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Una excursión periódica al suelo hispano brinda la oportunidad de tomar el pulso real al país, imposible de detectar a través de la opinión impresa, que da la impresión de estar cada vez más irreconciliablemente polarizada.

Uno de los temas que este año irrumpen apasionadamente en la conversación con las gentes es, sin duda, el de la formación para la ciudadanía, que amenaza, una vez más, con dividir las dos Españas. El acaloramiento se comprende en cuanto comienzan a discutirse los contenidos de una asignatura que sea capaz de estar a la altura de una tan noble denominación. Es natural que los principios de los que se parte y los objetivos a los que se quiere llegar resulten irreconciliables, cuando no se quiere o no se sabe prescindir del bagage cultural que cada uno lleva consigo, cuando se bebe exclusivamente en fuentes, cuyas aguas están contaminadas por las encontradas corrientes del pensamiento actual. En tal situación hace bien al ánimo bucear en un oasis, en el que se puede disfrutar de una bebida pura, en la que se destilan precisamente los valores que están en la base de esta amplia discusión. Me refiero a la persona y la obra de Quinto Horacio Flaco, que el buen oficio de José Luis Moralejo ha puesto al alcance del gran público con su esforzada publicación de la obra poética de este clásico de la áurea era augústea (1) .

¡Cuánto se podría aprender de la vida y el ideario de este hombre y ciudadano ejemplar! En primer lugar, de su Menschsein, que está en la base de cualquier filosofía. En su biografía, sellada por los vertiginosos cambios de la res publica romana entre el asesinato de Julio César (el 15 de marzo del 44 a. C.) y la apoteosis de César Augusto, puesta de manifiesto en los Ludi saeculares, en cuyo marco se recitó el Canto secular -un himno en honor de Apolo y Diana, entonado por dos coros de 27 muchachos y otras tantas doncellas- el 3 de junio del 17 a. C.), se asientan las bases del ideario que refleja toda su obra, es decir no sólo la de contenido más propiamente ético Epístolas, Sátiras-, sino la poética, de la que el catedrático de la Universidad de Alcalá se ocupa.

Por encima, o más bien en la base, de cualquier filiación de escuela -estoica, cínica, epicúrea-, Horacio representa en su obra lírica el modelo de hombre que se guía por el sentido común de que esta vida pasa con rapidez para acabar en la muerte (Oda I 4, 1315. 28, 1516; II 14, 14. 17; IV 7), meta inevitable que impone el disfrute de cada día (I 9, 1318 y, sobre todo el mítico carpe diem de I 11, 8, repetido en cadencia más placentera en el dona praesentis cape laetus horae, de III 8, 27); de que debe mantenerse, en la virtud y en su contrario, la medida impuesta por la razón, es decir un sano punto medio, una aurea mediocritas (II 10, 4); de que no vale la pena apegarse a la riqueza, porque la Fortuna se va con la misma facilidad con que llega (I 35, 14); de que la riqueza provoca la inquietud y el ansia de más bienes (III 16, 1718); de que, visto todo lo anterior, para el poeta el ideal consiste en llevar una vida frugal (III 16, 2224), disfrutando de buena salud de cuerpo y de espíritu para alcanzar así una digna vejez, dedicada a ejercer su oficio (I 31, 1521; II 3. 16; III 1).

El olvido de estos principios acarrea a la humanidad sólo perjuicios, que Horacio plasma en expresiones que deberían, hoy como entonces, formar parte del acervo de ideas madres que cualquier joven guarda como advertencia y que Moralejo traduce magistralmente en frases pregnantes, como «nada se hace cuesta arriba para los mortales: en nuestra insensatez pretendemos alcanzar el mismo cielo, y con nuestro pecado no de]amos que Júpiter deponga sus rayos iracundos» (I 3, 37-40), o «la generación de nuestros padres, peores que nuestros abuelos, nos engendró a nosotros todavía más malvados, y que pronto daremos una estirpe aún más viciosa» (I11 6, 4648). [[wysiwyg_imageupload:1021:height=229,width=190]]

Sobre esta base de humanidad, que hace al hombre dueño de sí mismo, emprende Horacio un segundo paso que consiste en inculcar a sus contemporáneos el sentido de responsabilidad como ciudadanos romanos. Este Bürgersinn, que es la esencia del objeto de discusión actual, lo desarrolla el poeta ya en sus juveniles Epodos, en los que amonesta a sus conciudadanos recomendándoles mantener la sensatez y la concordia.

El VII y el XVI, compuestos cuando aún no tenía contacto ni con Mecenas, ni mucho menos con Augusto, es decir, cuando el poeta era un cero en la vida pública, aflora ya su sentido cívico. En ambos flagela las luchas fratricidas, heredadas del inicial enfrentamiento entre Rómulo y Remo (E VII 1920), y advierte de los peligros de esas discordias, que acabarán por alejar a los ciudadanos valiosos de las cuestiones políticas y hasta de Roma (E XVI).

Su sentir se nos presenta ya maduro en las Odas, sobre todo en las seis que reciben el calificativo de romanas, situadas a la cabeza del tercer libro de la colección.

En ellas nos encontramos con pensamientos tan elevados como el de que es dulce y honrosa la muerte del que cae luchando por su patria (III 2, 13), que el hombre de bien no considera un deshonor un fracaso electoral y no asume ni deja los cargos al dictado del vulgo (ibídem, 1720), que las generaciones venideras van a pagar la negligencia de sus mayores, que ha permitido que se arruinen los templos de los dioses, cuyo favor ha dado a Roma el imperio sobre el orbe (III 6, 18), que la corrupción en el seno de las familias es el origen de todos los males que aquejan a la sociedad (ibídem, 1718).

Al tiempo que pone el dedo en la llaga, Horacio aporta vías de solución cuando aboga para que se fomente la sobriedad y, para regenerar las almas seducidas por la vida fácil, se eduque a los jóvenes en las recias costumbres de los antepasados, cosa nada fácil cuando sus padres, por toda clase de medios, se afanan en acumular para ellos un capital más grande (III 24, 5164). Ensalza también las buenas costumbres, que potencian las virtudes de una noble cuna (IV 4, 3336).

Y, como vate oficial, eleva su voz para defender y fomentar la perennidad de la estirpe romana. Esto lo hace ante todo en el Canto secular, en el que una y otra vez se repiten las mismas súplicas a los dioses gemelos. A Apolo se le pide que mantenga la grandeza de Roma (1112), mientras a Diana, la Lucina valedora de los partos, se le invoca para que perpetúe el linaje (17). Y de ambos dioses protectores se espera que «den a los jóvenes docilidad y buenas costumbres (45), descanso a la tranquila vejez (46) y a la Romula gens, riquezas, descendencia y toda suerte de honores» (4548). Naturalmente esto no es todo el Horacio, ni siquiera todo lo que de Horacio nos ofrece la obra que comentamos, que, como decimos más arriba, constituye un esfuerzo encomiable por hacer accesible a un público amplio esta joya de la literatura universal.

Yo destacaría dos aspectos de ese esfuerzo. En primer lugar, la amplitud de su erudición. En efecto, a lo largo de sus casi seiscientas páginas, encontramos una introducción general, en la que, tras la biografía del poeta, se describe su pervivencia a lo largo de los siglos: global hasta el Renacimiento, diferenciada por áreas culturales a partir de la Modernidad. Sigue la historia del texto, tanto en los manuscritos, como en las ediciones y traducciones que han aparecido hasta el momento.

Cada una de las obras va precedida de otra introducción específica, que estudia exhaustivamente el género literario en el que se encuadra, su datación y el lugar que ocupa, tanto en el conjunto de la producción horaciana como en la historia de las letras latinas.

Más meritoria aún me parece la traducción. Es excesiva modestia la repetida excusa de Moralejo, por dar al público una reproducción en prosa del texto horaciano. Yo pondría de relieve, como excelente mérito de estas casi trescientas páginas de texto latino, la conservación del hipérbaton original que da a luz un castellano difícil de superar en fidelidad al sentido y belleza estética.

Es de agradecer esta realización que demuestra una vez más cómo los clásicos, en nuestro caso los latinos, son libros para leer y sobre todo para aprender. Evidentemente los presupuestos de estas obras tienen sólo un valor analógico para nosotros hoy, pero este Horacio, presentado brillantemente de la mano de José Luis Moralejo, nos muestra un camino seguro hacia una humanidad y una ciudadanía dignas de nuestra secular cultura.

AGUSTÍN LÓPEZ KINDLER

 

NOTAS

1 Horacio, Odas. Canto secular. Epodos, Biblioteca Clásica Gredos, 360. Introducción general, traducción y notas de José Luis Moralejo, 583 págs. Madrid, 2007.

Catedrático de Filología latina de universidad