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Voy a tratar de exponer sucintamente por qué considero que en la globalización hay muchos elementos que no necesariamente responden a las formas políticas propugnadas por el pensamiento liberal.

Y me voy a centrar especialmente en la ambivalente relación de la sensibilidad liberal con las organizaciones internacionales y su progresiva consolidación como incipiente gobierno del mundo globalizado.

Ni la sensibilidad liberal ni las organizaciones internacionales son realidades homogéneas: si me lo permiten, no me embarcaré en distingos ni taxonomías imposibles. Voy a referirme a todas y a ninguna, hablando de la mayor parte o de las más significativas organizaciones internacionales y sensibilidades liberales.

Y trataré de avanzar algunas ideas sobre cómo un planteamiento político liberal puede enfocar la existencia de estructuras de poder superestatales (el término no es inocente) sin perecer en el intento.

LA GLOBALIZACIÓN AFECTA AL BUEN GOBIERNO, ADVIERTE EL DERECHO ROMANO

Vaya por delante que creo que una constante del mundo globalizado es que cada estadio es más complejo que el anterior y las novedades no cancelan lo pasado. De modo que se equivocó la canción al decir: «Video killed the radio star». La imagen de las estrellas de la radio es hoy parte de su éxito, y Youtube puede ser a veces el modo más rápido de encontrar un programa de radio. Y así con todo, apenas hay frontera que resista.

Por eso un efecto generalizado de la globalización es que andamos todos algo confundidos. Y es que todo es más complicado en un mundo en el que se van superando las barreras de espacio y tiempo (en eso creo que consiste la globalización).

Pero muchos de los problemas que nos parecen nuevos quizá no lo sean tanto. Algunos juristas romanos describieron fenómenos que hoy atribuimos a la globalización y prevenían ya al gobernante contra modos de tomar decisiones ante ellos que tienen como consecuencia la restricción de las libertades individuales.

Así hablaban del ‹‹efecto Macedonio››, que debía su nombre al hijo del gobernador de una provincia romana que disfrutaba atravesando la ciudad con su cuadriga desbocada, para riesgo y temor de comerciantes y viandantes. Pretendiendo salir de esa comprometida situación, el gobernador padre de Macedonio decidió prohibir el tránsito de vehículos en toda la ciudad. Se produjo así un efecto liberticida desproporcionado. El abuso de la libertad de uno había perjudicado a todos por la reacción mal calibrada de un gobernante difícilmente imparcial.

En la sociedad globalizada, la interdependencia creciente aumenta la exposición a este tipo de riesgo: quienes pueden abusar de la libertad y las potenciales víctimas del mal gobierno pueden estar mucho más alejadas, y no solo en el dilema libertad/seguridad.

La segunda advertencia de los jurisconsultos romanos que creo oportuno traer a colación se refiere al llamado efecto «crebris auxiliis». Un pretor, harto de la presencia y el insistente griterío de lo que hoy llamaríamos un grupo de presión, cabildeo o lobby, decidió acceder plenamente a sus peticiones, que eran contrarias a lo cabal y a lo que hubiera preferido la inmensa mayoría de los ciudadanos. El volumen de voz de ese grupo pertinaz prevaleció así sobre el orden social justo que la autoridad hubiera debido defender.

Este tipo de decisiones de mal gobierno son axiomáticamente contrarias al pensamiento liberal. Precisamente son las que pretenden evitarse mediante el control del poder y la garantía de la igualdad entre hombres libres exigidos por las posiciones liberales. Ambos objetivos son más difíciles de alcanzar en la arena internacional, donde los condicionantes culturales, geográficos e incluso horarios siguen siendo barreras que la globalización english only no ha superado.

Y es que no es accidental que los movimientos surgidos del pensamiento liberal tuvieran como fruto los Estados democráticos, en oposición a la pervivencia de privilegios o relaciones arbitrarias de otro tipo —incluidas históricamente las supraestatales de los imperios, y también los regionalismos—.

LA SOSPECHA: CONTIGO PORQUE NO VIVO

La igualdad entre hombres libres y la limitación del poder fijada en las Constituciones de los Estados liberales son los criterios de juicio que la mentalidad liberal aplica a los incipientes gobiernos universales o al menos supranacionales. Son por ello difíciles de reconciliar con la sensibilidad liberal, que recela de todo poder que no esté bien embridado.

Efectivamente, el liberal sospecha de las instituciones internacionales cuando exceden su función de marco para las relaciones interestatales. Entre otras razones, es posible que de boca de un liberal puedan escucharse las siguientes:

—Las OO.II. son estructuras añadidas al aparato estatal que adolecen de múltiples solapamientos y deficiente control del gasto.

—Están alejadas del empirismo realista, orientado a la consecución de resultados tangibles.

—No están sometidas a mecanismos de control y contrapesos (checks and balances) tan aquilatados como los vigentes en los Estados democráticos. Son por eso menos transparentes y toman decisiones basadas en la presión de grupos de interés.

—Generan una selva de textos normativos de obligatoriedad no bien definida que limitan la libertad de ciudadanos, quienes además no participan en su proceso de adopción.

—Esos estándares internacionales acaban sustrayendo prerrogativas a los parlamentos nacionales —que en la tradición liberal son un órgano fundamental— de modo que en muchos ámbitos los límites externos que se imponen al legislador nacional lo convierten en mero gestor de una democracia procedimental (en un proceso paradójicamente inverso, por cierto, al que describe Michael Sandel en Liberalism and the limits of justice).

—Son el principal vector institucional de difusión de concepciones particulares (a menudo muy particulares) de «vida buena», compartidas o no por cada individuo, y que se imponen como ucases en los ámbitos más personales de la vida, acompañados de campañas pedagógicas o creaciones léxicas originales (a menudo muy originales): pongo como ejemplo la promoción más decidida de las versiones extremas del lenguaje no sexisto/a que hacen que los/las oradores/as y los/las redactores/as tengan sensación de estar atravesando un campo de minas sin que sepan bien quién ha pronunciado contra ellos esa maldición.

Para el liberal, desconfiado del poder por convicción antropológica, el Estado de constitución democrática y relativamente homogéneo, con división de poderes y una cierta primacía del Legislativo es terreno más seguro que la compleja arquitectura institucional de las ooii donde, por decirlo en clave de humor caricatural, circulan temibles borradores de secretariados o comisiones opacas, proliferan los comités de siglas inescrutables, las jergas esotéricas e inanes, las cortapisas impuestas por la diversidad cultural y merodean además a sus anchas asiduos miembros de innumerables oenegés subvencionadas.

SIN TI PORQUE ME MUERO, O ¡QUÉ BUENOS ALIADOS!…

Y sin embargo, la gran mayoría de los liberales admitirá que mientras parece precipitado concluir que el efecto mariposa lleve inevitablemente a la superación del Estado nación, es en cambio cierto que la creciente importancia de algunos problemas realmente globales lleva por motivos prácticos a la progresiva consolidación de estructuras de poder supranacionales.

Por citar un ejemplo: la falta de una vertebración institucional más sólida en Asia en materia de seguridad aumenta el pesimismo ante la proliferación de armamentos y conflictos pendientes, y lleva a pensar en lo acertado del Capítulo VIII de la Carta de Naciones Unidas cuando otorga un papel muy relevante a las organizaciones regionales para el mantenimiento de la paz.

Es necesario además mencionar que las organizaciones internacionales han desempeñado y desempeñan un papel fundamental en una aspiración que es bien cara en el pensamiento liberal: la supresión de las barreras al comercio internacional como instrumento de desarrollo y apertura de las sociedades.

Y en la medida en que las organizaciones internacionales pueden ser también una garantía externa de un marco jurídico previsible, inmune a interferencias arbitrarias (objetivo de gran valor para todo el pensamiento liberal), estas instituciones pueden constituir una limitación del poder estatal que afiance las libertades individuales.

En esa tarea serán vistas como un aliado de la universalización del liberalismo. Ese fue, por cierto, el cometido original que Churchill quiso dar al Consejo de Europa.

Las organizaciones internacionales han sido también un importante vector de difusión de los modelos occidentales y con ellos del respeto por la libertad personal. Baste pensar cuál sería el resultado de una difusión generalizada de la situación de los derechos individuales en los principales modelos alternativos: el predominante en muchos países de cultura musulmana y el del régimen político chino.

Existe además hoy la necesidad que se impone a los Estados de cooperar cada vez más estrechamente para evitar que las libertades individuales se vacíen como resultado de los nuevos paradigmas de poder surgidos de la tecnología y, precisamente, las derivas antiliberales de la globalización. Cito un ejemplo doméstico: no es malo que quien quiera comprar muebles baratos a costa de transportarlos y montarlos por sí mismo pueda hacerlo en cualquier lugar del mundo y encuentre los mismos modelos. Sí es, en cambio más llamativo y fruto dudoso de la libertad que queden ya tan pocos lugares (¡en el mundo!) en los que uno pueda comprar muebles montados e instalados sin pagar una fortuna: el liberalismo económico no debiera producir efectos uniformadores. De la libertad nace pluralismo, no estandarización, que parece fruto más propio de los magníficos monopolios que la globalización puede favorecer y solo la cooperación internacional puede disgregar.

Si los Estados son demasiado pequeños para garantizar las libertades, necesitarán cooperar a la misma escala en la que esas las libertades son contrastadas, y a menudo lo harán en el seno de estas organizaciones internacionales o multilaterales.

Esto último es especialmente cierto respecto de la economía financiera que, hay que recordarlo, no genera verdaderos propietarios en el sentido caro a Adam Smith o en parte a Stuart Mill: hombres autónomos y responsables. Por eso, la defensa que el liberalismo hace de la propiedad sigue, en coherencia, lógicas en parte distintas con relación a los juegos financieros, y los desajustes producidos por las prácticas abusivas en ese sector tienen poco de liberales en sentido clásico. Y sí sería en cambio liberal el establecimiento de un marco regulatorio claro en el nivel en el que resulte eficaz, probablemente en el seno de una organización internacional.

Y A MENUDO EL SONROJO

Pero en este teatro del mundo, los papeles contrarios son también frecuentes y la arbitrariedad viene del nivel internacional: es un resultado típico de una decisión adoptada en una organización internacional —cito, sin mencionar protagonistas, ejemplos reales— que, con la noble finalidad de promover el bienestar de los peatones se resuelva fijar objetivos de construcción de aceras en todas las poblaciones…incluidas las calles más estrechas de Toledo, donde no dejarían espacio para la calzada.

O que en un afán mal calibrado para lograr la igualdad entre hombres y mujeres, se promueva el fin de las competiciones deportivas que segregan por sexo, u obliguen a realizar informes periódicos sobre la práctica igualitaria de cada deporte.

Por no hablar del mantra que constituye en estas instituciones el principio de no discriminación, que a falta de debate sustancial sobre qué es igual y qué es diferente, puede convertirse en el más potente semáforo rojo (a club argument, en la jerga) contra cualquier discusión sobre lo esencial abierta y libre de dominio. Debe afirmarse con urgencia que el uso incontrolado del principio de no discriminación en ausencia de debate sustancial es un ataque preventivo contra la sociedad abierta.

De modo que para el liberal, pronunciarse sobre las organizaciones internacionales es una tarea incómoda que puede debilitarle políticamente, porque sus respuestas deberían estar plagadas de esos matices que no soporta ya ningún medio de comunicación.

LA CULPA ES DE KANT. YA LO DIJO BURKE

En la configuración de las organizaciones internacionales conviven elementos provenientes de corrientes muy diversas del pensamiento político. Mientras la noción inicial de derechos humanos y desarrollo que inspiró a muchas de ellas tenía un cómodo encaje en el pensamiento liberal, que reclama desde sus orígenes los derechos individuales como fundamento más sólido de la paz y el progreso social, el «estado de ánimo» en muchas de estas organizaciones presenta en cambio sobre todo muchos elementos reconducibles a los postulados del idealismo kantiano, que se compadecen mal con posiciones liberales. Trataré de explicarme.

El universalismo como aspiración ha existido desde antiguo, con la kosmopoliteia estoica como el referente quizá más claro. Para acreditar esa continuidad entre los periodos históricos, baste citar este dístico ovidiano, recogido, en un epitafio de la catedral de León, retomado después en la literatura humanista y frecuente motivo heráldico: omne solum forti patria est, ut piscibus aequor, ut volucri vacuo quicquid in orbe patet.

Pero es Emmanuel Kant (1724-1804) quien formula la concepción moderna de esa visión que perdura, a nuestro juicio, en muchos elementos de la tendencia universalista de las instituciones internacionales. En el desacuerdo de los pensadores liberales y conservadores de su época con Kant encontramos ya el inicio del debate sobre la configuración y los propósitos de estas organizaciones.

Por plantear el problema abruptamente —sin contexto, ni hacer plena justicia al cosmopolita menos viajero—, recordemos que Kant consideraba que el talante universal de la Revolución Francesa que había despertado en todas partes la conciencia de ser ciudadanos del mundo impulsaría al hombre hacia «el supremo bien cosmopolita, imbuyéndole de un afán decidido y universal comparable al entusiasmo del más poderoso estímulo moral» (Reflexión 8077, Ak.XIX, 611). Esa revolución «inaugura una época en la que nuestras especie dejará de vacilar en su marcha hacia lo mejor… y se encaminará hacia un progreso sin interrupciones».

Ni la ingenuidad antropológica, ni el tinte moralista, ni la experiencia histórica posterior hacen estos pronósticos kantianos del agrado de la sensibilidad liberal. Ese entusiasmo cosmopolita que los embebe es, en cambio, muy semejante al lenguaje que permea muchos textos internacionales: baste analizar el sentido que en la jerga de esas organizaciones tienen expresiones como «avanzar» (to go forward), no lejano tampoco de Rousseau o el abate St. Pierre.

En una posición bien distinta sobre los mismos hechos, que no puede en este caso separar conservadurismo de empirismo liberal, Edmund Burke (1729-1797) critica el error que en política supone emplear el método deductivo, como hacían los revolucionarios franceses, pasando de los primeros principios a las normas, legislando ex nouo, sin atender al hecho de que la prudencia es la principal virtud en política, donde lo que hoy es acertado puede convertirse en aberrante en poco tiempo, y desoyendo la tradición, que es en el fondo expresión de la razón colectiva en su riqueza de matices. Mientras los ingleses habían decidido ir perfeccionando su Constitución, los franceses habían hecho tabla rasa. No escapó esta advertencia a los constituyentes de Cádiz, que se consideraban intérpretes de una tradición ya existente. Kant, en cambio, se muestra orgulloso de que en Francia sea el Pueblo y no el Parlamento quien esté decidiendo los cambios.

Ese abuso del método deductivo es reproche común que la crítica liberal hace a las organizaciones internacionales y a los revolucionarios del XVIII.

Esta diferencia de sensibilidades tiene numerosas manifestaciones prácticas. Pondré algunos ejemplos:

Es frecuente que en la jerga de muchas OO.II. se hable de «expertos independientes» y se atribuya a ese calificativo un matiz positivo, equivalente a la ausencia de vinculación con las posiciones de un Estado. Para la mentalidad liberal (y para la de Burke, que sostenía que no hay opiniones personalísimas sin influencia previa), esa independencia resulta en cambio sospechosa, porque no va acompañada de los checks and balances que el Estado democrático brinda y queda por tanto a merced del arbitrio personal: es un poder sin control. Un liberal dirá que no cree en la independencia, y probablemente tampoco en que se pueda hablar de «expertos» en materias que difícilmente son solo técnicas. Esta actitud será interpretada por el kantiano como una cínica falta de compromiso con los objetivos de la organización, que impide «avanzar».

Me remito sobre este último asunto a la interesante y oportuna ponencia de Pablo Hispán sobre la tecnocracia en este mismo volumen.

En ese mismo cauce, las oo.ii. son con frecuencia más tendentes que los Estados a actuar sobre esferas que los liberales consideran ámbitos del albedrío privado. Así, pueden dedicar esfuerzos a «promover» la multiculturalidad —no ya a gestionarla o tratarla positivamente, sino a promoverla, como si estuviera en mano de cualquier poder cambiar el curso en el desarrollo de las identidades—.

REVOLUCIÓN DE LEGITIMIDADES Y ÉPOCA DE SUPLENCIAS

Todo esto en un periodo en el que, en parte como consecuencia de la globalización, existe un temor ciudadano a individual y social.

Los embates que está recibiendo la democracia representativa no son tampoco nuevos: baste pensar en el predicamento que en algunos ambientes han recibido autores como Cornelius Castoriadis. Contra lo que se sostiene, son solo en parte debidos a los cambios tecnológicos. Antes de Internet, el precipitado ideológico posmoderno iba ya en esa dirección.

Pero sí es cierto que están fraguando la que José Ramón García ha calificado en Nueva Revista como la Revolución de las Legitimidades y están acelerando una resbaladiza disociación de lo que se considera democrático-legítimo-justo y lo que es constitucionalmente válido en la mayor parte de los Estados occidentales. A esa erosión contribuyen también algunos liberales bienintencionados.

En ese contexto de casillas vacías o al menos mustias, muchos actores aspiran a reemplazar en la toma de decisiones a los representantes legítimamente elegidos. Tienden así a ocupar espacios que en buena ley corresponden solo a los poderes constituidos, especialmente al Legislativo. Las instituciones internacionales no son ajenas en absoluto a ese juego de sillas.

LA SOLUCIÓN LIBERAL SIGUE SIENDO EL PARLAMENTO

Es cierto que los Parlamentos se han apartado de su función liberal primigenia. Han dejado de ser un límite a la voluntad (principalmente recaudadora) del ejecutivo, para convertirse en adalides del convaleciente Estado de bienestar e instigadores del aumento de gasto, que en sociedades tan heterogéneas comporta la creciente intervención pública en la vida social.

Los Parlamentos han olvidado que, en el fondo, todo tributo es un acto de imperium y no de ius, y han renunciado a limitar ese poder, abandonando la función que más impulsó su origen (muy valorada por pensadores liberales como Locke o Tocqueville). Indirectamente ahogan de ese modo energías sociales imprescindibles para generar (aprovechando la transversalidad que la globalización permite) el demos de referencia y control ciudadano de ese incipiente aunque sectorial gobierno mundial.

Pero, tal como puntualizó el Verfassungsgericht de Karlsruhe en su dictamen sobre el Tratado de Lisboa, existen áreas de decisión pública en las que el Estado sigue siendo el mejor situado para garantizar el respeto de las libertades individuales y corresponde a los Parlamentos nacionales asegurar esa primacía.

Revitalizar el control parlamentario de la actividad de las organizaciones internacionales sería probablemente una meta alabada por un liberal clásico que reflexionase sobre nuestro tema de hoy.

Supondría mantener una posición tan alejada del nacionalismo antiliberal como de ingenuidades cosmopolitas, que esos pensadores juzgarían, más que utópicas, imprudentes.

Y es que, para que en el mundo globalizado se mantenga o progrese el respeto de las libertades individuales alcanzado en Occidente harán falta mucha habilidad política y notables esfuerzos de sabia lectura de los acontecimientos por parte de la ciudadanía y sus representantes.