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TRADUCTORES Y POETAS

Una noticia espléndida es que poco a poco vamos completando el canon de la obra completa de Shakespeare traducida por poetas contemporáneos de primera fila. Luis Cernuda tradujo Troilo y Cresaida, Pablo Neruda Romeo y Julieta, Tomás Segovia, Hamlet, Jenaro Talens, La tempestad, entre tantas otras, Agustín García Calvo, el mismo Macbeth, etc. A este espléndido elenco se suma ahora Luis Alberto de Cuenca. Fue otro importante poeta traductor de Shakespeare, en su caso al catalán, Josep M. de Sagarra, quien protestó contra la costumbre de volcar íntegramente en prosa las obras del Bardo: «Eso, a mi en-tender, es impropio porque cuando se escribe en verso, por algo se escribe». Puede parecer una tautología, pero el verso tiene una importancia esencial, porque es una naturaleza propia: dice distinto que la prosa. La música de la métrica, las pausas de los encabalgamientos, el ritmo y la imagen son actores principales e imprescindibles del texto shakespeariano. Razón por lo que reclama alguien experto en poesía. Ni basta cortar las líneas en porciones más o menos simétricas ni tampoco cumplir con ciertos preceptos métricos. El verso se mide por fuera, pero se modula por dentro.

UN LUIS ALBERTO DE CUENCA SHAKESPERIANO Y VICEVERSA

Sin duda, la traducción de Luis Alberto de Cuenca y de José Fernández Bueno cumple este requisito, que, en el caso de Macbeth, una obra casi íntegramente en verso, adquiere todavía mayor relevancia. Hay todo un despliegue de maestría técnica, con un amplio abanico de endecasílabos, dodecasílabos y alejandrinos; sin olvidarse de la rima de las canciones, donde tan importante es, aunque suele olvidarse. También se han ceñido al número de versos original. Es un dato a tener en cuenta porque la concisión también significa.

En el prólogo, De Cuenca rememora una representación en el salón de actos del Colegio del Pilar, a mediados de los años sesenta, donde hizo el papel del heredero legítimo e inocente Malcolm. Quedó para siempre marcado y no ha querido, afirma, «irse al otro barrio sin traducir la inmortal tragedia shakespeariana». Como siempre en Luis Alberto de Cuenca, lo que parece una simple anécdota biográfica se carga de sentido literario, pues se nos avisa, como si cualquier cosa, de que esta traducción nace de la vida, de la memoria y del deseo, nada menos.

Y se nos señala, implícitamente, otro hecho importante. En varias ocasiones, Luis Alberto de Cuenca ha reconocido su deuda con Shakespeare. En el número 144 de esta misma revista, escribió: «Leer a William Shakespeare ha sido lo más importante que me ha pasado en los últimos sesenta y dos años. Y estoy seguro de que será, también, lo más importante que va a pasarme en el futuro». Y ha explicado hasta qué punto esa lectura está imbricada con su biografía: «Como aprobé la Reválida de 4º con matrícula de honor, mis padres me regalaron las obras completas de Shakespeare, traducidas por Luis Astrana Marín (Aguilar). Las leí de cabo a rabo a lo largo de todo el curso siguiente, durante las triunfantes mañanas de los domingos y, por lo general, en la cama. Desde las 6 hasta las 11 am, para ser exactos. Leer a Shakespeare en la cama es como hacer el amor, también en la cama, con la vida, que es una morena espectacular de ojos verdes que se parece a Hedy Lamarr». Lo implícito es que su poesía personal también resultó extraordinariamente marcada por la obra de Shakespeare, por sus endecasílabos blancos, por la capacidad imaginativa y por la creación de personajes y voces a la vez claras, excesivas y enigmáticas. Sin el dato de la conmoción shakesperiana, algo muy serio se pierde de la poesía de Luis Alberto de Cuenca. Hagan ustedes la prueba de poner el recuerdo de Shakespeare de telón de fondo la próxima vez que lean a De Cuenca. Le descubrirán nuevos matices y perspectivas.

Y a su vez, sin ser conscientes de esa poesía personal llena de posos shakesperianos, alguna nota se nos escapa de esta traducción. Que devuelve lo prestado, que cierra un círculo y que queda, por tanto, redonda.

EDICIÓN BILINGÜE Y COMPARACIONES ODIOSAS

Una humilde pero impagable aportación de la edición de Reino de Cordelia es que reproduce, en el tercio inferior de la página, el texto original. Humilde por partida doble: primero, porque no cuesta tanto y no sé por qué se resisten las editoriales; y humilde también porque deja siempre a los traductores a los pies de los caballos. Jaime Gil de Biedma recordaba que el traductor, irremediablemente, tiene que descartarse de algo de la riqueza del original. El buen traductor es el que sabe identificar, por tanto, lo imprescindible, y lo conserva; y luego pelea para añadir todavía lo que pueda del resto. Fernández Bueno y De Cuenca aciertan en sus descartes, pero haberlos, haylos, naturalmente. Publicar frente a frente a la versión original implica un valor suicida, del que sale beneficiado el lector, que soluciona los momentos complejos gracias a la ayuda de los traductores, y que puede, mientras tanto, disfrutar del esplendor de Shakespeare en sus propias palabras. La edición bilingüe es, por tanto, una obra de caridad que implica la asunción de un sacrificio de los traductores.

Un sacrificio del que el lector inteligente debe y puede dispensarles con tal de no perder la perspectiva del sentido común. Más fecundo, desde un punto de vista de la teoría de la traducción, es comparar diferentes versiones. Ahí se juega en un plano de igualdad. Por suerte, de Macbeth contamos con varias espléndidas. ¿Quién se resiste a una lectura contrastada?

Por ejemplo, la incisiva y bellísima recriminación conyugal de Lady Macbeth: «My hands are of your color, but I shame / To wear a heart so white» permite saborear diversos matices. Ménendez Pelayo opta por la prosa, por acentuar la nota de color y por el reproche directo: «También mis ma-nos están rojas, pero mi alma no desfallece como la tuya». Astrana Marín prefiere la literalidad, salvo por los puntos suspensivos y admirativos a los que tan aficionado era: «Ya están mis manos del color de las vuestras; pero me avergonzaría de tener un corazón tan blanco!…» Agustín García Calvo no deja pasar nunca la ocasión de la poesía, aunque sea al coste de una ligera confusión semántica: «Mis manos son de tu color, pero me afrenta / tener un corazón tan blanco». Manuel Ángel Conejero, Dionís-Bayer y Jenaro Talens aspiran a todo, literalidad y poesía: «Mis manos tienen ya el color de las tuyas, y me avergonzaría / llevar tan blanco el corazón». La versión de Luis Alberto de Cuenca y José Fernández Bueno no permite que se pierda la concisión propia del inglés y que otorga a las palabras de Lady Macbeth la contundencia de una bofetada: «Mis manos tienen ya tu color. ¡No querría / que mi corazón fuese tan blanco!»

Cada versión ilumina, como ven, el texto desde un ángulo distinto y Shakespeare brilla (a los ojos del lector español, me refiero) más. Como no puedo ocupar el espacio de mi artículo con una cadena de comparaciones, limitémonos a un fragmento más largo, con cierta autonomía poemática, y disfrutemos de las cinco versiones sin más comentarios:

−MACBETH Had I but died an hour before this chance, I had lived a blessèd time, for from this instant There’s nothing serious in mortality. All is but toys. Renown and grace is dead. The wine of life is drawn, and the mere lees Is left this vault to brag of.

−Marcelino Menéndez Pelayo: ¡Ojalá hubiera muerto yo pocas horas antes! Mi vida hubiera sido del todo feliz. Ya han muerto para mí la gloria y la esperanza. He agotado el vino de la existencia, y solo me quedan las heces en el vaso.

−Manuel Astrana Marín: ¡He debido morir una hora antes de este suceso, y hubiera terminado una vida dichosa!… Mas desde este instante no hay nada serio en el destino humano: todo es juguete; gloria y renombre han muerto. ¡El vino de la vida se ha esparcido, y en la bodega solo quedan las heces!…

−Agustín García Calvo: Solo una hora hubiera muerto yo antes de esto y mi feliz tiempo habría sido: pues desde este momento, nada hay serio en lo mortal: no es todo más que juguetes; gloria y gracia han muerto; el vino de la vida está vertido, y meras heces quedan por vanidad en la bodega.

−Manuel Ángel Conejero, Dionís-Bayer y Jenaro Talens: Si hubiera muerto una hora antes de este suceso, habría yo tenido una vida feliz; pero desde este instante nada vale la pena de esta vida mortal. Todo es como un juguete; renombre y gracia han muerto, se ha derramado el vino de la vida y solo quedan posos para gloriarse en la bodega.

 Luis Alberto de Cuenca y José Fernández Bueno: Si hubiese muerto yo una hora antes, habría culminado una vida feliz. Desde este instante ya no queda nada serio en el mundo: la gloria y la grandeza han muerto; se ha derramado el vino de la vida y en la bodega no quedan más que los posos.

EN TROMBA

Con todo, estos son entretenimientos epicúreos, por el puro placer de volver y volver sobre el texto, sobre los problemas de la traducción y sobre la dicha de las soluciones felices. En realidad, no podemos olvidar el agudo diagnóstico de Juan Ramón Jiménez: «Al traducir, lo que hay que conservar es el acento. Todo caerá en el acento como una tromba». Y ahí es donde el acierto de la edición de Reino de Cordelia salta a la vista y al oído. Fernández Bueno y De Cuenca han conservado el acento shakesperiano y con él, por añadidura, todo lo demás.

El príncipe de Lampedusa llamaba la atención sobre un detalle concreto de esta obra: «Shakespeare no estuvo nunca en Escocia, hasta donde sabemos. Rimbaud no había visto nunca el mar cuando compuso “Le bateau ivre”. Y al igual que “Le bateau ivre” nos da una de las más intensas, y precisas, sensaciones del océano, el Macbeth nos da una portentosa representación paisajística de Escocia». Usemos, pues, el perspicaz apunte paisajístico de Lampedusa para constatar que también mediante esta traducción se nos ofrece una panorámica estremecedora de los brezales escoceses. No se ha perdido.

MACBETH DE SHAKESPEARE

Por tanto, la traducción cumple perfectamente y nos deja inermes ante la gran tragedia de William Shakespeare, sin burladeros filológicos ni teóricos ni barreras idiomáticas tras las que ocultarnos o distraernos. Tiene una enorme trascendencia porque no solo estamos ante la obra de un grande de la literatura universal y no solo ante una de sus tragedias más perfectas e importantes y universalmente aclamadas, sino también ante una de las claves de lectura del resto de la obra de Shakespeare.

El sutil y escurridizo autor, siempre deseoso de desaparecer en el escenario, nos ha dejado en Macbeth el análisis más lúcido y más explícito de la dinámica del mal y de la descomposición de la autoridad en poder y, más tarde, en violencia que subyace a toda su obra. Que aboca, además, a una inquietante e inexorable desintegración psíquica. Partiendo de Macbeth se abren muchos caminos interpretativos hacia el resto de las tragedias y hacia la cosmovisión del Bardo.

Pongamos un ejemplo. Aquellos que no entienden las incertidumbres morales de Hamlet o las consideran desvaríos de loco o vahídos de nihilista, las verán explicadas en la degeneración que sigue al matrimonio Macbeth precisamente por haber apartado de un manotazo sus dudas y reservas. La inevitable apuesta moral que sostiene todo el laberinto de Shakespeare y las consecuencias de una u otra salida quedan aquí más expuestas que en ninguna otra obra. Paradójicamente, a pesar de su oscuridad, la obra arroja una luz indispensable. No hay que olvidar que fue escrita para conmemorar el acceso al trono de Jacobo I, en un momento en que se respiraban grandes esperanzas de libertad, que ilusionaron al escritor.

Por eso, a pesar de su tremendismo y de su dureza, yo aconsejaría empezar a leer o, al menos, empezar a entender a William Shakespeare a través de Macbeth. Más apropiada, piensan los profesores de instituto, es Romeo y Julieta, olvidando que la belleza desbordante de esa obra la hace especialmente proclive a una interpretación errónea. A partir de ahora, en auxilio de esta propuesta pedagógica y crítica, acude la irresistible edición de Reino de Cordelia: las ilustraciones visionarias de Raúl Arias y el despliegue poético y traductor de L. A. de Cuenca y de J. Fernández Bueno, contribuyen a hacer de Macbeth una lectura irresistible, inaplazable. •

Poeta, crítico literario y traductor.