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He visto recientemente la última película de James Cameron, Avatar, éxito comercial casi sin precedentes en muchos países.

Suelo albergar sospechas sobre las películas taquilleras, y procuro verlas cuando ha pasado el reflujo de la moda y puede uno juzgarlas con menos apasionamiento. La academia de Hollywood parece que no estuvo muy de acuerdo con el gran público, y esta vez no quiso avalar con sus más preciados Oscars al filme que había conseguido la mayor notoriedad pública de los últimos años. La película me pareció muy entretenida, estéticamente muy lograda, y con una calidad en sus efectos especiales que justifica el amplio presupuesto de su filmación. El argumento, en cambio, parece bastante rudimentario, sencillo a primera vista, con buenos-buenos y malos-malos, aunque pensándolo un poco incluye bastantes referencias a otras películas, desde Bailando con lobos hasta Matrix, aderezado con un poco de hinduismo, panteísmo, new age, desobediencia civil y ecocentrismo.

En Avatar los buenos son quienes defienden sus costumbres y su modo relativamente primitivo de vida, muy pegado a la naturaleza, como los sioux con quienes Kevin Costner pasara buena parte de su más premiada película. Al igual que ese filme, aquí también es un occidental (el marine bueno) el que se convierte al indigenismo y lidera la rebelión contra otros occidentales, que en este caso quieren destruir los recursos del planeta Pandora por su desmedido afán de riqueza, pasando por encima de los locales (los Navi, para más señas). En definitiva, la tesis de la película es la lucha entre quienes intentan destruir el planeta por la ambición y los que quieren preservar su modo de vida, protegiendo al Árbol Madre y al Árbol de las Almas. En suma, hay un mensaje ecocentrista, aliado de una espiritualidad naturalista, que conecta bastante bien con el público contemporáneo. No sé en qué medida este planteamiento ambientalista es responsable de ser la película más taquillera de la historia del cine, pero sin duda habrá contribuido al atractivo que el rodaje y los efectos especiales ofrecen.

Tomo esta película como ejemplo de la fuerza que la «ética conservacionista» tiene actualmente en nuestra sociedad. En otras palabras, la «defensa del planeta» se considera una causa justa, con mayúscula, que justifica la existencia de compromisos éticos, cada vez más sólidos. Hemos pasado de movimientos ecologistas, considerados por muchos como más o menos utópicos, a una agenda política y económica, donde los temas ambientales tienen un protagonismo evidente.

En este marco, me parece que resulta especialmente interesante entender mejor qué planteamientos filosóficos y teológicos hay detrás de las distintas posturas conservacionistas. En otras palabras, intento entender mejor qué argumentos aportan las distintas actitudes vitales en relación con la naturaleza. Desde escuelas filosóficas neomarxistas, hasta planteamientos feministas o anarquistas, pasando por una amplia variedad de doctrinas religiosas, la convergencia hacia una mayor integración con la naturaleza se produce desde frentes muy variados, lo que a mi modo de ver indica que dista mucho de tratarse de un tema marginal.

También la Iglesia católica ha abordado este tema en las últimas décadas, con mayor repercusión a través de algunos textos significativos de los últimos papas. Por la repercusión cultural que ese planteamiento tiene en nuestra sociedad, puede resultar de interés revisar cómo los textos más recientes de la Iglesia abordan esta cuestión. Por más que algunos medios quieran dar esa impresión, Benedicto XVI no se dedica en exclusiva a subsanar errores de algunos sacerdotes, sino más bien el contrario despliega su potencia intelectual en múltiples frentes de mucho más calado que los meramente disciplinares. Además de numerosas referencias en otros documentos, el Papa ha dedicado una parte muy significativa a la cuestión ecológica en documentos recientes de gran trascendencia, como es el caso de su última encíclica (Caritas in veritate, publicada el 29.06.2009), del discurso al cuerpo diplomático con motivo del Año Nuevo (15.10.2010) y del mensaje para la celebración de la última Jornada Mundial de la Paz (8.12.2009), que trataremos aquí de modo más detallado.

La idea fundamental de estos documentos es que el hombre (no sólo el cristiano) no tiene un dominio absoluto sobre la Creación, sino sólo es administrador «delegado» de Dios para utilizar sin abusar de la Naturaleza. Esta idea ya tiene una cierta tradición en la teología cristiana, desde los años sesenta, y fue recogida en 1990, en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, por Juan Pablo II:

«Creados a imagen y semejanza de Dios, Adán y Eva debían ejercer su dominio sobre la tierra (Gén. 1, 28) con sabiduría y amor. Ellos, en cambio, con su pecado destruyeron la armonía existente, poniéndose deliberadamente contra el designio del Creador». Benedicto XVI en el mensaje para la jornada mundial de la paz, remacha esta idea:

«La armonía entre el Creador, la humanidad y la creación que describe la Sagrada Escritura, se ha roto por el pecado de Adán y Eva, del hombre y la mujer, que pretendieron ponerse en el lugar de Dios, negándose a reconocerse criaturas suyas. La consecuencia es que se ha distorsionado también el encargo de «dominar» la tierra, de «cultivarla y guardarla», y así surgió un conflicto entre ellos y el resto de la creación (cf. Gén 3,17-19). El ser humano se ha dejado dominar por el egoísmo, perdiendo el sentido del mandato de Dios, y en su relación con la creación se ha comportado como explotador, queriendo ejercer sobre ella un dominio absoluto. Pero el verdadero sentido del mandato original de Dios, perfectamente claro en el libro del Génesis, no consistía en una simple concesión de autoridad, sino más bien en una llamada a la responsabilidad» (n. 6).

Cuando se rompe ese equilibrio entre el hombre y Dios, también se rompe la relación correcta con al resto de la creación: «Si el hombre no está en paz con Dios la tierra misma tampoco está en paz», indicó Juan Pablo II, para quien el problema ecológico era realmente un problema moral. Desde luego eso no significa que corresponda a la Iglesia el diseño de las soluciones técnicas sobre los problemas ambientales, sino más bien de llamar la atención sobre la relación entre el Creador, el ser humano y la creación.

Para Benedicto XVI, «este llamamiento se hace hoy todavía más apremiante ante las crecientes manifestaciones de una crisis, que sería irresponsable no tomar en seria consideración. ¿Cómo permanecer indiferentes ante los problemas que se derivan de fenómenos como el cambio climático, la desertificación, el deterioro y la pérdida de productividad de amplias zonas agrícolas, la contaminación de los ríos y de las capas acuíferas, la pérdida de la biodiversidad, el aumento de sucesos naturales extremos, la deforestación de las áreas ecuatoriales y tropicales? ¿Cómo descuidar el creciente fenómeno de los llamados «prófugos ambientales», personas que deben abandonar el ambiente en que viven —y con frecuencia también sus bienes— a causa de su deterioro, para afrontar los peligros y las incógnitas de un desplazamiento forzado? ¿Cómo no reaccionar ante los conflictos actuales, y ante otros potenciales, relacionados con el acceso a los re- cursos naturales? Todas estas son cuestiones que tienen una repercusión profunda en el ejercicio de los derechos humanos como, por ejemplo, el derecho a la vida, a la alimentación, a la salud y al desarrollo» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2010, n. 4).

En definitiva, el mensaje de los últimos papas indica que buena parte de los problemas ambientales tienen raí- ces morales porque son fruto del egoísmo humano, están ocasionados por una visión estrecha de la economía, que pone en primer plano el consumo, tantas veces superfluo, sobre la solidaridad. Por eso «resulta sensato hacer una revisión profunda y con visión de futuro del modelo de desarrollo, reflexionando además sobre el sentido de la economía y su finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones. Lo exige el estado de salud ecológica del planeta; lo requiere también, y sobre todo, la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son patentes desde hace tiempo en todas las partes del mundo» (n. 5).

Entre los pilares de ese nuevo orden económico estaría la solidaridad inter e intrageneracional. No tenemos derecho a consumir irresponsablemente los recursos de sociedades enteras que los precisan para su propio desarrollo (los países más pobres, muchas veces con abundantes recursos que explotan otros), como tampoco podemos sus traerlos a las generaciones futuras a quienes es preciso dejar un legado ambiental que les permita desarrollarse satisfactoriamente. Como recuerda el Papa, el destino universal de los bienes, que proclamó el Concilio Vaticano II, debe ser el fundamento de la solidaridad intergeneracional: «El uso de los recursos naturales debería hacerse de modo que las ventajas inmediatas no tengan consecuencias negativas para los seres vivientes, humanos o no, del presente y del futuro; que la tutela de la propiedad priva- da no entorpezca el destino universal de los bienes; que la intervención del hombre no comprometa la fecundidad de la tierra, para ahora y para el mañana» (n. 8). A muchos temas afecta este impacto futuro, aunque es sin duda el cambio climático uno de los más significativos, ya que la mayor parte de los procesos que se consideran (residencia de gases en la atmósfera, balance de carbono en el agua o las plantas, deshielo, etc.) tienen una cadencia temporal bastante larga. En suma, en estos temas las decisiones que tomemos ahora van a afectar drásticamente a los seres humanos que vivan en el planeta dentro de varios decenios o incluso siglos.

Para una valoración más integral de las decisiones económicas recuerda el pontífice la importancia de que consideren también los costes ambientales, de tal forma que se valore su posible pérdida o deterioro, incorporándose mecanismos para restituirlos en la medida que sea posible, o al menos mitigando su ausencia. Se pueden poner muchos ejemplos: desde los costes de restauración que ya se incluyen en las obras públicas, hasta las multas por vertidos industriales o los impuestos recientemente propuestos para las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin duda, el considerar que los recursos naturales no son un bien infinito, debería suponer una valoración económica, proyectada en el tiempo, en términos de rentas destruidas o no percibidas, lo que facilitará su preservación. En términos de economía ambiental, se están extendiendo en los últimos años la valoración de servicios ambientales que proveen los ecosistemas. El tema resulta complejo, no cabe duda, pero es necesario hacer el esfuerzo ya que la degradación del suelo o la pérdida de cubierta vegetal tiene también impactos económicos a medio y largo plazo.

En el terreno de la generación de energía resulta especialmente clara la importancia de valorar económicamente los recursos naturales, ya que todas las formas de energía tienen costes ambientales asociados: estéticos (energía eólica), atmosféricos (combustibles fósiles), de superficie (solar), de salud (potencialmente la energía nuclear), etc. Es preciso no derrochar energía, promover la búsqueda y aplicaciones de las que tienen un menor impacto ambiental. También una redistribución planetaria de los recursos energéticos. Es preciso investigar y encontrar soluciones energéticas con menor impacto ambiental; aunque no debemos engañarnos: la vida avanza siempre con rozamientos, no hay soluciones perfectas (sin pérdidas) y al final —o al principio— las gentes han de tomar soluciones que exigen escoger entre procesos problemáticos. Unas veces es la supervivencia a corto plazo lo que prima: entre otras cosas porque si no, ni siquiera cabría futuro. Cuando los problemas inmediatos están resueltos en sus peligros más patentes, habrá que levantar los ojos al futuro. Ahí entra la investigación sobre nuevas fuentes de energía con menor impacto ambiental (como la solar) y los demás aspectos que inciden directamente en los cambios ambientales que afectan al planeta: abastecimiento de agua, gestión de bosques, desarrollo rural, etc.

Siguiendo con la argumentación de Benedicto XVI, puesto que la crisis ecológica es una crisis moral, las soluciones no han de ser únicamente técnicas, sino primordialmente afectan al comportamiento de los seres humanos. «Ha llegado el momento –indica– en que resulta indispensable un cambio de mentalidad efectivo, que lleve a todos a adoptar nuevos estilos de vida» (n. 11), donde prime la sobriedad, la búsqueda de valores espirituales, que subvierta la jerarquía impuesta por el consumismo materialista. En este nuevo marco, también encontrará un equilibrio el respeto a la creación y el respeto a la propia «ecología humana», que supone vivir de acuerdo con la naturaleza más profunda del ser humano, amparando «la vida humana en cada una de sus fases, y en cualquier condición en que se encuentre, la dignidad de la persona y la insustituible misión de la familia, en la cual se educa en el amor al prójimo y el respeto por la naturaleza» […]. No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y social» (n 12). Para algunos es sólo cuestión de campañas de opinión, de selección temática de la agenda para que las aborden los medios, de elaborar repertorios de respuestas fáciles de entender, de intervenciones orquestadas de estrellas del rock o del cine, de en- cuadrar las respuestas y, sobre todo, el debate… Pero el debate moral se plantea y se resuelve en las conciencias y se traduce en nuevas formas de vida asumidas libremente: con la seguridad de que es preciso un cambio en ellas.

No hay que olvidar que los equilibrios son inestables en la historia. Cuando se fuerzan artificialmente suelen conducir a catástrofes. Hay soluciones que fueron buenas en situaciones determinadas. Incluso algunas fueron malas y acabaron produciendo efectos positivos a medio y largo plazo. La naturaleza tiene ciclos más largos que pueden hacer sentir a los humanos la ilusión de un equilibrio más permanente. Es sólo un problema de ajuste de escalas cronológicas.

En todas estas tensiones y principios de solución —sean cristianos o laicos, como se dice ahora— late una cuestión fundamental que incluso defienden sin darse cuenta los ecocentristas más radicales. La solución está en manos de los seres humanos. No hay equiparamiento igualitarista entre personas humanas (como añaden algunos) y el medio ambiente o el conjunto de las especies animales excluida la humana. Lo reconocen incluso los activistas más radicales al señalar que la solución está en nosotros y no en ello. No parece razonable establecer contradicciones entre humano y natural, pues somos parte de la Naturaleza, y no tendría sentido que sólo por ser humanos fuéramos dañinos para el planeta.

Se dice en muchas ocasiones que está en juego el futuro del planeta. La expresión no me parece correcta. El planeta va a seguir funcionando con más o menos tempera- tura, con más o menos vegetación, con más o menos suelo o agua. A mi modo de ver, lo que está en juego más bien es la habitabilidad del planeta, el reto es que este precioso lugar, que Dios nos entregó como casa, siga siendo un lugar bueno para vivir. Proteger la creación no es una cuestión marginal. Hemos de dar cuenta de nuestra administración del medio ambiente a las autoridades legítimamente constituidas (a las mismas que pagamos impuestos). También a la Historia: que nos juzgará como insolidarios y egoístas, o prudentes y generosos. Los cristianos sabemos que hay otro juicio pendiente. Nos examinarán de amor… a la naturaleza y a los demás; aunque quizá sea todo lo mismo.

Catedrático de Geografía. Universidad de Alcalá