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Como Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) es novelista de éxito y periodista cultural en activo, su dimensión de poeta, aunque sea la más antigua y más constante, se pasa por alto a menudo. No hay que culpar de eso exclusivamente a la dificultad del mercado español para asimilar al escritor todo terreno ni tampoco a la condición de cenicienta de la poesía, cercada de hermanastras más mediáticas. Todo es verdad, pero no toda la verdad. Bonilla también ha puesto de su parte para su relativo esquinamiento lírico. No a posta, sino a apuesta. Optando por escribir poesía sin pose y envidando a juegos de palabras, al humor, al prosaísmo, a la narratividad y a cierta desgana manuelmachadiana.

El título de su último libro no podría tener menos aura cultureta ni gancho publicitario: Poemas pequeñoburgueses. Por dentro, arriesga como nunca en el coloquialismo, y sus poemas parecen, a veces, trozos de prosa cortados al albur. Pero, de pronto, cogiéndonos desprevenidos, la emoción nos recuerda que estamos ante un poemario mucho más depurado de lo que parece.

La defensa de «La secta de los viles», esto es, de las vidas ordinarias, pequeñoburguesas y sensatamente satisfechas, no es un poema redondo, a pesar de sus cultos ecos dantescos; pero fija el terreno de defensa de la normalidad y el sentido común desde el que hablan estos versos. No es casualidad que de este poema se extraiga el título de todo el conjunto.

La sencilla riqueza de estar vivo se recalca, como conclusión final, en el último poema de la colección, titulado «Epitafio de cualquiera», que es un canto exaltado a la existencia. Hace exclamar al difunto anónimo:

«Da igual [quien seas]. Me cambiaría por ti, quisiera ser / alguien que lee la lápida de un muerto. / … / Sentir cómo cabalga el tiempo / en el bombeo de tu corazón». Vivir es ser «el propietario de una estrella».

Ese optimismo de mínimos al máximo es de clara raigambre chestertoniana. En uno de los poemas más bordados del libro, «Mateo 19, 24», se le rinde un homenaje explícito, con un cóctel de teología, ingenio alocado y sentido común que habría entusiasmado al maestro. Allí aparece, en su sorpresivo final, uno de los temas vertebradores del poemario: la relación de la realidad con la ficción y cómo ambas se comprenden mutuamente, enriqueciéndose sin cesar.

Desde el principio, Bonilla nos habla de las carencias como una condición para mirar la vida con deseo con esta solvente contrahechura de Juan Ramón Jiménez al más puro estilo de Abraham Maslow: «— Oh, Insolvencia, tú sí que sabes / el nombre exacto de las cosas».

Parte de la filosofía pequeñoburguesa es desconfiar de las soluciones de las utopías políticas: «Toda revolución / acaba siempre en un Napoleón». Cualquier insolvencia la solucionan mejor a cuatro manos la realidad y la ficción, a menudo anudadas. Por eso, Bonilla nos cuenta su vida como una gala de los premios Oscar, nada menos. Más glamour, imposible. El premio a la mejor banda sonora es al mar de Cádiz, «que pronuncia mi infancia en cada ola». Como el mar, la literatura:

«Mejor guion original es para Agustín García Calvo / por enseñarnos que la realidad no es todo lo que hay / y que ser es ser y no ser, sin que puedan prescindir uno del otro». Y la poesía propia, asumida sin subterfugios, ni retóricos ni gramaticales: «En mi favor cabrá decir al menos / que nunca, nunca, nunca / me referí a mí mismo en tercera persona».

Tal mezcla de realidad e imaginación se rebobina y vuelve a proyectarse en «Canicas en un bote de cristal», donde nos confiesa al cumplir sus axiales cincuenta años:

«Fui enlazando seres como todos / en una representación de un solo espectador constante, / a veces crítico ofendido, a veces gran amigo del autor / capaz de perdonarle todo fallo, / y otros espectadores que iban y venían, se asomaban un momento, / reían, se quejaban, lloraban o se encogían de hombros / y a veces hasta entraban en escena / para decir: no, no es ficción, esto no es una ficción / para luego hacerse humo o estamparse contra el decorado».

Por momentos el lector piensa lo mismo que Juan Bonilla cuando se avisa: «Se va, se va, el poema se me va por lo anecdótico»; pero ese mismo aviso demuestra que el poeta está vigilante y que la anécdota o se asciende a categoría o será, como poco, de categoría. El largo poema dedicado al padre («El día de regalo») conjuga los extremos con maestría.

Poemas pequeñosburgueses podría haberse contentado con su tensión entre la realidad y la ficción y entre la anécdota y la categoría. Habría bastado. Pero añade una dimensión más, con un delicado pudor: la trascendencia. Apenas se transparenta, pero está. En el citado homenaje a Chesterton, por ejemplo. Y en «Río». El poeta aspira, en su mismo fluir, a la supervivencia: al siempre. Léanlo:

«Si pudiera elegir, sería un río […] ellos siguen naciendo cuando mueren […] Si pudiera elegir, sería un río, cualquier río. / Algo que siempre está naciendo, / algo que está pasando siempre, / algo que muere en cada instante». Frente a la muerte de cada instante («el tiempo es un suicida reincidente», atestigua otro verso), el nacimiento continuo, pero también el paréntesis instantáneo de una revelación: «Son algo así como paréntesis / entre los que las leyes se hacen humo / y estoy conforme sin saber por qué».

En el poema «Propiedades», Juan Bonilla, pequeñoburgués, hace inventario de lo que tiene y deduce que nada de eso hubiese satisfecho las ambiciones del joven que fue. Entonces comprende «sonriente / lo muy equivocado que estaba». Este libro es un reconocimiento pudoroso y poderoso del acierto de una vida hecha a medias de realidad y ficción, que no ha perdido (o que ha ganado) la aspiración a lo que queda más allá del tiempo.

Poeta, crítico literario y traductor.