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En el primer capítulo de este libro he identificado una disposición de la mente –resultante de enfrentarnos a la belleza– y el juicio que parece estar implícito en ella. Y he analizado dicha disposición o estado de ánimo con el fin de mostrar cómo se podrían explicar ciertas obviedades acerca de la belleza que todos tenemos por ciertas. La argumentación era completamente a priori, centrada en distinciones y observaciones que se supone que resultan evidentes para cualquiera que entienda los términos empleados para expresarlas. El asunto que tenemos que considerar a continuación es si esta disposición o estado de ánimo tiene algún fundamento racional, si nos dice algo acerca del mundo en el que vivimos, y si su ejercicio forma parte de la realización de la naturaleza humana. En todo caso, éste sería el punto de vista filosófico sobre nuestro tema.

Pero no es el punto de vista de los psicólogos evolutivos, que argumentan que podemos entender mejor nuestros pensamientos si identificamos sus orígenes evolutivos, y su posible contribución (o la de alguna versión anterior de los mismos) a las estrategias reproductivas de nuestros genes. ¿De qué manera es más probable que un organismo transmita su herencia genética mediante el ejercicio de sus emociones ante las cosas bellas? Para muchos, este interrogante científico, o de apariencia científica, es a lo que se reduce el sentido último de la estética, la única pregunta posible sobre la naturaleza o el valor del sentimiento de la belleza.

Existe una polémica entre los psicólogos evolutivos que admiten la posibilidad de una selección de grupo y los que insisten, como Richard Dawkins, en que la selección se produce a nivel del organismo individual, ya que es ahí, y no en el grupo, donde se reproducen los genes. Sin tomar partido en esta controversia, podemos reconocer dos grandes categorías de estética evolutiva: la que destaca la ventaja que supone para el grupo el sentido estético y la que sostiene que los individuos dotados de intereses estéticos poseen una capacidad superior de transmitir sus genes.

El primer tipo de teoría lo defiende la antropóloga Ellen Dissanayake, que, en Homo Aestheticus, sostiene que el arte y el interés estético pertenecen a la misma categoría que los ritos y las celebraciones: son fruto de la necesidad que sentimos los humanos de «hacer especiales» las cosas, de extraer de su contexto cotidiano los objetos, los acontecimientos y las relaciones humanas y convertirlos en el centro de la atención colectiva. La práctica de «hacer especiales» las cosas aumenta la cohesión del grupo y también lleva a la gente a tratar todo lo que es realmente importante para la supervivencia de la comunidad –ya sea el matrimonio o las armas, los funerales o los cargos públicos– como asuntos merecedores de la atención colectiva, con un aura que los protege de la desconsideración negligente y la erosión emocional. La necesidad de «hacer especiales» las cosas, tan profundamente arraigada, se explica por la ventaja que confiere a las comunidades humanas, al mantenerlas unidas en momentos de amenaza y fomentar su confianza reproductiva en épocas de paz y prosperidad.

La teoría es interesante y contiene un elemento indudable de verdad; pero no alcanza a explicar lo que hay de singular en lo estético. Aunque el sentido de la belleza pueda tener sus raíces en alguna necesidad colectiva de «hacer especiales las cosas», la belleza en sí misma es un tipo especial de «cosa especial», que no debe confundirse con el ritual, el festival o la ceremonia, aunque estos últimos a veces puedan poseerla. La ventaja que adquiere la comunidad reafirmando mediante ceremonias las cosas que importan se podría obtener sin la experiencia de la belleza. Existen muchas más formas de dar un relieve especial a las cosas, más allá de lo cotidiano, para dotarlas de un aura preciosa; mediante acontecimientos deportivos, por ejemplo, como los juegos descritos por Homero; o mediante rituales religiosos, en los que la solemne presencia de los dioses se invoca para proteger la institución o práctica que precise un reconocimiento colectivo. Desde el punto de vista de la antropología, el deporte y la religión son parientes próximos del sentido de la belleza: pero desde el punto de vista de la filosofía, las diferencias son tan importantes como las afinidades. Cuando la gente se refiere al fútbol como «el bello juego», «the beautiful game» u «o jogo bonito», describen el fútbol desde el punto de vista del espectador, como un fenómeno cuasi-estético. En sí mismo, como ejercicio competitivo, en el cual se ponen a prueba la habilidad y la fuerza, el deporte es esencialmente distinto tanto del arte como de la religión, cada uno de los cuales posee su propio significado en la vida de los seres racionales.

Una objeción similar podría formularse a la teoría más individualista propuesta por Geoffrey Miller en The Mating Mind (La mente del apareamiento) y avalado por Steven Pinker en Cómo funciona la mente. Según esta teoría, el sentido de la belleza surge del proceso de selección sexual, idea que planteó por primera vez Darwin en El origen del hombre. En la versión corregida y aumentada de Miller, la teoría plantea que haciéndose bello el hombre realiza lo que mismo que el pavo real cuando exhibe la cola: envía una señal de aptitud reproductiva, a la que la mujer responde igual que la pava, reclamándolo para sí (aunque sin ser en absoluto consciente de ello) por el bien de sus genes. Por supuesto, la actividad estética humana es más complicada que el galanteo instintivo de las aves. Los hombres no se limitan a engalanarse con plumas y tatuajes, sino que pintan imágenes, escriben poemas y cantan canciones. Pero todas estas cosas son demostraciones de fuerza, ingenio y destreza, y por lo tanto, indicadores fiables de aptitud reproductiva. En las mujeres, estos gestos artísticos suscitan admiración, asombro y deseo, y la Naturaleza, siguiendo su curso, lleva al triunfo mutuo a los genes que transportan sus eternos mensajes.

Pero está claro que una actividad física vigorosa que no llegara a ser artísticamente creativa contribuiría lo mismo a esa estrategia genética. Por lo tanto, esta explicación, aunque sea cierta, no nos permite identificar lo que tiene de específico el sentimiento de la belleza. Aunque la cola del pavo real y El arte de la fuga posean un origen común, la apreciación de la primera es completamente distinta de la apreciación que suscita el segundo. A tenor de lo expuesto en el primer capítulo, debería haber quedado claro que sólo los seres racionales tienen intereses estéticos, y que su racionalidad se aplica tanto a la belleza como al juicio moral y la opinión científica.

UNA CUESTIÓN DE LÓGICA

La percepción de la belleza puede ser suficiente para que una mujer escoja a un hombre por su aptitud reproductiva; pero no es condición necesaria. El proceso de selección sexual podría ocurrir sin esta particular forma de centrarse en otro individuo. Por lo tanto, como no podemos inferir que la percepción de la belleza sea necesaria para el proceso de selección sexual, tampoco podemos usar la selección sexual como explicación concluyente de la percepción de la belleza, y mucho menos como forma de descifrar el significado de dicha percepción. Hay que añadir algo más, en relación con la especificidad del juicio estético, si se quiere tener una idea clara del lugar que ocupan la belleza y nuestra respuesta a la misma en la evolución de nuestra especie. Y este algo más debería tomar en consideración hechos como los siguientes: que los hombres aprecian a las mujeres por su belleza tanto o más que las mujeres a los hombres por el mismo motivo; que las mujeres también son activas en la producción de la belleza, tanto en el arte como en la vida cotidiana; que la gente asocia la belleza con sus propósitos y aspiraciones más nobles, le perturba su ausencia y considera que la existencia de cierto consenso en cuestiones de estética es indispensable para la vida en sociedad. Hoy por hoy, la psicología evolutiva de la belleza ofrece una imagen del ser humano y de la sociedad humana en la que el componente estético carece de intencionalidad específica, y aparece diluido en vagas generalizaciones que pasan por alto la posición peculiar que ocupa el juicio estético en la vida del agente racional. Sin embargo, aunque las tesis de Miller arrojen poca luz sobre el sentimiento que tratan de explicar, sin duda es razonable suponer que existe alguna relación entre la belleza y el sexo. Puede que nos equivoquemos al buscar una conexión causal entre estos dos aspectos de la condición humana. O puede que estén más íntimamente relacionados de lo que eso implica. Incluso puede que, como sostenía Platón con tanta vehemencia, el sentimiento de la belleza sea un elemento clave del deseo sexual. De ser así, no cabe duda de que tendría repercusiones no sólo en lo tocante a nuestra comprensión del deseo, sino también sobre la teoría de la belleza. En concreto, pondría en tela de juicio la opinión de que nuestra actitud hacia la belleza es intrínsecamente desinteresada. ¿Qué actitud puede ser más interesada que el deseo sexual?

LA BELLEZA Y EL DESEO

Platón no hablaba del sexo y la diferencia sexual como hoy los entendemos, sino del eros, el deseo incontenible cuya forma más significativa, para Platón, es la que se da entre las personas del mismo sexo; en especial, el que siente el hombre maduro conmovido por la belleza de un joven. Los griegos consideraban al érós una fuerza cósmica, como ese amor que, según Dante, «mueve el Sol y las demás estrellas». Por eso, al hablar de la belleza en Fedro y El banquete, Platón comienza con otra obviedad: “la belleza, en una persona, suscita el deseo”.

Platón creía que este deseo es real y, al mismo tiempo, una especie de error, aunque un error que nos dice algo importante sobre nosotros mismos y el cosmos. Algunos argumentan que no es la belleza lo que impulsa el deseo, sino el deseo el que invoca a la belleza: que, al desear a alguien, le veo bello o la veo bella, al ser ésta una de las formas en que la mente, por utilizar una metáfora de Hume, «se extiende sobre los objetos». Pero eso no refleja con exactitud la experiencia de la atracción sexual. Tus ojos se sienten atraídos por una persona joven y bella, y es a partir de este momento cuando surge el deseo. Puede que exista otra forma más madura de deseo sexual, que nazca del amor y que encuentre la belleza en los rasgos ya no tan juveniles de la pareja de toda la vida. Pero ése no es en modo alguno el fenómeno que Platón tenía en mente.

Se mire como se mire, la séptima obviedad supone un problema para la estética. En el mundo del arte, la belleza es objeto de contemplación, no de deseo. Apreciar la belleza de un cuadro o una sinfonía no implica adoptar una actitud concupiscente, y aun suponiendo que, por motivos económicos, quiera robar el cuadro, no tengo manera alguna de salir de la sala de conciertos con una sinfonía en el bolsillo. ¿Quiere esto decir que hay dos tipos de belleza: la belleza de la gente y la belleza del arte? ¿O significa que el deseo que suscita la visión de la belleza humana es una especie de error que cometemos, porque en realidad nuestra actitud hacia la belleza tiende a lo contemplativo en todas sus formas?

EL EROS Y EL AMOR PLATÓNICO

Platón se decantó más bien por la segunda posibilidad. Identificó al eros como el origen tanto del deseo sexual como del amor a la belleza. El eros es una forma de amor que trata de unirse con su objeto y reproducirlo, del mismo modo en que hombres y mujeres se reproducen sexualmente. Además de esta forma inferior (a los ojos de Platón) del amor erótico, existe también una forma superior, en la que el objeto del amor no se posee, sino que se contempla, y en la que la reproducción no se da en el ámbito de los detalles concretos, sino en el ámbito de la ideas abstractas, el dominio de las «formas» tal como lo entiende Platón. Al contemplar la belleza, el alma se eleva por encima de las cosas meramente sensuales y concretas y asciende a una esfera superior, en la que el objeto de estudio no es el bello muchacho, sino la forma de la belleza en sí, que entra en el alma como algo que se posee, del mismo modo en que las ideas en general se reproducen en las almas de quienes las comprenden. Esta forma superior de reproducción participa de la aspiración a la inmortalidad, que es el más alto anhelo del alma en este mundo. Pero se ve obstaculizada por una excesiva fijación en la reproducción de tipo inferior, que es una forma de encarcelamiento en el aquí y el ahora.

Según Platón, el deseo sexual, en su forma más común, implica el deseo de poseer lo que es mortal y transitorio, y por consiguiente, la esclavización al servicio de la parte más baja del alma, la que se encuentra inmersa en la inmediatez sensual y las cosas de este mundo. El amor a la belleza es en realidad un llamamiento a la liberación de ese apego sensorial y a emprender la ascensión del alma hacia el mundo de las ideas, donde se participa en la versión divina de la reproducción, que es la comprensión y la transmisión de las verdades eternas. Ése es el verdadero amor erótico, y se manifiesta en la casta unión entre el hombre y el joven, en el que el hombre adopta el papel de maestro, supera sus sentimientos lujuriosos y ve la belleza del joven como un objeto de contemplación, un ejemplo, en el aquí y el ahora, de la idea eterna de lo bello.

Esta poderosa amalgama de ideas ha tenido una dilatada trayectoria posterior. La embriagadora mezcla de amor homoerótico, magisterio y redención del alma ha conmovido los corazones de los maestros (especialmente de los varones) durante siglos. Y la versión heterosexual del mito platónico ejerció una enorme influencia en la poesía medieval y en la visión cristiana de las mujeres y de cómo había que interpretarlas, y sirvió de inspiración a algunas de las obras más bellas del arte de la tradición occidental, desde «El cuento del caballero» de Los cuentos de Canterbury de Chaucer y la Vita nuova de Dante hasta el Nacimiento de Venus de Botticelli y los sonetos de Miguel Ángel. Pero basta apenas con una dosis normal de escepticismo para tener la sensación de que el ideal platónico tiene más de ilusorio que de real. ¿Cómo es posible que el amor sexual a un joven despierte el mismo sentimiento que (después de un poco de autodisciplina) la contemplación embelesada de una idea abstracta? Es como decir que el deseo de comer filete puede satisfacerse (con un poco de esfuerzo mental) mirando fijamente la imagen de una vaca.

LA CONTEMPLACIÓN Y EL DESEO

Pese a todo, es cierto que tanto el objeto del juicio estético como el objeto de deseo sexual pueden calificarse de bellos, aunque despierten intereses radicalmente distintos en quien así los describa. Alguien que contemple el rostro de un anciano, surcado de interesantes pliegues y arrugas, de mirada hermosa y serena y expresión sabia y dulce, tal vez lo califique de bello. Pero entendemos que dicho juicio es muy distinto del «¡Qué belleza!» que un joven embelesado dedica a una chica. El joven va detrás de la chica, no con el simple deseo de contemplarla, sino de abrazarla y besarla. El acto sexual se describe como la «consumación» de este tipo de deseo, aunque no hay que creer que sea necesariamente lo que se pretendía, o que así se acabe con el deseo, del mismo modo en que el deseo de agua se sacia bebiendo un vaso de agua.

En el caso del anciano bello, nadie «va detrás» de él: no existen intenciones ocultas, afán de posesión ni de obtener nada del objeto bello. El rostro del anciano está lleno de significado para nosotros, y si buscamos satisfacción, la encontramos en él, en lo que contemplamos, y en el acto de la contemplación. Sin duda, es absurdo pensar que éste es el mismo estado de ánimo que el del joven que persigue a la muchacha. Cuando, embargado por el deseo sexual, contemplas la belleza de tu pareja, te distancias momentáneamente del deseo para subsumirlo en otro objetivo, más amplio y menos inmediatamente sensual. Ahí radica, en realidad, la importancia metafísica de la mirada erótica: en el hecho de ser una búsqueda de conocimiento, la invocación a la otra persona para que resplandezca de forma sensorial y se dé a conocer.

Por otro lado, la belleza, sin duda, estimula el deseo en el momento de la excitación. Así, ¿se dirige nuestro deseo a la belleza del otro? ¿Es un deseo de hacer algo con esa belleza? Pero ¿qué se puede hacer con la belleza de otra persona? Para el amante satisfecho, poseer la belleza de la persona amada es igual de imposible que para quien la observa desde la distancia, sin esperanza alguna. Ésta es una de las ideas que inspiraron la teoría de Platón. Lo que nos impulsa, en la atracción sexual, es algo que puede contemplarse pero nunca poseerse. Nuestro deseo puede consumarse y saciarse temporalmente. Pero no se consuma por poseer lo que lo inspira, que se halla siempre fuera de nuestro alcance, una posesión del otro que no se puede compartir jamás.

EL OBJETO CONCRETO

Las teorías de Platón nos devuelven a la difícil idea del deseo de lo concreto. Supongamos que queremos un vaso de agua. En este caso, no queremos un vaso de agua en concreto. Cualquier vaso de agua nos vale; en realidad, ni siquiera tiene que ser un vaso. Y hay algo que queremos hacer con el agua: beberla. Después de lo cual nuestro deseo se sacia y se convierte en algo superado. Ésa es la naturaleza normal de nuestros deseos sensoriales: son indeterminados, se encaminan a una acción específica y se satisfacen mediante dicha acción, que les pone fin. Ninguna de esas cosas sucede con el deseo sexual. El deseo sexual es determinado: deseamos a una persona concreta. Las personas no son intercambiables como objetos del deseo, aunque sean igual de atractivas. Puedes desear a una persona y luego a otra; incluso puedes desear a dos personas a la vez. Pero tu deseo de John o Mary no lo pueden satisfacer Alfred o Jane: cada deseo es propio de su objeto, ya que es el deseo de dicha persona en cuanto que individuo, y no como instancia de una categoría general, a pesar de que en dicha «categoría» esté, a otro nivel, el fondo del asunto. Mi deseo de este vaso de agua lo puedo satisfacer con aquel vaso porque no se centra en una cantidad concreta de agua, sino en el agua en sí.

En determinadas circunstancias podemos liberarnos del deseo de una persona haciendo el amor con otra. Pero eso no significa que esta última haya saciado el mismo deseo que tenía por objeto a la primera. No se satisface un deseo sexual enterrándolo debajo de otro, del mismo modo en que no se satisface el deseo de saber cómo acaba una novela dejándose cautivar por una película.

Tampoco hay nada concreto que queramos hacer con la persona que deseamos y que represente el contenido completo de nuestro sentimiento. Por supuesto, tenemos el acto sexual, pero puede haber un deseo sin desear el acto, que a su vez no sacia el deseo ni le pone fin como el hecho de beber sacia el deseo de agua y acaba con él. Encontramos una célebre descripción de esta paradoja en Lucrecio, que representa a los amantes intentando convertirse en uno, entrelazando sus cuerpos de todas las formas que les sugiere el deseo:

Los amantes agárranse con ansia, y juntando saliva con saliva

el aliento detienen apretando los labios y los dientes;

pero en vano, porque de allí no pueden sacar nada

ni penetrar ni hacerse un mismo cuerpo…

En el acto sexual, no se persigue y alcanza un único objetivo ni se completa el proceso al encontrar satisfacción alguna: todas las metas son provisionales, temporales, y lo dejan todo prácticamente igual. Y los amantes son víctimas de la falta de correspondencia entre el deseo y su satisfacción, ya que ésta en realidad no satisface nada, sino que apenas supone una breve pausa en un proceso en constante renovación:

Vuelve después con más furor la rabia, buscando sin cesar tocar el blanco

de sus deseos; pero no hallan medio

con que puedan triunfar de su desgracia: ¡tan ciega herida errantes los consume!

Esto nos devuelve a la discusión de «por sí mismo». El deseo de un vaso de agua es, en un caso normal, el deseo de hacer algo con él. Pero el deseo de una persona por otra no es más que eso, un deseo de esa persona. Es el deseo de una persona concreta, que se expresa en la intimidad sexual, pero sin verse saciado ni aún menos anulado por ella. Y tal vez esto tenga algo que ver con el lugar de la belleza en el deseo sexual. La belleza nos invita a centrarnos en el objeto concreto para disfrutar de su presencia. Y el hecho de centrarse en un individuo concreto colma la mente y los sentidos del amante. Por eso el érós le parecía a Platón tan diferente de los impulsos reproductivos de los animales, cuyos apetitos sexuales son estructuralmente idénticos al hambre y la sed. Los impulsos de los animales son, por así decirlo, la expresión de los apetitos básicos, en los que la necesidad se impone a la elección. El érós, en cambio, no es un apetito, sino una elección individualizada, una contemplación prolongada de un yo a otro, que supera el instinto del que surge para instalarse entre nuestros proyectos racionales.

Esto es así por más que el interés erótico hunda sus raíces, como es evidente, en un apetito básico. El impulso reproductor que compartimos con los demás animales subyace en nuestras aventuras eróticas de un modo parecido a como nuestra necesidad de coordinar los movimientos corporales subyace en nuestro interés por la danza y música. La humanidad es una especie de operación de rescate a gran escala, en la que los impulsos y las necesidades se trasladan, desde el plano de los apetitos transferibles, hasta otro plano en el que se orientan hacia individuos libres, elegidos y apreciados como «fines en sí mismos».

CUERPOS BELLOS

Nadie era más consciente que Platón de la tentación que se oculta en el núcleo mismo del deseo: la tentación de separar el interés propio de la persona y adjuntarlo al cuerpo; de renunciar al esfuerzo moral necesario para poseer al otro como individuo libre y, por el contrario, tratarlo como un mero instrumento para el propio placer. Platón no lo expresó exactamente así, pero es algo que se entrevé en todos sus escritos sobre el tema de la belleza y el deseo. Existe, a su juicio, una forma inferior de deseo, que se centra en el cuerpo, y una forma superior, que se centra en el alma, y a través de ésta aspira a alcanzar la esfera eterna de la que descendemos en última instancia los seres racionales.

No tenemos que aceptar esa visión metafísica para reconocer que hay algo de verdad en el argumento de Platón. Existe una distinción, que nos resulta familiar a todos, entre el interés por el cuerpo de una persona y el interés por la persona de carne y hueso. El cuerpo es una mezcla de carne y hueso; la persona de carne y hueso es la encarnación de un ser libre. Cuando hablamos de un cuerpo humano bello, nos referimos a la belleza de una persona de carne y hueso, y no a un cuerpo considerado simplemente como tal.

Esto es evidente si nos centramos en una parte en especial, como los ojos o la boca. Podemos considerar la boca como una simple abertura, un orificio en la carne a través del cual se tragan unas cosas y salen otras. El médico puede ver así la boca cuando trata una dolencia. Pero nosotros no vemos así la boca cuando estamos cara a cara con otra persona. Para nosotros, la boca no es un orificio por el que salen sonidos, sino algo que habla, que forma un todo continuo con el yo del que porta la voz. Besar esa boca no es sólo estrechar una parte del cuerpo contra otra, sino tocar a la otra persona en su propio ser. De ahí que el beso nos comprometa: es un adentrarse del uno en el otro y una invitación al otro a que penetre en la superficie de uno.

Los buenos modales en la mesa sirven para fomentar la percepción de la boca como otro de los espejos del alma, incluso en el acto de comer. Por eso la gente se esfuerza por no hablar con la boca llena o por evitar que se les caiga la comida de la boca al plato. Por eso se inventaron los tenedores y los palillos, y por eso los africanos, cuando comen con los dedos, mueven hábilmente las manos para que la comida pase sin dejar rastro a la boca, que conserva su aspecto sociable al ingerir el alimento.

Estos fenómenos resultan familiares, aunque no sean fáciles de describir. Recordemos la sensación de náusea que nos produce ver –por el motivo que sea–, de repente, una parte del cuerpo donde, hasta ese momento, había una persona de carne y hueso. Es como si el cuerpo, en ese instante, se hubiera vuelto opaco. El ser libre ha desaparecido detrás de su propia carne, que ya no es la persona misma, sino un objeto, un instrumento. Cuando este eclipse de la persona por su cuerpo se produce deliberadamente, hablamos de obscenidad. El gesto obsceno exhibe el cuerpo como pura carne y destruye la experiencia de la encarnación de la persona. Nos repele la obscenidad por la misma razón por la que a Platón le repelía la lujuria física: porque se trata, por así decirlo, del eclipse del alma por el cuerpo.

Estas reflexiones indican algo importante sobre la belleza física. La belleza distintiva del cuerpo humano deriva del hecho de ser una encarnación. No es la belleza de una muñeca, sino que es algo más que una cuestión de forma y proporciones. Cuando nos encontramos con la belleza humana representada en una estatua, como el Apolo del Belvedere o la Dafne de Bernini, lo que se representa es la belleza de una persona de carne animada por el alma individual, que expresa dicha individualidad en todas su partes. Y cuando el protagonista del cuento de Hoffmann se enamora de la muñeca Olympia, el efecto tragicómico se debe enteramente al hecho de que la belleza de Olympia es puramente imaginaria, y se desvanece cuando se detiene el mecanismo del autómata.

Esto tiene una enorme trascendencia, como de-mostraré más adelante, en el análisis del arte erótico. Pero ya nos orienta hacia una observación importante. Tanto si atrae a la contemplación como si suscita el deseo, vemos la belleza humana en términos personales. Reside en especial en los rasgos –la cara, los ojos, los labios, las manos– que atraen nuestra mirada en las relaciones interpersonales y a través de los cuales nos relacionamos de tú a tú. Aunque puede haber modas en la belleza humana, y a pesar de que las diferentes culturas embellezcan el cuerpo cada una a su manera, los ojos, la boca y las manos poseen un atractivo universal. Y es que son los rasgos a través de los cuales resplandece en nosotros el alma del otro y se nos da a conocer.

ALMAS BELLAS

En la Fenomenología del espíritu, Hegel dedica una sección al «alma bella», retomando temas ya conocidos de la literatura romántica de la época, y en particular de los escritos de Goethe, Schiller y Friedrich Schlegel. El alma bella es consciente del mal, pero se encuentra por encima de éste en actitud de perdón: perdón de los demás, que es también perdón de uno mismo. Vive con el temor de mancillar su pureza interior involucrándose en exceso en el mundo real, y prefiere meditar sobre sus sufrimientos en lugar de curarse mediante la acción. El tema del alma bella fue retomado por autores posteriores, y en la literatura del siglo XIX se dieron múltiples tentativas de retratar o criticar esta categoría humana cada vez más común. Incluso hoy en día no es raro que para describir a alguien se utilice el calificativo de «alma bella», en el sentido de que su virtud es más un objeto de contemplación que una fuerza real en el mundo.

Este episodio de la historia intelectual nos recuerda la forma en que la idea de la belleza penetra en nuestro juicio sobre la gente. La búsqueda de la belleza afecta a todos los aspectos de la persona que, aunque sólo sea por un momento y por el motivo que fuere, nos hacen dar un paso atrás antes de relacionarnos con ella para someterlos a nuestro propio escrutinio. En cuanto otra persona se convierte en importante para nosotros, de tal modo que sentimos en nuestras vidas la fuerza gravitatoria de su existencia, en cierta medida nos vemos sorprendidos por su individualidad. De vez en cuando nos detenemos en su presencia y nos hacemos a la idea del hecho incomprensible de que esa persona esté en el mundo. Y si la amamos, confiamos en ella y nos sentimos reconfortados por su compañía, entonces nuestro sentimiento, en estos momentos, es como el sentimiento de la belleza: una pura adhesión al otro, cuya alma resplandece en su rostro y sus gestos al igual que la belleza en una obra de arte.

No es extraño, pues, que usemos tan a menudo las palabras bello o hermoso para describir el aspecto moral de la gente. Como en el caso del interés sexual, el jui-cio de belleza tiene un componente contemplativo irreductible. El alma bella es aquella cuya naturaleza moral es perceptible, que no es sólo un agente moral sino una presencia moral, con el tipo de virtud que se muestra a la mirada de quien la contempla. Nos podemos sentir a nosotros mismos en presencia de un alma así cuando vemos la preocupación desinteresada en acción, como en el caso de la madre Teresa. Pero podemos sentir lo mismo al compartir las reflexiones de otro, como cuando leemos los poemas de san Juan de la Cruz, por ejemplo, o los diarios de Franz Kafka. En tales casos la apreciación moral y el sentimiento de la belleza están inextricablemente unidos, y ambos tienen por objeto a la persona concreta e individual.

LA BELLEZA Y LO SAGRADO

Razón, libertad y autoconciencia son nombres distintos de una sola condición, que es la de una criatura que no sólo piensa, siente y actúa, sino que también se plantea las preguntas ¿qué pensar, qué sentir y qué hacer? Estas preguntas obligan a adoptar una perspectiva única del mundo físico. Observamos el mundo en el que nos encontramos desde un punto de vista situado en su mismo límite: el punto de vista donde estoy yo. Estamos en el mundo y fuera del mundo al mismo tiempo, y tratamos de darle sentido a este hecho peculiar con las imágenes del alma, la psique, el yo o el «sujeto trascendental». Estas imágenes no son meras consecuencias de la filosofía: surgen naturalmente, en el curso de una vida en que la capacidad de justificar y criticar nuestros pensamientos, creencias, sentimientos y acciones constituye la base del orden social que hace de nosotros lo que somos. El punto de vista del sujeto es, por lo tanto, una característica esencial de la condición humana. Y la tensión entre este punto de vista y el mundo de los objetos está presente en muchos de los aspectos distintivos de la vida humana.

Está presente en nuestra experiencia de la belleza humana. Y se halla asimismo presente en una experiencia que lleva desconcertando a los antropólogos dos siglos o más, y que parece ser un universal humano: la experiencia de lo sagrado. En cada civilización de cada período de la historia las personas han dedicado tiempo y energía a las cosas sagradas. Lo sagrado, como lo bello, incluye todas las categorías de objetos. Existen palabras sagradas, gestos sagrados, ritos sagrados, ropas sagradas, lugares sagrados, tiempos sagrados. Las cosas sagradas no son de este mundo: se apartan de la realidad cotidiana y sólo pueden ser tocadas o pronunciadas en los ritos de iniciación o por los privilegiados que ostentan algún cargo religioso. Quien se entromete con ellas sin ninguna clase de purificación previa corre el riesgo de cometer un sacrilegio. Corre el riesgo de profanar y contaminar lo sagrado degradándolo al ámbito de lo cotidiano.

Las experiencias que se centran en lo sagrado tienen sus paralelos en el sentido de la belleza, y también en el deseo sexual. Puede que la experiencia sexual que diferencia a los seres humanos de los animales con mayor claridad sean los celos. Los animales compiten entre sí en busca de pareja y para conservarla. Pero con la victoria de uno de ellos termina el conflicto. El amante celoso, en cambio, puede luchar o no, pero la lucha no influye en su experiencia, que es de profunda humillación existencial y consternación. A sus ojos, la persona amada ha sido contaminada o profanada, se ha convertido en cierto modo en algo obsceno, como Desdémona, a pesar de su inocencia, se vuelve obscena a los ojos de Otelo. Este fenómeno es semejante a la sensación de profanación que se asocia con el uso indebido de las cosas sagradas. Se ha mancillado algo que se consideraba aparte de la realidad cotidiana e intocable. La novela medieval Troilo y Crésida describe la «caída» de Crésida, de su condición de divinidad insustituible a la de objeto intercambiable. Y la experiencia de Troilo, tal como nos la describe la literatura medieval (Chaucer incluido), es de profanación. Lo que él tenía por más bello se ha echado a perder, y su desesperación es comparable a la que expresan las Lamentaciones de Jeremías refiriéndose a la profanación del templo de Jerusalén. (Podría objetarse que se trata de una experiencia específicamente masculina y propia de sociedades cuyas mujeres están destinadas al matrimonio y la vida doméstica. Sin embargo, me parece que podemos encontrar equivalentes de la consternación de Troilo en cualquier lugar donde los amantes de uno y otro sexo demanden la exclusividad sexual de su pareja, ya que esta demanda no es contractual, sino existencial.)

Las cosas sagradas están alejadas de nosotros, remotas e intocables, o tocables sólo tras una purificación ritual. Deben esas características a la presencia en ellas de un poder sobrenatural, un espíritu que las considera algo propio. Al considerar sagrados lugares, edifi-cios y objetos, proyectamos en el mundo material la experiencia que recibimos los unos de los otros, cuando la materialización se convierte en una «presencia real» y percibimos al otro como algo prohibido e intocable. La belleza humana sitúa al sujeto trascendental ante nuestros ojos y al alcance de la mano. Nos afecta del mismo modo que lo sagrado, como algo más fácil de profanar que de poseer.

LA INFANCIA Y LA VIRGINIDAD

Si nos tomamos en serio estas reflexiones, nos daremos cuenta de que nuestra séptima obviedad choca con un obstáculo moral. Apenas hay una persona en este mundo a la que no conmueva la belleza de un niño perfecta-mente formado. Sin embargo, a la mayoría les horroriza la idea de que esta belleza pueda estimular ningún otro deseo que el de abrazar y reconfortar. El más leve atisbo de lujuria es, en estas circunstancias, una transgresión. Sin embargo, la belleza de un niño es del mismo tipo que la belleza de un adulto deseable, y totalmente distinta de la belleza de un rostro envejecido, modelado, por así decirlo, por una vida de pruebas morales.

Este sentido de la prohibición no se extiende sólo a los niños. De hecho, como sugeriré en el capítulo 7, es parte integral de una sexualidad madura. Es la base del profundo respeto por la virginidad que encontramos no sólo en los textos clásicos y bíblicos, sino en las literaturas de casi todas las religiones organizadas. No existe mayor homenaje a la belleza humana que las imágenes medievales y renacentistas de la Virgen María: una mujer cuya madurez sexual se expresa en la maternidad y que, sin embargo, permanece intocable, como un objeto de veneración, apenas distinguible del niño que tiene en brazos. María nunca se ha sometido a su cuerpo, a diferencia de los demás, y por ello se erige como símbolo de un amor idealizado entre las personas de carne y hueso, un amor que es humano y divino al mismo tiempo. La belleza de la Virgen es un símbolo de pureza, y por eso se mantiene al margen de los apetitos sexuales, en su propio mundo. Este concepto remite a la idea original de Platón: que la belleza no es sólo una invitación al deseo, sino también un llama-miento a renunciar al mismo. En la Virgen María, por lo tanto, nos encontramos, en forma cristiana, la concepción platónica de la belleza humana como indicador de un reino situado más allá del deseo, lo que plantea que nuestra séptima obviedad debe reformularse de un modo más prudente para distinguir entre los múltiples intereses que tenemos en la belleza humana: “una característica no accidental de la belleza humana es que suscita el deseo”.

Esta verdad es perfectamente compatible con la observación de que el deseo en sí se ve inherentemente limitado por una serie de prohibiciones. De hecho, al chocar con estas prohibiciones, la experiencia de la belleza humana abre a nuestra contemplación otro reino –divino, pero no menos humano– en el que la belleza se encuentra por encima y más allá del deseo, como símbolo de la redención. Es el reino que Fra Filippo Lippi y Fra Angélico representaron en sus imágenes de la Virgen con el Niño, y que Simone Martini capturó en el instante sublime de la sorpresa y la aquiescencia de su extraordinaria Anunciación.

LA BELLEZA Y EL ENCANTO

La idea de lo sagrado nos lleva hasta el extremo superior de la escala de la belleza, y sería prudente bajar uno o dos peldaños para recordar nuestra segunda obviedad: que la belleza es una cuestión de grado. Es cierto que la belleza humana, la belleza de una Venus o un Apolo auténticos, puede ser acreedora de todos los epítetos que pertenecen naturalmente a la divina. Pero la mayoría de las personas atractivas son bellas en algún grado menor, y el lenguaje usado para describirlas recurre a una serie de calificativos más moderados: guapo, fascinante, encantador, hermoso, atractivo. Y empleamos estos términos no tanto para describir de forma concreta como para indicar nuestra reacción. Con ellos damos a entender que nuestra reacción a la belleza humana es muy variada y a menudo moderada: nada que ver, por lo general, con la pasión urgente de la que habla Platón en su teoría del érós, o Thomas Mann en su relato estremecedor de la destrucción de Mutemenet, esposa de Putifar, provocada por la belleza del intocable José.

EL INTERÉS DESINTERESADO

En el capítulo anterior he expresado cierta afinidad con la idea de que el juicio de belleza es fruto y expresión de un «interés desinteresado» por su objeto. En el capítulo presente, en cambio, hemos explorado el papel de la belleza en estados de ánimo profundamente interesados; interesados del modo en que las personas se interesan las unas por las otras. Así pues, ¿existen dos tipos de belleza y es el juicio de belleza ambiguo? Mi respuesta provisional es que no. El juicio de belleza, incluso en el contexto del deseo sexual, se centra en cómo se presenta algo a la mente que lo contempla. Que la belleza inspire deseo no es de extrañar, ya que la belleza reside en la presentación de un individuo concreto, y el deseo anhela lo concreto y se deleita en la forma que presenta lo otro. Pero la belleza no es un objeto del deseo que inspira. Por otra parte, nuestra actitud hacia las personas bellas las mantiene al margen de los deseos e intereses comunes del mismo modo en que se mantiene al margen lo sagrado: como algo que sólo se puede tocar y utilizar después de cumplir una serie de trámites.

De hecho, no es demasiado absurdo pensar que lo bello y lo sagrado están conectados en nuestras emociones, y que ambos tienen su origen en la experiencia de la encarnación, que se manifiesta con la máxima intensidad en nuestros deseos sexuales. Así que, por otra ruta, llegamos a una idea que podríamos atribuir a Platón sin incurrir en un excesivo anacronismo: que el interés sexual, el sentido de la belleza y la reverencia por lo sagrado son estados mentales cercanos, que se refuerzan mutuamente y surgen de una misma raíz. Y para que exista una auténtica psicología evolutiva de la belleza, esta idea tendría que figurar entre sus premisas. Por otra parte, el camino que nos ha llevado a esta idea no pasa por la reducción de lo humano a lo animal o de lo racional a lo instintivo. Hemos llegado a la conclusión de que existe una conexión entre el sexo, la belleza y lo sagrado al reflexionar sobre la naturaleza específicamente humana de nuestro interés por esas cosas, y situándolas rotundamente en el ámbito de la libertad y la elección racional.

(NOTA DE LA REDACCIÓN. Roger Scruton (Lincolnshire, Inglaterra, 1944) es catedrático e investigador del Institute for the Psychological Sciences, donde enseña filosofía en sus centros de Oxford y Virginia. Mantiene, además, plazas a tiempo parcial en la Universidad de Boston, en el American Enterprise Institute de Washington y en la Universidad de Saint Andrews. Filósofo de formación y especializado en estética, en su obra ha dedicado una particular atención a la música y la arquitectura. Es autor de más de treinta libros, además de compositor de dos óperas, y participa activamente en debates políticos y culturales desde una posición conservadora, de la que es un fiel y beligerante defensor, aunque su prestigio va más allá de ámbitos conservadores).