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En alguna colaboración de prensa me he referido a la última legislatura que ha finalizado como «Una legislatura para la eternidad» (Expansión, 31 de mayo de 2007) sencillamente porque mejor no ha podido ser: por fortuna, no prosperó nada de lo previsto. La Justicia ha sido la gran ausente y lo único que de ella se ha oído en la pasada campaña electoral han sido las pitadas y abucheos de sus funcionarios. También he dicho – —y mantengo – — que ha sido una legislatura en la que se ha hecho política judicial desde la política territorial y esa será la plantilla con la que se diseñará la Justicia en los próximos cuatro años.

El guión para las reformas judiciales se encuentra en el Estatuto de Cataluña, duplicado por el andaluz. Crea los Consejos de Justicia autonómicos, la Justicia de Proximidad —ahí y en una norma tan «judicial» como la de régimen municipal de Barcelona-— o le adjudica la selección de los futuros jueces. El Estatuto está recurrido ante el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial se percató de que tan sólo respecto de la Justicia adolece de hasta diecisiete motivos de inconstitucionalidad. Aun así no se anulará, ¿por qué? Muy sencillo, a diferencia del «Plan Ibarreche»- —texto jurídicamente grosero donde los haya—- el Estatuto catalán está cargado de sutilezas; es ideal para sentencias interpretativas, para admoniciones del estilo «esto es constitucional si se interpreta así», algo a lo que nos tiene muy acostumbrados ese Tribunal como acostumbrados estamos a ver en qué quedan: me remito a la reforma que se hizo de la elección del Consejo General del Poder Judicial en 1985, a lo que dijo en su sentencia 108/86 y a cuál ha sido la realidad en todos estos años.

Por lo tanto, el Parlamento reformará la Ley Orgánica del Poder Judicial para ajustarla al Estatuto. Alguien se preguntará cómo es posible que una ley que regula uno de los poderes del Estado se reforme por una ley ajena a la Justicia; cómo esa norma extravagante puede adentrarse en este terreno. Muy sencillo: haciéndolo, es decir, teniendo mayoría en ambos Parlamentos —Cortes Generales y Parlamento catalán— y, es obvio, un Tribunal Constitucional propicio. Antes un ejército de constitucionalistas de cámara ha suministrado los argumentos para hacer de nuestra Constitución un buen trozo de arcilla, modelable al gusto del alfarero del poder.

Tendremos, por tanto, Consejos de Justicia al estilo del Estatuto catalán y a partir de él y previa reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en toda España. Este tipo de Consejos no deben confundirse con el del nuevo Estatuto valenciano cuyo Consejo es un órgano de debate, consultivo, de asesoramiento. El que se generalizará es un verdadero clon del Consejo General del Poder Judicial; un órgano de gobierno externo de la Justicia, en parte elegido por cada parlamento autonómico, con lo cual se da un paso de gigante en la definitiva «federalización» de la Justicia. Piense por un momento el lector que si es polémico el modelo de Consejo General que ya tenemos, qué será cuando, lejos de corregirse, se multiplique por diecisiete. Es fácil de intuir. Y alguno dirá si esa cercanía de cada Consejo al territorio que gobierna no traerá más sensibilidad hacia los problemas. Pues no, sencillamente no. La «cultura» política regional o autonómica es muy diferente a la nacional: vamos a una reedición del caciquismo decimonónico y serán las élites políticas de cada autonomía quienes diseñarán su sistema Judicial y aquí entran políticos de todos los colores. Significa que la clase política de cada autonomía nombrará a los presidentes de los tribunales y en este ámbito se celebrarán en lo sucesivo las pruebas de ingreso en la carrera judicial. ¿Qué político rechazará semejante pastel?, ¿quién no va a querer nombrar a la cúpula judicial en cada territorio y además a los futuros jueces?

He aludido a la Justicia de Proximidad y selección de jueces. Con la primera se trata de reeditar algo cuya supresión fue un error histórico: la Justicia de Distrito. El único impedimento que puede tener es su coste, pero también la experiencia muestra que todo gasto es poco si se trata de «construir nación» o, dicho en otros términos, de ir al Estado confederal. Si la Justicia de Proximidad permite a cada autonomía diseñar su propio sistema judicial, con designación de jueces, todo gasto será poco. Y en cuanto a la elección de jueces en general, el programa electoral del PSOE prevé suprimir las oposiciones. La forma ordinaria de selección sería obtener un máster expedido por las universidades públicas y un examen light de ingreso en una Escuela Judicial, que haría la selección definitiva centrada, no en enseñar a ser juez y a poner en práctica los conocimientos teóricos acreditados- —como hasta ahora-—, sino en constatar la actitud social e ideológica de los candidatos. No son elucubraciones ni escribo en estado febril: sus ideólogos lo tienen dicho y es material de trabajo prelegislativo.

Otro punto anunciado es el abandono del sistema de instrucción penal. El actual -—centrado en el juez de instrucción desde 1882—- cedería el paso a la figura del fiscal instructor. El debate sobre si es razonable que sea el juez quien instruya es antiguo pero, sobre todo, jurídico, procesal. Ahora es un objetivo político. Con un ministerio fiscal dependiente del Gobierno y estructurado en forma piramidal, es evidente lo que se busca si se le adjudica la investigación y el monopolio de la acción penal: sólo se perseguirían aquellos delitos en los que hubiere interés desde el poder político y sin olvidar la colaboración de la policía. Y que se preparen los enemigos de quien controle el sistema. Lo visto en las últimas elecciones -—acoso penal a políticos de la oposición-— permite intuir por dónde iríamos.

Este panorama es mucho más denso, complejo y lleva a un primer veredicto: desde 1985 no hay política judicial pensada para el ciudadano. La gran mayoría de las reformas se han hecho o bien para controlar el gobierno de la Justicia o para llevar a la Justicia a las autonomías. O dicho de otro modo, lo que inspira las reformas judiciales es el interés político a secas o acompañado del adjetivo territorial. Y entre tanto la casa por barrer. En lo que a funcionamiento se refiere vivimos de una organización que, en lo substancial, viene de 1870 y que tiene como quintaesencia la idolatría del número: cuántos jueces hacen falta, cuántos juzgados hay que crear, qué ratio juez/habitantes hay que procurar, algo que al hacerse sobre esquemas caducos lo único que hace es consolidarlo y multiplicarlo. Lo he dicho en bastantes ocasiones y lo repito: a la hora de la verdad todo ministro que se precie lo que pone encima de la mesa al final de su mandato es la creación de centenares de nuevos juzgados, masificando una organización ineficiente.

¿Qué es lo que habría que hacer? Ante todo eliminar lo que politiza el gobierno judicial. Como no parece posible volver al sistema Consejo de 1980, el genuinamente constitucional, sus actos deberán ser lo más reglados y motivados posibles. Sin perjuicio de evitar la clonación autonómica del actual modelo de Consejo, habrá que reforzar lo que ya existe: los órganos de gobierno periférico del poder judicial. La llamada «oficina judicial» necesita de técnicas de gestión habituales en otros ámbitos y que el secretario judicial se convierta en técnico en administración judicial. Experto en gestión de recursos humanos y dirección de secretarías informatizadas, debe estar a la cabeza de una organización instrumental pensada para que el juez se centre en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado; esto exige un secretario libre del permanente complejo de querer ser «como el juez».

Habrá que eliminar las bolsas de funcionarios judiciales interinos cubriendo esas vacantes y especializando a los de carrera; habrá que eliminar la masa de jueces suplentes, habrá que hacer una verdadera carrera judicial perfeccionando el actual sistema de ingreso con abandono de otros históricamente fracasados -—el de «turnos»-— y que el progreso en esa carrera sea fruto de la experiencia, la formación y la especialización. En cuanto a la promoción, deberán establecerse criterios que objetiven el ascenso del juez o la designación para cargos gubernativos.

En lo jurisdiccional habrá que reeditar la antigua Justicia de Distrito. Este primer escalón, amplio y generalizado a todos los órdenes, conocería mediante un procedimiento de «juez de mazo» (inmediación, oralidad y concentración de trámites) la litigiosidad más numerosa y con frecuencia menos compleja pero más próxima a los intereses cotidianos del ciudadano (arrendamientos, multas, faltas, pequeñas reclamaciones de cantidad, etc.). Ese juez sería seleccionado exigiéndole unos conocimientos acordes a esas limitadas competencias; su ascenso a órganos superiores requeriría su promoción profesional selectiva.

Habrá que establecer un plan de informatización judicial, integral y para toda España de forma que el trabajo se base en esos instrumentos para tramitación, documentación y que los actos de comunicación sean mediante firma electrónica, lo que ahorraría tiempo y gastos profesionales innecesarios. También habría que introducir reformas para alejar el atasco judicial no acudiendo sólo al fácil y costoso expediente de aumentar el número de jueces y tribunales: sanción para quien acuda temeraria o maliciosamente a los tribunales, asunción de su costo, imposición de costas por vencimiento, desjudicialización de los conflictos que se den en ese ámbito, control del trabajo judicial, etc. Habrá que indagar ámbitos en los que desjudicializar conflictos -—por ejemplo, litigios en materia de tráfico entre compañías de seguro—-; habrá que garantizar que el sistema judicial proporcione seguridad jurídica y sea previsible con un Tribunal Supremo centrado en su función casacional, reforzando el carácter vinculante de su jurisprudencia, no convirtiendo a los Tribunales Superiores de Justicia en diecisiete tribunales supremos. Habría que eliminar el recurso de amparo para atribuírselo al Supremo, ya que a estas alturas hay suficiente doctrina sobre derechos fundamentales para que esa función pase a la jurisdicción ordinaria.

El panorama de reforma es considerable y he dejado sin tratar por ejemplo, el sistema de los estudios de Derecho, el ministerio fiscal, las administraciones y sus litigios, la policía judicial, la necesidad de un plan plurianual de inversiones y un presupuesto mínimo que garantice la suficiencia económica de la Justicia, etc., pero no menos considerables son las inercias, los intereses profesionales, funcionariales, creados que ahogan los intentos de reforma. En todo caso, el objetivo debería ser una Justicia que engarce con una sociedad dinámica, exigente, que no sea lastre para su desarrollo, que aporte seguridad para generar riqueza y trabajo, para ser emprendedor. Como se ve, son cosas que no se advierten en el discurso habitual sobre la Justicia. 

JOSÉ LUIS REQUERO