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Caían las estatuas en Bagdad y a la misma hora la policía política cubana iniciaba los registros y detenciones en las casas de un centenar de disidentes acusados de traición a la patria por cuenta de Estados Unidos: el fusilamiento de tres jóvenes negros -la raza de los condenados es importante- por secuestrar un barco de turismo vino después.

Durante las semanas previas a la guerra de Iraq, entre el Río Grande y la Patagonia menudearon las manifestaciones por la paz y contra la guerra, es decir, contra el imperialismo americano «y sus lacayos», versión criolla de las que recorrieron en las grandes ciudades europeas con idéntica e inocente intención: «parar la guerra», defender la paz. Organizadores y participantes sabían de sobra que tampoco en esa ocasión el imperialismo y sus lacayos iban a atender la solicitud de aquellas multitudes desplegadas en Buenos Aires, Ciudad de México, Santa Cruz de la Sierra o Pernambuco.

Embajadas y consulados americanos alertaron a vigilantes y conserjes ante el improbable asalto de aquellos jóvenes y adultos indignados. Las cosas no pasaron a mayores y cuando se inició de verdad la guerra no tuvo tiempo la izquierda local, pacifistas de toda laya y «piqueteros» de todas las batallas para reconstruir la estrategia antiimperialista. Hubieran llegado tarde.

Los marines ocuparon Bagdad y Castro encarceló a los disidentes antes de ejecutar a los tres jóvenes de color. Pero no hubo en esta caso manifestaciones de protesta: el dictador cubano tiene bula en Latinoamérica hasta el punto que cuando ofrece una de sus tediosas conferencias de prensa en alguna «cumbre iberoamericana», los periodistas y sus policías aplauden entusiasmados. Sólo en Madrid y en Caracas hubo alguna protesta popular ante el último crimen de la dictadura cubana, por supuesto instrumentalizada para evacuar asuntos de política doméstica o municipal.

Los gobiernos democráticos de América Latina «lamentaron» (México), mostraron su preocupación (Brasil) o simplemente callaron (Argentina, Venezuela) en una patética muestra de doble moral y oportunismo sólo comparable a la indecente competición entre partidos políticos españoles para ver quién utilizaba con mayor precisión la tragedia cubana como objeto arrojadizo.

CONSECUENCIAS PARA AMÉRICA LATINA

Los analistas más cotizados aseguran que la guerra de Iraq ha tensado al máximo las relaciones de Estados Unidos con América Latina. Hay, por supuesto, alguna exageración en tal diagnóstico pero no le falta razón a Andrés Oppenheimer que en su jugosa columna del Miami Herald Nuevo Herald (Miami)- enumeraba los tres motivos por los cuales la guerra de Iraq perjudicará a los latinoamericanos en los próximos dos años.

En primer lugar, la guerra y la posguerra continuará acaparando la atención casi total del presidente G. W. Bush durante lo que resta de su primer mandato. Todo indica que en los próximos seis meses los Estados Unidos dedicarán todas sus energías políticas a la reconstrucción de Iraq y posteriormente, como parte de un esfuerzo por recomponer su imagen internacional, la Administración Bush probablemente, convoque una conferencia internacional para la paz en Oriente Medio a finales de este año o a principios del próximo.

Para entonces Washington estará ya inmerso en las elecciones presidenciales de noviembre del 2004 y cualquier iniciativa de política exterior no relacionada con el terrorismo será relegada hasta el próximo gobierno. De modo que la «agenda latinoamericana» del presidente americano basada en la rápida expansión del libre comercio regional y en los incentivos para los países democráticos deberá quedar aplazada o congelada hasta ¡comienzos del 2005!

El segundo motivo evocado por Oppenheimer es que la guerra de Iraq frenará probablemente la economía de Estados Unidos y Europa, y ello afectará a las exportaciones latinoamericanas. Incluso los exportadores de petróleo como México y Ecuador verán cómo sus exportaciones no energéticas se reducen. Casi todos los países de América Latina tendrán probablemente aún mayores dificultades para lograr créditos e inversiones, al tiempo que descenderán también las remesas de sus trabajadores emigrantes en los Estados Unidos y en Europa.

En tercer lugar, el conflicto iraquí podría tensar todavía más las relaciones políticas y diplomáticas entre norteamericanos y latinoamericanos dado que casi todos los países de cierta envergadura (con la significativa excepción de Colombia) se declararon contrarios a la guerra.

MÉXICO

La decepción norteamericana por la negativa de Chile y México (miembros del Consejo de Seguridad) a votar favorablemente la resolución de Estados Unidos, Gran Bretaña y España en el Consejo tendrá probablemente consecuencias y, según dice textualmente Oppenheimer, «un Bush victorioso podría dejar de lado sus planes de reforzar la alianza CanadáEstados UnidosMéxico y volcarse en un nuevo eje Estados UnidosInglaterraEspaña que se extendería a las nuevas democracias de la Europa del Este recién ingresadas en la Unión Europea».

Tal vez la mayor decepción norteamericana por el psicodrama del Consejo de Seguridad se refiera directamente a México. La luna de miel entre los dos países se rompió dramáticamente cuando el presidente Fox -cuyo proamericanismo había sido uno de los argumentos manejados tradicionalmente por sus adversarios- decidió rechazar la resolución en el Consejo de Seguridad tras haber sometido a José María Aznar, que visitaba el país azteca camino del rancho texano de Bush, a toda clase de desplantes y descortesías.

«No conozco otro país cuya economía sea más dependiente de la de Estados Unidos que México -escribió entonces el ya citado Oppenheimer-. Si Estados Unidos estornuda y el resto del mundo se agarra un resfrío, México se agarra una pulmonía».

Claro que para el presidente mexicano era muy comprometido apoyar la postura norteamericana en el Consejo de Seguridad apenas unas semanas antes de las elecciones legislativas mexicanas (6 de julio próximo) y teniendo en cuenta que la inmensa mayoría del país se oponía a un ataque a Iraq sin el aval de la ONU.

Fox demostró, comentaron fuentes diplomáticas americanas, que no es un amigo de fiar y que en los momentos difíciles antepone sus intereses políticos inmediatos a una relación profunda y ambiciosa como la que desearía la Administración de Washington. Esta actitud tendrá consecuencias, advirtieron estas fuentes.

En realidad, ya las está teniendo. Todos los acuerdos de emigración en plena discusión están paralizados y Fox debió tragarse recientemente un sapo suplementario cuando durante cuatro días telefoneó a Bush para «aclarar el malentendido» y sus llamadas no fueron atendidas por el presidente norteamericano. La malo es que este feo trascendió y los medios mexicanos y norteamericanos lo anunciaron a bombo y platillo.

CHILE

El caso de Chile es semejante. El presidente Ricardo Lagos había acreditado una imagen de moderado en el Departamento de Estado pese a las inevitables concesiones al antiamericanismo primario de la izquierda austral y de su partido, el socialista, que tiene enormes dificultades para olvidar la injerencia norteamericana durante la dramática etapa de la Unidad Popular y la caída de Salvador Allende en los primeros años setenta.

Pero la negativa a apoyar la resolución en el Consejo de Seguridad sentó como un tiro al secretario de Estado Powell y a otros altos funcionarios: la cabra tira al monte, dijeron. O lo que es peor: Lagos ha demostrado que es muy difícil convertir al tigre en vegetariano. Todos los acuerdos comerciales y aduaneros pendientes entre los dos países deberán esperar mejores momentos.

BRASIL

Dado que afortunadamente para su gobierno ahora Brasil no forma parte del Consejo de Seguridad, el presidente Lula no necesitó imitar a Lagos y Fox en el endemoniado asunto de la resolución tripartita aunque pocos tienen dudas de que actuaría de forma semejante a sus colegas del norte y del sur. Pero, como dice el refrán, ojos que no ven, corazón que no siente. Y tanto Lula como sus amigos del Departamento de Estado -que los tiene, y algunos de ellos son entusiastas- pudieron evitar el amargo trago.

Tanto el desasistimiento de Chile y México en el Consejo de Seguridad como las manifestaciones populares en casi todas las capitales latinoamericanas contra la guerra de Bush pusieron de manifiesto algo que casi todo el mundo sabía en Europa y en Estados Unidos: la existencia de un intenso frenesí antiamericano o, si se prefiere, antinorteamericano, herencia intelectual ^ pasional de los años sesenta y setenta cuando el imperio se convirtió en el gendarme continental, impuso y derrocó presidentes y regímenes, acreditó la imagen de un poder inmoral y absoluto cuyo único objetivo parecía parar al comunismo allí donde asomaba las orejas y acabar con los líderes poco sumisos u obedientes.

La sorpresa de los últimos meses ha sido comprobar que los estereotipos utilizados por la izquierda latinoamericana con tanta frecuencia como inutilidad parecen haber renacido o simplemente nunca desaparecieron y se hallaban hibernados. La percepción de Estados Unidos como la hiperpotencia amenazadora y furiosa, capaz de castigar duramente a insolentes y rebeldes goza todavía de excelente salud. Y esta evidencia deberá ser asumida tanto por la propia Administración norteamericana como por los países aliados y amigos, miembros de lo que algunos analistas llaman impropiamente el «eje atlántico» o el «trío de las Azores» en referencia a la cumbre tripartita celebrada en el archipiélago horas antes de que Bush ordenara a sus tropas avanzar desde Kuwait.

España obviamente está en este trío o eje. Para nada sirve disimularlo o minimizarlo, máxime cuando las consecuencias de esta opción por parte del Gobierno han sido asumidas y los costes de las mismas no fueron precisamente leves a nivel doméstico para Aznar y sus partidarios.

Llegados a este capítulo es obligado referirse ahora a los daños colaterales que el compromiso atlantista de España ha podido producir en la política exterior y en la imagen del país tanto en América Latina como en el mundo árabe.

CONSECUENCIAS PARA ESPAÑA

Los críticos y teóricos socialistas (desde Felipe González a Manuel Marín pasando por Ignacio Sotelo, Emilio Menéndez del Valle o el ex embajador Máximo Cajal) han reiterado hasta la saciedad que José María Aznar ha roto el consenso de la política exterior española mediante su alineamiento en el eje atlantista y la primera víctima había sido nuestra tradicional relación con América Latina.

La tesis de estos políticos y analistas era que la ruptura del consenso habría tirado por tierra los avances y conquistas logradas desde el inicio de la transición en todo el continente, tanto desde el punto de vista político, como económico, cultural y comercial.

Tal ruptura debería afectar al futuro de la empresas e inversiones españolas en la región. Y, por supuesto, a la imagen de España, la marca España, un concepto tan resbaladizo como inconmensurable por muchas encuestas de opinión que se desplieguen.

Análisis como éstos resultan relativamente cómodos e incluso dan para muchas tesis doctorales, seminarios, jornadas de estudios y demás actos sociales. Pero adolecen de un defecto: parten de un principio a mi juicio no sólo falso sino improbable.

¿CONSENSO EN POLÍTICA EXTERIOR?

No hay a mi entender una política exterior consensuada de la transición ni de la democracia. Tampoco existe ese mito tan agradecido y cómodo llamado consenso en política exterior. Nadie ha roto, pues, ese consenso porque no existía.

Esta tesis del consenso exterior es la última herencia del franquismo crepuscular cuyos principios retóricos eran: defensa de la hispanidad, tradicional amistad con el mundo árabe y buenas relaciones con el pueblo hermano de Portugal. Se ocultaban astutamente los otros intereses y exigencias exteriores porque algunos eran inalcanzables con la dictadura (Mercado Común, OTAN, descolonización de Gibraltar) y otros (alianza defensiva con Estados Unidos) resultaban simplemente inconfesables.

La recién nacida democracia española heredó la retórica al uso pero no la renovó. Las zonas de interés seguían siendo las mismas (la geografía y la geoestrategia son irreversibles) y sólo un capítulo -la incorporación a Europa y posterior integración en el Mercado Común- era compartido por las fuerzas políticas democráticas y no en su totalidad: recordemos las críticas que comunistas y socialistas mediterráneos propinaban a la Europa de los mercaderes a la que pedíamos pasaje y posada.

No había consenso, por supuesto, en el nada fútil asunto de la Alianza Atlántica, en las relaciones con el Magreb (Marruecos era un tema, Argelia otro muy diferente), la alianza con Estados Unidos, las relaciones con el entonces todavía existente bloque del Este, etc. Socialistas, centristas, comunistas, nacionalistas de todo pelaje tenían opiniones diferentes cuando no contrapuestas sobre asuntos tan diversos. Nunca se unificaron criterios a no ser utilizando principios tan vastos como generales, además de obvios.

Sólo el asunto exterior (Gibraltar) gozaba del nada envidiable privilegio del consenso urbi et orbi, pero en el momento de la verdad las diferencias entre, por ejemplo, el PSOE y la UCD para alcanzar la ansiada descolonización resultaban gigantescas.

Al concluir la transición y ubicarse «España en su sitio», según fórmula de Fernando Morán, el problema estribaba en que aquel lugar no era el deseado por todos: ni consenso ni unanimidad. Se había logrado el consenso de lo obvio.

Y así seguimos, dado que evocar simplemente la posibilidad de que la política exterior consensuada sea una filfa provoca odios sarracenos y descalificaciones indecentes.

COSAS QUE NUNCA SE DICEN

Nadie por otra parte se ha preocupado en los últimos años de analizar ex novo qué se oculta detrás de este tinglado. Políticos, diplomáticos, académicos y periodistas han preferido la simulación para, en los momentos críticos, denunciar la ruptura del consenso sin que previamente se nos diga en qué consiste.

En el caso de América Latina se choca con el triunfalismo ambiente y la prepotencia -uno de los vicios imperdonables del actual poder- partiendo del hecho indiscutible de que en los últimos diez años la presencia económica, empresarial, comercial y probablemente cultural es más importante que hace, por ejemplo, veinte años. Otra obviedad tan sutil como que compartimos idioma, religión y costumbres.

Pero cuando se alardea de tales hazañas se oculta cuidadosamente que las exportaciones españolas a los cinco países del Magreb, por ejemplo, representan el doble de todas nuestras exportaciones a América Latina. O que España es el primer financiador de países como Argentina, Chile, Venezuela, Bolivia o Argentina: 180.000 millones de dólares, algo así como el 40% del PIB nacional.

La presencia económica de España en algunos de los principales países ¿ha mejorado o aquilatado nuestra imagen en estos países, o la ha deteriorado, convirtiendo a la madre patria en un simple socio comercial interesado más en las cuentas de resultados que en cualquier otra cosa o, lo que sería peor, en un nuevo rico del otro lado del Atlántico, dispuesto a pactar con las oligarquías corruptas de algunos de estos países o con los políticos venales?

Las flaquezas y efectos secundarios derivados de la apabullante presencia económica española en ciertos países ha provocado reacciones imprevistas e injusticias notorias: recordemos por ejemplo que en plena crisis del corralito argentino (diciembre del 2001) se oyeron gritos estentóreos de: «¡Fuera gallegos!».

Obviamente aparecer ante las opiniones públicas latinoamericanas y ante la clase política de estos países acompañados por la sombra gigantesca y apabullante de la hiperpotencia en un asunto tan controvertido como la guerra de Iraq no debería provocar un entusiasmo indescriptible.

COSAS QUE SE DICEN HARTO

En un trabajo titulado España y América Latina tras la crisis iraquí (Real Instituto Elcano; Análisis 21/04/03), el profesor Malamud sugiere, entre otros puntos polémicos, que el anclaje de España en el eje atlantista ha desencadenado «un cierto estado de desconcierto» común a numerosos gobiernos latinoamericanos expresado a través de políticos, diplomáticos, intelectuales o académicos.

El desconcierto se reflejaría en esta simple pregunta: ¿hacia donde va España de la mano de Estados Unidos?

La única receta que tiene a su alcance el gobierno Aznar, advertía Malamud, si quiere acabar con el desconcierto y facilitar las relaciones con los distintos países iberoamericanos, es explicarle a cada uno de sus gobiernos las causas y las motivaciones de la actual política española. El mismo argumento utilizado respecto a la opinión pública en nuestro país (la falta de explicaciones y un mayor esfuerzo didáctico por parte del Gobierno para hacer comprender sus objetivos y puntos de vista), valdría para los amigos latinoamericanos, con quienes no se tuvo la deferencia en los últimos meses de presentarles directamente los motivos de nuestro giro en política exterior.

Aparte de que no puede seriamente hablarse de giro cuando se aplica una política clarísima (la solidaridad con los países amigos y aliados), sería conveniente preguntarse si hubiera servido para algo informar a tales gobiernos y opiniones públicas, cuando la espiral iraquí ha ido eliminando todo tipo de racionalidad y despertó los más primitivos instintos del antiamericanismo.

Malamud utiliza como ejemplo la desastrosa escala mexicana de Aznar, que tenía por objeto persuadir al presidente Fox sobre la idoneidad de la política del eje atlantista con respecto a Iraq. Coincido en la idoneidad del ejemplo, pero no en que los resultados hubieran podido ser muy distintos: aunque Aznar se convirtiera por arte de birlibirloque en un habilísimo conseguidor no hubiera logrado convencer a Fox de sus tesis. Sólo el interés o la capacidad de presión política en grado superlativo hubieran dado resultado, pero Aznar carecía de ambas.

Bush hubiera ablandado seguramente al presidente mexicano pero simple y sencillamente porque es el jefe de Estado de la hiperpotencia y el hipervecino. La fábula del sapo que quiso ser buey es perfectamente aplicable en tales circunstancias.

Algo similar se podría afirmar de la política española respecto a la votación de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU sobre la violación de los derechos humanos. Malamud echa de menos una clara postura española que incluya negociaciones con los gobiernos latinoamericanos para convencerlos de que Castro es un violador persistente de los derechos humanos.

Disiento: estos gobiernos saben muy bien qué ocurre en Cuba, cómo se las gasta Castro desde hace cuarenta y cuatro años y cuál es la postura española al respecto (y la de la UE, sintetizada en la postura común sobre Cuba) pero prefieren mirar hacia otro lado, como han hecho casi siempre. A estas alturas, creer que la presión política española podría convencer a Lula, a Chávez o a Duhalde que cambiaran de opinión revela una angelical prueba de inocencia.

Malamud denuncia con toda razón que las cumbres iberoamericanas, un ingenioso invento de Felipe González en las proximidades del quinto centenario, no han terminado por ser aceptadas como algo propio por los latinoamericanos.

Eso es también una obviedad. El sistema está agotado y su larga agonía no lo salvará sino una reforma en profundidad, que en las actuales circunstancias no puede tener lugar porque falla la concepción, el contenido y la voluntad política.

Sinceramente me asombra que una persona tan informada y con un currículo tan brillante como el profesor Malamud afirme al final de su trabajo (después sintetizado en una Tribuna Libre de El País, 26/04/03) que si España quiere sacarle partido a su «actual apuesta iraquí» debe manifestar claramente que «el acercamiento a Estados Unidos será para reformar las lazos con América Latina y mantener el carácter de puente entre ambas orillas del Atlántico».

Malamud conoce mejor que nadie cuáles son los fantasmas familiares de las opiniones públicas latinoamericanas y cómo entre ellos ocupa una plaza de honor el antiamericanismo, ese extraño mecanismo de amorodio hacia la hiperpotencia y el tópico de Españapuente, un signo de prepotencia colonial que por otra parte nunca funcionó. Ni España ha sido puente de nada (a no ser aéreo para turistas o emigrantes) ni las naciones de América Latina aceptarían tal mediación por elemental orgullo. Sus dirigentes se han cansado de repetirlo, además.

EN CONCLUSIÓN

Es obvio que el alineamiento español con su aliado principal y con otros secundarios europeos en la crisis iraquí ha tenido un modesto impacto en sus relaciones con América Latina. La rápida victoria de la coalición y el nacimiento hace apenas unos días de una nueva Europa distinta del «núcleo duro» representado por el dúo francoalemán refuerzan esta tesis pero en modo alguno invalidan la necesidad de que las fuerzas políticas parlamentarias, sus analistas y académicos replanteen asuntos tan trascendentes como el futuro de estas relaciones, el endiablado asunto del consenso exterior y por supuesto cuál es ahora el sitio de España en el mundo. Casi nada. © ALBERTO MlGUEZ

Periodista