la ideología y la autocensura dominan el discurso académico.

El libro comienza con una broma: la narración de un viaje a una cueva perdida en Grecia para que un místico proporcione a los autores consejo para enfrentarse a la vida. El sabio les entrega tres frases:

  1.        Lo que no te mate te hará más débil.
  2.        Confía siempre en tus sentimientos.
  3.        La vida es una batalla entre la gente buena y la gente malvada.

Enseguida nos desvelan que, en realidad, esta apariencia de sabiduría encierra dentro las tres grandes falsedades que dan razón al libro: la falsedad de ‘la fragilidad’, la del ‘razonamiento emocional’ y la del ‘nosotros contra ellos’.

Declaran que estas tres mentiras son las que están determinando la crisis actual en las universidades, tal y como las anunciaron en su artículo de 2015 (publicado en Nueva Revista, nº 165). Antes de empezar el desarrollo de sus ideas desvelan el significado de la palabra coddling: sobreprotección, es decir, el trato con excesivo cuidado o amabilidad que acaba conduciendo a atrofias.

Tres malas ideas con buenas intenciones

Enmarcan la crítica a la fragilidad con una sentencia del sabio chino Mencius (siglo IV aC): «Cuando el cielo está a punto de conceder una gran responsabilidad a un hombre, primero ejercitará su mente con sufrimiento, someterá sus tendones y músculos a trabajo duro, expondrá su cuerpo al hambre, le hará pobre, llenará de obstáculos los caminos de sus obras, y todo para estimular su mente, endurecer su naturaleza y hacerle mejorar en todo lo que no sea competente» (p. 19).

El temor a la fragilidad acaba haciendo más frágiles a los niños. ¿No es la solución la causa del problema?

El sabio oriental propone lo contrario de la cultura dominante. Para ilustrarlo se refieren a la prohibición de que los niños lleven ningún producto alimenticio con trazas de cacahuetes reinante en los colegios de educación infantil de EEUU. La consecuencia ha sido un aumento exponencial de la intolerancia a esos productos y de otras alergias alimenticias. «Gracias a la higiene, los antibióticos y el escaso juego en el exterior, los niños ya no están expuestos a microbios como lo estaban antes. Esto les puede conducir a desarrollar un sistema inmunológico que reacciona exageradamente ante sustancias que no son de por sí amenazantes» (p. 21). El temor a la fragilidad les acaba haciendo más frágiles. ¿No es la solución la causa del problema?

Citan a Nassin Taleb, autor del best–seller El Cisne Negro, (p. 23): «Basta con un mes en cama para que los músculos se atrofien, se debiliten sistemas muy complejos, o incluso se rompan, si se les priva de estrés (…). Esto es un insulto a la antifragilidad de los sistemas (…) y aquellos que sobreprotegen muchas veces son los que más nos dañan».

Taleb usa una hermosa imagen: es verdad que el viento puede apagar una vela, pero también que es precisamente el viento el que aumenta la fuerza del fuego de la hoguera. ¿Estamos educando velas, o querríamos tener llamas? El libro de Lukianoff y Haidt parte de esta pregunta.

Y la respuesta parece decantarse en la práctica por las velas: hay una epidemia de safetyism, de exceso de seguridad. Por su causa se pretende convertir los campus en ‘espacios seguros’ no solo en el sentido físico –frente  abusos sexuales o robos– sino también en el ideológico –en el que nadie pueda decir nada que hiera los sentimientos de nadie–.

Hay aviso de riesgo en obras como «Matar a un ruiseñor» porque usan la palabra negro

Ha aparecido también la figura de los trigger warnings, avisos de riesgo en las lecturas dentro de la universidad, incluyendo obras como Matar a un ruiseñor o Huckleberry Finn porque usan la palabra negro. Estos dos fenómenos no permiten pensar sino que las universidades se han decantado por las velas y no por las hogueras.

Si ‘lo que no te mata te hace más débil’, hay que sobreproteger. Y si hay que confiar siempre en los propios sentimientos entonces el razonamiento emocional será siempre el imperante. Ahora bien, ¿es el mejor tipo de razonamiento al que los seres humanos pueden aspirar?

Otra autoridad oportuna sirve de dintel del capítulo: Epicteto. «Lo que realmente tememos y nos priva de sentido no son los hechos externos en sí mismos, sino el modo en el que pensamos sobre ellos. No son las cosas las que nos generan preocupación, sino nuestra interpretación de su significado» (p. 33).

Lo que nos daña son principalmente nuestras ideaciones. Por ellas ponemos etiquetas (homófobo, machista, misógino, blanco heteropatriarcal, fundamentalista de derechas…);  anunciamos catástrofes (‘¡me muero si fallo!’); seguimos nuestro racionamiento emocional (‘me siento deprimido, por eso debería dejar mi matrimonio’); usamos pensamientos binarios de ‘todo o nada’ (‘fue un completo desastre’); insistimos en los filtros negativos (‘terminar bien el trabajo fue tan fácil que no tiene valor’), etc.

Frente a esto, Lukianoff y Haidt rescatan las ideas de Aaron Beck, el iniciador de la Terapia Cognitiva del Comportamiento (en inglés CBT), una suerte de ejercicios mentales que tienen la finalidad de recuperar la objetividad que se pierde por la preponderancia del razonamiento sentimental. La CBT busca la superación de la completa subjetividad (el ‘si tú lo sientes seguro que es bueno para ti’) por la recuperación de la noción de verdad.

Para eso la propuesta de  The Coddling incluye la necesidad de recuperar el pensamiento crítico, es decir, «el compromiso de conectar las quejas que uno tenga con evidencias en las que se pueda confiar y de un modo adecuado» (p. 39). Eso incluye la capacidad de reconocer y derrotar a las fake news –las noticias falsas– y, lógicamente, a los prejuicios injustificados.

En las llamadas microagresiones  no importa la intención, hasta ahora considerada como el elemento clave para juzgar la moralidad de un acto, sino el impacto

Como negación de esa mentalidad crítica aparecen las microagresiones, comportamientos en los que no importa la intención (hasta ahora considerada como el elemento clave para juzgar la moralidad de un acto) sino el impacto (es decir, la valoración subjetiva de quien entiende una expresión o actitud como amenaza) (cf. p. 43). Con frecuencia juzgamos rápido y equivocadamente las intenciones que habría detrás de un comentario: pensamos que alguien nos detesta cuando en realidad ni siquiera ha pensado en nosotros (catastrofismo), y eso perjudica nuestras relaciones y nuestra salud mental.

Ahora bien, si la educación de una generación entera se ha centrado en el ‘valor absoluto’ de las apreciaciones subjetivas (‘si para ti es una ofensa, entonces es una ofensa’) la posibilidad de sufrir microagresiones (y de estar sensibilizado para experimentarlas) se agudiza. Y lo de menos es que el microagresor sea consciente o no de agredir, e incluso que haya o no agresión.

El libro abunda en ejemplos: Karith Foster (pp. 44 s.), las desinvitaciones que se han hecho tan populares en las universidades de izquierdas americanas (p. 49)[2], la constante presencia del miedo a sufrir traumas por las palabras que cualquiera pueda dirigir a esos delicados alumnos, aunque eso suponga que dichos alumnos se aíslen de la opinión de una parte, a menudo mayoritaria, de lo que quieren o piensan sus conciudadanos (y la etiqueten).

«Creemos que es importante llegar a entender por qué tantos americanos piensan que estas ideas tan difíciles son interesantes, y enfrentándonos a ellos por medio del diálogo podremos entender también mejor nuestros propios comportamientos e ideas». Pero si se evita escuchar al otro tal capacidad de ejercer el pensamiento crítico en dos direcciones  (respecto a mi contrario y respecto a mí mismo) no se desarrolla.

La tercera gran mentira triunfante es la dialéctica ‘nosotros contra ellos’ o ‘los buenos contra los malos’. De nuevo abundan los ejemplos, como el dramático caso de Christakis en Yale (p. 57) porque toda opinión o divergencia respecto a la sensibilidad hipertrofiada de los ‘estudiantes víctimas’ se lee en una clave marxista de lucha de clases (hombres contra mujeres, blancos contra minorías, hombres blancos heterosexuales contra minorías no blancas…) que encontró su fundamento teórico en las universidades americanas por obra de Marcuse (cf. p. 63–71) y que encierra a cada individuo en una identidad tribal que solo sabe ver enemigos en ‘los otros’.

Recuerdan a Trent Eady (p. 73), un canadiense activista homosexual que identificó cuatro características comunes a estos tribalismos: dogmatismo, pensamiento grupal, mentalidad de cruzada y anti intelectualismo. El diagnóstico coincide con otros descubrimientos más recientes[3], «y es difícil imaginar una cultura más antitética con la misión de la universidad» (p. 73).

La advertencia de Nelson Mandela

La segunda parte del libro comienza con una cita de Nelson Mandela. «Cuando deshumanizamos y demonizamos a nuestros oponentes, dejamos de lado la posibilidad de resolver pacíficamente nuestras diferencias, y tratamos de justificar la violencia contra ellos».

Ese principio, tan claro en la actitud de abstracción en los conflictos, cuando se despersonaliza al hostes (un oponente) y se le convierte en inimicus (alguien que no debería existir, alguien al que se odia), está presente también en las universidades. Como cuando a unos se les llamaba cucarachas (Ruanda), o inferiores (Alemania), o txakurras (perros, País Vasco), ahora se considera que determinadas ideas y quienes las sustentan no deberían existir. Lo gracioso (o triste) es cómo estos oponentes se aprovechan de ese prejuicio para promocionarse, como se ve en la polémica de 2017 sobre el free speech en la Universidad de Berkeley contra Yiannopoulos y sus secuaces (pp. 81–84)[4].

No es extraño que la universidad se haya convertido en un ámbito en el que abunda la ‘caza de brujas’

Y ocurre que en nombre de la seguridad se anima a la violencia, dando lugar, desde esos prejuicios de temor a ser contristado, a la creación de unos mártires de la libertad de opinión de dudosa catadura y a una reinvención de la neo–lengua del 1984 de George Orwell. Por eso, no es extraño que la universidad se haya convertido en un ámbito en el que abunda la ‘caza de brujas’, dominado por una fuerte unidad ideológica en la que domina el pensamiento de grupo, la uniformidad y la ortodoxia (cf. pp. 99–121).

Quizás sea necesario hacer eco a las palabras de Van Jones, consejero en el Gobierno de Obama, cuando defendía la necesidad de que los alumnos se encuentren con oponentes a los que consideran ‘ofensivos’: «No quiero que estés ideológicamente seguro. No quiero que estés emocionalmente seguro. Lo que quiero es que seas fuerte. Eso es distinto. No voy a pavimentar la jungla para ti. Ponte unas botas y aprende a enfrentarte a la adversidad. No pienso retirar todas las pesas del gimnasio: ese es el sentido que tiene un gimnasio. Y esto [la universidad] es el gimnasio» (p. 97).

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

En la tercera parte del libro se buscan las causas de esta crisis de miedo e hipersensibilidad ante el pensamiento diferente. Desarrollan los autores seis causas diferentes, probablemente aplicables todas ellas a la situación de Europa. Me centraré en algunas de ellas.

La primera es la polarización política (en el caso de España, las derechas frente a las izquierdas y a la inversa; en EEUU los demócratas contra los republicanos y la inversa), que convierte al otro en enemigo, invitando a etiquetarlo siempre con epítetos negativos (antidemócrata, corrupto o estúpido son de los más socorridos). Una causa de esta polarización, que sin duda merece ser investigada, es la influencia de las redes sociales y el papel de filtro que ejercen sus algoritmos, por los que cada uno tiende a recibir posturas afines a sus ideas, llegando a un «aislamiento físico y electrónico» (p. 130).

Otra es el aumento de los problemas de ansiedad y depresión, en buena medida por la ausencia de Terapia Cognitiva del Comportamiento y por el exceso de atención a los propios estados de ánimo y al choque con la realidad que acaba provocando la hiperprotección. Algo análogo al problema de la alergia a los cacahuetes: aislarse causa alergias o dolor en la iGen (la generación que ha crecido por primera vez desde su más tierna infancia rodeada por las redes sociales y que alcanzó el campus universitario en 2013, año en el que Lukianoff y Haidt empezaron a identificar los miedos de los que trata su libro, cf. p. 148)[5].

La segunda causa es la educación que han recibido los jóvenes. Por un lado, y esto también ocurre en las dos orillas del Océano, por la aparición de padres paranoicos, de los que ha hablado con creces Julie Lithcott–Haims en How to Rise an Adult (p. 165). Estos son padres obsesionados con la seguridad de sus hijos. Empezaron a abundar a partir de los años 90 por una serie de campañas televisivas de los 80, y en relación con familias cada vez más pequeñas dominadas por el safetyism que, con su carga de prejuicios, se vive desde riesgos imaginados (miedo a los cacahuetes, a secuestradores, a los columpios, etc.) en un país que es mucho más seguro en 2018 que en 1980.

Una familia de Missouri simuló un secuestro de su hijo de seis años. Querían ‘enseñarle una lección’ sobre lo peligroso que es ser amistoso con los extraños

«Para darnos cuenta hasta dónde han llegado ciertos padres en nombre de la obsesión por la seguridad (safetyism), fíjate en el caso de la familia de Missouri que simuló un secuestro de su propio hijo de seis años en 2015. Querían ‘enseñarle una lección’ sobre lo peligroso que es ser amistoso con los extraños. Después de bajarse del autobús del colegio, el niño fue arrastrado a una furgoneta por un colega de trabajo del padre. El hombre dijo al niño que ‘nunca verás a tu mamá de nuevo’, según relata el testimonio del juez. La policía también informó que el hombre cubrió la cara del pequeño con una chaqueta para que no se diera cuenta de que estaba en su propio sótano. El niño se encontraba atado, fue amenazado con una pistola y se le dijo que sería vendido como esclavo sexual» (p. 167). Evidentemente hay medidas que dificultan la confianza futura con extraños, cuando resulta que la vida entre extraños es lo propio de la vida adulta (incluida la universitaria).

¿Cómo puede aprender un niño sin correr riesgos? Pero no es fácil que lo hagan, especialmente si hay vecinos obsesionados por la seguridad que denuncian a los padres que ‘abandonan’ durante una hora a sus niños jugando en el patio. «Los niños pierden la oportunidad de aprender habilidades, independencia y aceptación de riesgos» hasta el punto de que este ‘todas las cosas son peligrosas’ se acaba convirtiendo en el peligro mayor de todos (p. 169).

Junto al safetysim identifican una tercera causa: la eliminación del juego en la calle no supervisado por adultos. Aunque el cerebro del niño espera miles de horas de juego, tanto por motivos de tono muscular como por capacidad de interrelaciones sociales o de capacidad de resistencia ante el fracaso (si no le aceptan en el equipo, si se aburre, si no se hace lo que él o ella quieren, si tiene que ceder para que el juego continúe, etc.), hoy esa experiencia ha sido sustituida por actividades extra–escolares. Una características

de estas es que son supervisadas, vigiladas por adultos. Además los niños reciben montañas de deberes desde la educación primaria (entre 1981 y 1997 aumentó el tiempo de presencia en la escuela un 18%, y la dedicación a los deberes de casa ¡un 145%!, (p. 185). Pero esa ausencia de juego no solo se debe al miedo a la inseguridad, sino también, aunque algunos no quieran reconocerlo, a la temprana edad en que los niños deben empezar a preparar su currículo para ser admitidos en una buena universidad. Esto también lo identifican Lukianoff y Haydt como uno de las causas importantes (la cuarta) de los problemas actuales. De hecho, tienen más dificultades de desarrollo social los niños de clases medias y privilegiadas que los niños que provienen de una situación social más humilde. Estos últimos pasan más rato sin supervisión o estrés (cfr. p. 191).

El sexto factor al que se refieren los autores, aparte de la búsqueda de la justicia (pp. 213–232, quinta causa),  es a la ‘burocratización de la obsesión por la seguridad’, pues ahora es normal que en los centros educativos (desde la primera infancia) haya reacciones exageradas de hiper–protección que convierten la convivencia (en la escuela, en la sociedad) en una maraña incomprensible de reglas paralizantes que enervan y reprimen, como ya anunció Tocqueville (p. 195).

Un juez del Supremo de EEUU a unos alumnos: “Espero que sufráis traiciones, porque eso os enseñará el valor de la lealtad”

Por eso Lukianoff y Haidt proponen un tratamiento de choque, citando un original discurso de John Roberts, Chief of Justice de la Corte Suprema de EEUU, el día de la graduación de la clase de su hijo: «Espero que, en los años que vengan, de vez en cuando seáis tratados injustamente, de forma que lleguéis a conocer el valor de la justicia. Espero que sufráis traiciones, porque eso os enseñará el valor de la lealtad. Siento decirlo, pero espero que os encontréis a veces solos de modo que no creas que los amigos es algo que se tiene asegurado. También os deseo mala suerte, para que os hagáis conscientes del papel de las oportunidades en la vida y comprendáis que vuestro éxito no es algo completamente merecido y que tampoco lo son los fracasos de otros. Y cuando perdáis, y os sucederá de vez en cuando, vuestro oponente se regodeará sobre vuestra caída. Esto es un modo de que descubráis el valor de la deportividad. Espero también que seáis ignorados, para que conozcáis la importancia de escuchar a los demás, y espero que experimentéis el dolor necesario para aprender a tener compasión. Os desee estas cosas o no, os van a ocurrir. Y que os beneficiéis o no de ellas dependerá de vuestra habilidad para ver el sentido de vuestras desgracias» (p. 193)[6].

Deseos para el futuro

Tras el diagnóstico, ¿cuáles son las propuestas en The Coddling?

Por un lado, hacer un esfuerzo para tener niños más sabios. Eso significa evitar la sobreprotección. En una frase ilustrativa: «preparar al niño para el camino, no el camino para el niño», es decir, aceptar que tienen más capacidades de las que les suponemos y que no debemos vivir por ellos una vida que es suya.

Para que sean más sabios será importante animarles a los ‘desacuerdos productivos’ y defender la bondad de las buenas discusiones en casa. «Aprender cómo criticar y cómo recibir críticas sin sentirse herido es una habilidad esencial para la vida», y por eso es preciso entender las discusiones como debates antes que como conflictos, argumentar como si estuvieras en lo cierto pero escuchar como si estuvieras equivocado, hacer la interpretación más respetuosa de la postura del otro y reconocer las cosas en las que estás de acuerdo con tus críticos y lo que aprendes de ellos (cf. p. 240).

Los chicos serán más sabios si se alimenta en ellos la actitud propia del pensamiento crítico. En cambio, si en casa los niños se encuentran desatendidos por unos padres ausentes o por falta de hermanos con los que mantener ‘grandes peleas’, esta habilidad quedará sin desarrollar. También es necesario cultivar esta cultura del pensamiento en las escuelas desarrollando en ellas la apertura y el respeto, la dialéctica, el debate y el amor a la libertad.

En los campus debe avanzarse en la búsqueda de la verdad y un desacuerdo productivo que fortalezca la educación

En segundo lugar, hacer un esfuerzo para tener universidades también más sabias. Y para eso es necesario replantearse el fin (el telos, p. 254) de esta institución, de modo que se asegure que los campus sean espacios donde se avanza en las fronteras del conocimiento, de búsqueda de la verdad y la justicia social y de un desacuerdo productivo que fortalezca la educación antes que las identidades cerradas (p. 258).

Por último, estos dos primeros esfuerzos (niños y universidades) conducirán también a la promoción de sociedades más sabias (p. 263). «Nada es más importante para el bien común que formar y preparar a jóvenes en la sabiduría y la virtud. Los hombres sabios y buenos son, en mi opinión, la fuerza de un estado: mucho más que las riquezas o las armas que, bajo el gobierno de la Ignorancia y la Maldad, a menudo conducen a la destrucción, en vez de aportar seguridad a la gente» (Benjamin Franklin a Samuel Johnson, p. 269).

El libro de Lukianoff y Haidt trata sobre educación y sabiduría. Piensan que si se puede educar a la siguiente generación de una manera más sabia esta será más fuerte, virtuosa y, en conclusión, segura.

 

[1] G. Lukianoff, J. Haidt, The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure, Penguin Books, New York, Septiembre 2018, 338 pp. Puede verse una crítica favorable en https://www.nytimes.com/2018/08/27/books/review/splintering-william-egginton-coddling-greg-lukianoff-jonathan-haidt.html; una crítica más negativa en https://psmag.com/education/the-coddling-of-the-american-mind-is-sort-of-brainless.

[2] Retirar la invitación a hablar a algún orador de importancia porque un grupo de alumnos y/o profesores están en contra de que alguien que pueda tener ciertas ideas sobre cualquier tema encuentre un espacio público donde exponerlas. Esto puede ser desde una presidenta del FMI, hasta una ex–vicepresidenta del gobierno de EEUU, pasando por alguien considerado homófobo por no apoyar ciertas posturas de género, etc.

[3] Merece la pena la lectura del artículo de H. Pluckrose, J. A. Lindsay y P. Boghossian sobre la carga ideológica imperante en algunas revistas académicas sobre género, publicado en Areo el 8 de octubre de 2018: https://areomagazine.com/2018/10/02/academic-grievance-studies-and-the-corruption-of-scholarship/. Vid, artículo Fake papers, falsos saberes en Nueva Revista.

[4] Aconsejo la lectura del excelente artículo de A. Maratz, «How Social Media Trolls Turned UC Berkeley into a Free Speech Circus», en The New Yorker, el 2 de Julio de 2018: https://www.newyorker.com/magazine/2018/07/02/how-social-media-trolls-turned-uc-berkeley-into-a-free-speech-circus.

[5] Citan el libro de descriptivo título escrito por J. M. Twenge, iGen: Why today’s super–connected kids are growing up less rebellious, more tolerant, less happy–and completely unprepared for adulthood–and what that means for the rest of us, Atria Books, New York 2017.

[6] Se puede ver y leer el discurso de Julio de 2017 en http://time.com/4845150/chief-justice-john-roberts-commencement-speech-transcript/ desde el minuto 10’20.

Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.