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Últimamente se anuncia la muerte del columnismo con especial énfasis, casi con placer. Algunos la profetizan con la satisfacción justiciera del resentido a quien nadie dio voz a tiempo; otros con boba fascinación de rumiantes digitales. Los de más allá desprenden nostalgia de leño prendido en la chimenea, las gafas de cerca sobre las rodillas, una pila de revistas cogiendo polvo en el rincón. El columnismo muere, dicen, porque mueren los periódicos y muere la lectura misma. Y yo no digo que esta vez no vaya la vencida. Yo solo digo que cuanto más se habla del fin de la novela, más novelas se publican; cuantas más actas de defunción cinematográfica se levantan, más dinero recaudan las películas; y cuantas más paladas caen sobre el féretro de la columna, más artículos nos encargan sobre la función social del columnista, y más estudiantes nos hacen llegar el despertar de su vocación, el testimonio de su fidelidad lectora o la educada solicitud de otra entrevista inmerecida.

Quizá el columnismo, que cuenta con la brevedad entre sus premisas, sea género darwiniano que sobreviva a la hecatombe internauta. Puede que el entrañable hábito del desayuno a doble página junto a la taza de café camine hacia la extinción; pero no es menos cierto que está siendo relevado por ese otro del vistazo —furtivo y frecuente como un vicio— a la pantalla de móvil, donde siempre aguarda el enlace al artículo polémico de la jornada, ese que nos hace cabecear de conformidad aferrados a la barra del autobús o ese otro que nos infla de indignación sentados sobre el retrete.

Lo cierto es que los muros de Facebook y los perfiles de Twitter están llenos de columnas. Es una constatación diaria que salva la vigencia del humanismo. Nacen proyectos renovadores del parque columnístico como el que lidera Ignacio Peyró al frente de The Objective, plataforma para el provecho reflexivo frente a la viralidad sensacionalista. Pese a todo, ninguno de los que nos encaramamos con regularidad a una columna estamos libres de desatar el escándalo e incendiar las redes el día menos pensado. A poco talento que atesore, cualquier abajofirmante puede hacerse acreedor a la reprimenda pública de una portavoz parlamentaria. Claro que son mucho peores las reprimendas privadas. Pero algo tendrá la opinión cuando la bendicen con su saña tantos ofendidos de guardia, tantas minorías insomnes, tantas identidades en perfecto estado de revista inquisitorial que salen a patrullar la opinión cada mañana y cada tarde, con la antorcha en una mano y el rostro embozado en un avatar anónimo.

De modo que menos funerales: la pasión lectora goza de una salud que ya quisiéramos a veces menos vigorosa. Mayor robustez le desearíamos a la comprensión lectora: la aptitud para leer la ironía, por ejemplo, en un mundo que alumbra una camada diaria de tontos literales. Personalmente confieso que rara vez concedí a mi oficio la importancia de la que generosamente me han revestido en alguna ocasión mis amigos; pero lo que desde luego jamás pude imaginar es la generosidad de mis enemigos. Si uno, que ni tiene el título reglamentario ni cursó el máster corporativo ni gozó de más padrinos que las amistades que fue haciendo a golpe de escritura es capaz de sostener un par de polémicas semanales —públicas o privadas— con representantes de cuatro o cinco partidos diferentes, significa que el columnismo todavía articula la conversación pública, y que uno puede condicionarla siquiera en grado infinitesimal mientras se gane (y no pierda) el derecho a ser escuchado.

¿Qué es el derecho a ser escuchado? Aristóteles distinguía tres principios activos en la retórica: el logos, que es el argumento, la idea que se defiende; el pathos, que es el estado de ánimo de la audiencia que debe pulsar el buen orador; y el ethos, que es el carácter reconocible o autoridad natural del orador: su derecho a ser escuchado. Es el ethos el cimiento de la carrera del columnista, y no lo asentará sin sacrificio. Es el doctorado que todo aspirante debe preocuparse de obtener antes de ponerse a impartir lecciones con alguna credibilidad, pero por el camino aprenderá valiosas decepciones. La primera de ellas será la indiferencia glacial del público: al principio uno se sienta ante el folio con una pose mixta de responsabilidad y desafío, como quien se sienta a los mandos de un submarino nuclear ruso, calculando la reacción en el Kremlin, o en La Moncloa, o siquiera en la asociación de veganos del barrio; pero sucede que al día siguiente nadie se da por aludido. El golpe suele ser duro, y duradero, y siega no pocas vocaciones demasiado infundadas, tiernos brotes sin raíz. Pero si nuestro articulista persevera y posee el don, acabará conquistando el derecho a ser escuchado. Vencer la indiferencia del personal, indeciso ante la pléyade de firmas que mendigan su vistazo mañanero, representará quizá la mayor victoria de su vida. Pero inmediatamente después empiezan los verdaderos problemas. Cuando se pasa sin transición del estadio árido en que nadie se da por aludido al estadio histérico en que se dan por aludidos todos.

El mismo aprendizaje curte al idealista que debuta en un partido, según explicó Michael Ignatieff en una obra ya clásica de memorialismo tragicómico. Ignatieff era un académico al que ficharon para el partido liberal canadiense como quien secuestra a un abad para presentar un reality. Nuestro político forzoso no tardó en descubrir que soportamos una democracia de baja calidad argumental donde ya no se atacan las ideas o posturas de un candidato, sino lo que el candidato es. Y en el peor de los casos, lo que parece. Se logra mediante un etiquetado exprés que llueve sobre el voluntarioso neófito —en ocasiones con etiquetas excluyentes entre sí, pero algo queda— para desacreditarlo preventivamente. Se trata de que su trabajo no llegue limpio a las entendederas del personal: se trata de disuadir a los sanos curiosos y de suministrar munición a los prejuiciosos doblemente armados. En el actual ecosistema mediático, el debate intelectual está perseguido, porque intercambiar ideas libremente comporta el riesgo turbador de acabar persuadido por el otro. «Una vez que has negado a la gente el derecho a ser escuchada —escribe Ignatieff—, ya no tienes que refutar lo que dicen. Solo hay que ensuciar lo que son». Eso sucede a diario en la política y en el periodismo, y contra esa máquina orwelliana de atribuciones hay que pelear desde el principio. Te llamarán facha, rojo, meapilas, comecuras, vendido, pepero, extremocentrista, homófobo, machista, adicto al canapé, adúltero, impotente y frecuentador de palcos vip, si hay alma capaz de proferir insulto tan lacerante.

Al columnista, por tanto, se le ha de presuponer el valor, pero también el equipo. Casco, chaleco, granadas, fusil y no viene mal un machete en la caña de la bota. Su armamento es la lectura bien metabolizada. Si sale al campo de batalla pertrechado solo con opiniones ajenas, mantras de tertulia, solapas de ensayo o emoción a flor de piel, será masacrado. En la maduración de toda columnista resulta imprescindible saber pasar del testimonio al argumento. Del yo al nosotros. Del blog al ágora. De la anécdota que yo protagonicé a la categoría de lo que a todos nos sucede. Sabemos que hemos consumado el salto si queda flotando en el aire del texto un pensamiento original, una conclusión ética, al menos una perplejidad reveladora. De la observación, la experiencia y los libros nacen las ideas propias que delatan al columnista de mérito. Aquel que modula la soberbia de la opinión gracias a la modestia de los hechos, es decir, que mezcla el ensayo con la crónica. Ese es para mí el columnista ideal.

Un columnista se gana su derecho a ser escuchado porque posee mirada y estilo propios. Hay columnistas que clavan el análisis de los hechos, o les encuentran una perspectiva novedosa que luego expresan con una vulgaridad olvidable. Su hallazgo no hará mella en la mente del lector. Y hay otros —y en España, cuna del barroco, forman escuela— que por una bienintencionada voluntad de autoría esperan que les perdonemos su mediocre raciocinio solo porque amasen el pan duro del tópico con crema pastelera. Son los epígonos de ese umbralismo mal entendido que separa el fondo de la forma, el significado del sonido. A ellos, sin embargo, estamos siempre dispuestos a perdonarlos porque militan contra la dramática agrafía del periodista medio.

Hay que saber mirar, o pensar, y hay que saber describir con precisión lo que se está mirando o pensando. Y la precisión —contra lo que escribió el Ortega más confuso— jamás está reñida con la literatura. Un autor que maneja pocas palabras o se extravía cuando se aventura por las afueras de la frase copulativa no puede ser un buen columnista. Y que no excuse luego su pereza o su incapacidad en la obediencia a la preceptiva anglosajona. Simple no es el antónimo de pomposo sino de complejo, y se puede ser complejo y elegante a la vez como un vino memorable. De quien sea capaz de pasar de la impresión al argumento y del estilo a la idea sin dejarse nada por el camino será el reino de los cielos de la antología. Escribir bien granjea el derecho a ser escuchado, pero no lo garantizará a largo plazo si la estética no se acompaña de la inteligencia.

Tampoco aquí terminan las amenazas. Una vez que se disfruta de una audiencia que sigue tus columnas y las espera para compartirlas, comentarlas o denostarlas con igual fidelidad, se presentan varias tentaciones que provocarán la pérdida del derecho a ser escuchado en caso de que el columnista no ejercite la tensión moral necesaria para resistirlas. ¿Cuáles son esos peligros? Veamos. La presión que acosa al columnista escuchado es de naturaleza variopinta, pero podemos catalogar sus efectos en la siguiente tipología de caídos.

  1. El columnista cursi. Muy extendido. Autobiográfico compulsivo. Es una víctima penosa del Me Gusta. De la droga del elogio viral. Así que, visto lo visto, ha decidido dirigirse resueltamente a las tripas del lector y evitar escrupulosamente su cerebro. Es más rentable, claro. Se justifica reivindicando orgullo plebeyo pero solo resulta ordinario, populachero. Se reclama cruzado contra la pedantería, pero quizá es que acusa problemas de expresión. Es una máquina de atraer seguidoras sexys y desamparadas. Reina sobre esta sociedad de infantes crónicos masajeando como la mejor geisha de Bangkok el ego dolido del narciso occidental que ha perdido un gato o una abuela, y lo siente como el primer nieto de la humanidad. Es también una máquina de expulsar de la lectura de sus columnas a los herederos de la Ilustración.

2. El columnista clown. Ni una frase sin su gag. Estamos aquí para divertir a la gente, que ya tiene demasiados problemas como para ponerla a pensar. Se ríen de todos los políticos porque todos son iguales, pero los de derechas son más iguales que otros. Si alguno se ofende siempre se puede invocar el santo burladero del humor. Y harían bien si lo suyo fuera humor —la mueca de la inteligencia— y no chiste enlatado en la lata manufacturada por la secta. El columnista payaso carece de pensamiento propio: su trabajo es coral, él se atribuye gags producidos industrial mente por unos señores de negro que provienen del área metropolitana de Barcelona.

3. El columnista pisacharcos. Ha venido aquí a incendiar Twitter. En él la provocación no es el efecto colateral que causa un ataque razonado a la corrección política, sino que es el efecto obsesivamente perseguido. Hay algo oscuramente freudiano, sadomasoquista, en este tipo humano que no duerme feliz si no se va caliente a la cama. No cree en nada, pero conoce bien los puntos erógenos de la opinión pública: dónde tocar y dónde apretar. Es barato, cínico y, descubierto el truco, letal para la fidelidad lectora.

4. El columnista papanatas. España es un país de pandereta, clama el panderetero mayor. Tiene un concepto cosmopolita de sí mismo, pero ha viajado mucho menos de lo que predica, o no diría tantas sandeces. Sabe que su aversión retórica a España se cambia a precio de platino iridiado en las redes sociales españolas, donde conceder alguna calidad de vida a este valle de lágrimas corruptas solo puede significar que estás a sueldo del PP. El columnista papanatas pasa por titán de la independencia periodística: no sospecha que no hay pose más cómoda en la vida que la del eterno insatisfecho. Si todo es una mierda, uno no tiene por qué exigirse más. ¡Ojalá fuéramos finlandeses!, lagrimea desde la torre de marfil de su esnobismo de progreso. Pero no se muda del terruño ni por orden judicial.

5. El columnista sectorial. Pasemos por encima de la subespecie de los columnistas de partido, tan despreciables y obvios que no merecen comentario, más allá de que haberlos, haylos. Algunos tienen hijos y no tienen talento, así que se disculpa la pleitesía. Yo me refiero a quienes venden su pluma a un colectivo especialmente ruidoso y mejor visto: las feministas de séptima generación, los autónomos jeremiacos o los ecoverdes antitaurinos, por ejemplo. Son pocos pero bien organizados, y como buenas minorías saben hacerse oír, porque la mayoría está ocupada haciendo la compra a la vuelta del tajo o recogiendo al niño de la clase de kárate mientras envía un par de mails sobre la reunión de mañana. El columnista sectorial lleva en el pecado la penitencia: a partir de su identificación con una determinada tribu social, ya no podrá escribir impunemente sobre gastrobares de moda o corrupción inmobiliaria.

Confieso que soy el primero que ha cedido a alguna de estas tentaciones. Me acuso de furor autorreivindicativo, de enmienda total al mundo moderno, de maldito por entregas con intención lujuriosa. Lo importante es no dejar de examinarse en soledad. Localizar nuestro patinazo para crecer en humildad, que es crecer en inteligencia, y para no convertir la caída en adicción que nos arrebate el derecho a ser escuchados. Ese que tanto nos costó ganar. Observa, lee, apunta, llama. Cultiva tu propio jardín. Y extrae semanalmente de él tu cosecha instructiva y deleitosa de palabras para el paladar apresurado del lector posmoderno, que no tiene tiempo para nadie pero puede que aún lo tenga para ti, siempre que conquistes ese derecho que todos ambicionan. La facultad de opinar, de incidir con eficacia en la construcción del discurso público que modela la sociedad en que vivimos.

PERIODISTA Y CRÍTICO LITERARIO