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 ¿Quién es Gustavo Dudamel?

dudamel.pngEn la sede de la Filarmónica de Nueva York se custodian tres batutas que pertenecieron a Leonard Bernstein, director de la formación desde 1958 hasta prácticamente su muerte en 1990. Compositor de la inmortal West Side Story (1961), sería considerado como uno de los grandes directores del siglo veinte. Entre sus preocupaciones como artista estuvo la formación de los públicos que asistían a los conciertos, en especial de los espectadores más jóvenes. Ahí nacieron los Conciertos para jóvenes, emitidos por la NBC entre 1958 y 1973, en los que Bernstein comentaba y dirigía fragmentos de compositores habituales en las programaciones de los conciertos. En 1960 abordó uno de los más famosos, con motivo del centenario de uno de los compositores con quien se sentía más unido, y que llevaba por título un enigmático interrogante: ¿Quién es Gustav Mahler?

En diciembre pasado, una de las batutas de Leonard Bernstein fue prestada a un jovenzuelo de pelo ensortijado, enjuto y risueño que se llamaba Gustavo Dudamel. Semanas antes había visitado el Carnegie Hall con la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar*, la orquesta en que dio sus primeros pasos como director y que terminó por encumbrarle definitivamente. La impresión que causó con aquel concierto fue muy honda y los neoyorquinos esperaban la siguiente actuación de Dudamel con enorme expectación. ¿Sería capaz este joven venezolano de domar las huestes resabiadas de la formación norteamericana, quizá, con mayor tradición musical? ¿Quién es, en realidad, Gustavo Dudamel?

I

                                                                               

Lo primero que sorprende de la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar es su intensidad. Estos jóvenes salen a tocar al ciento por ciento. No se guardan nada. Desde su salida al escenario, llama la atención el serio desenfado de los profesores de la orquesta. Mucho vestido palabra de honor, por el que asoman hombros y brazos con tatuajes sugerentes. Luego nos damos cuenta de que son muchos. Las secciones están muy nutridas y se pueden contar hasta once contrabajos (¡once!). Hay melenas tan voluminosas como la del director y sonrisas amplias, muchas y cómplices, por doquier. Sobre todo, la Simón Bolívar es una orquesta que sonríe.

En todo ese mare mágnum, de repente, se impone el silencio. Es el concertino que sale de forma ceremoniosa para afinar. De los instrumentos emerge un sonido denso, que revela la incipiente energía salvaje de un potro. Sentimos algo de frustración al no poder encontrar la palabra para describir lo que escuchamos. Nos preguntamos si alguien puede llegar a domar ese sonido juvenil que emerge de un centenar largo de instrumentos.

La respuesta se encuentra en la figura que aparece por la puerta de camerinos en ese momento. Se trata de Gustavo Adolfo Dudamel Ramírez, veintisiete primaveras recién cumplidas cuando se encarama al  podio del Auditorio Nacional. Natural de Barquisimeto (Venezuela), comenzó sus estudios musicales a los cuatro años e ingresó en el Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela que puso en marcha en los setenta el maestro José Antonio Abreu y que hoy aglutina a casi 300.000 jóvenes en todo el país. Al comienzo, con once años, quiso estudiar trombón, el instrumento que tocaba su padre, pero no tuvo más remedio que coger el violín al comprobar que la longitud de sus brazos no daba para alcanzar toda la extensión que exigía la vara.

«Un día, cuando tenía 16, yo estaba ensayando en una orquesta y cómo no llegaba el director, yo me monté a ensayar. Para mi sorpresa la gente me tomaba en serio. Era la Pequeña serenata nocturna. Cuando llegó el maestro me dio oportunidad de seguir dirigiendo». Aquél fue el comienzo de su gran vocación. El gran salto lo daría en 2004, cuando ganó el concurso de dirección Bamberger Symphoniker Gustav Mahler. El fenómeno Dudamel adquirió entonces carta de naturaleza y a partir de entonces sería invitado a dirigir las mejores formaciones del mundo. La Scala, Viena, Chicago, Berlín. Dirigió a la Sinfónica de Stuttgart en el ochenta cumpleaños de Benedicto XVI en Roma. En mayo de este año se ha puesto enfrente de la Orquesta Nacional de España y en verano le esperan los festivales de Salzburgo y Lucerna. Además de la Simón Bolívar, es director principal de la Sinfónica de Gotemburgo y a partir de septiembre de 2009 será el nuevo director titular de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles. «Para mí, el Sistema es un proyecto de vida. Soy un integrante más. El Sistema es mi familia. No me iré nunca de Venezuela. Lo que soy es por todo ese proyecto. Es una razón de vida. Estaré allí por siempre». Más allá de todo esto, Dudamel es un chico como los demás. Es un chiflado del béisbol, le gustan grupos como Pink Floyd o Queen, y no duda en acompañar a sus amigos a un concierto de Marc Anthony y arrancarse a bailar. Es un disfrutón, muy devoto de Nuestra Señora de la Divina Pastora de Barquisimeto.

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Tras los primeros compases nos percatamos de que la interpretación esconde un meticuloso trabajo de preparación y un concepto musical de gran calidad: todas las partes están muy bien trabajadas, al detalle. Nada escapa al oído y gesto atentos del director. Ahora, el sonido, sin haber Gustavo Dudamel con la Orquesta de la Juventud Venezolana Simón Bolívar (Foto Nohely Oliveros Deutsche Grammophon) dejado de ser poderoso, basa su eficacia en su integridad como grupo. Hay tal intensidad en los ataques que parecen incontrolables. Nos sorprende la contundencia, acostumbrados como estamos a las frecuentes calidades camerísticas que se practican en algunas orquestas a este lado el Atlántico. Durante la obra nos damos cuenta de que este sonido solidario esconde grandes solistas, algunos de los cuales ya se encuentran entre los atriles de las primeras orquestas europeas. Es el caso, entre otros, de Edicson Ruiz, contrabajista desde los diecisiete años en la Orquesta Filarmónica de Berlín.

Las sonrisas vuelven a los rostros de los músicos al concluir la difícil Consagración de la primavera de Stravinski. Se felicitan entre ellos, se aplauden mutuamente: el trombón con las maderas, las trompetas entre La Orquesta de la Juventud Venezolana Simón Bolívar (Foto Nohely Oliveros Deutsche Grammophon) ellas. Es el momento de las recompensas y Dudamel no deja de levantar a los más destacados: fagot, percusión… «El componente visual en la Bolívar es muy particular. La música, además de brindar el sonido, brinda una sensibilidad».

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En la segunda parte se aborda la Sinfonía n.° 5 de Chaikovski. El comienzo de violas y violonchelos estremece. La densidad del sonido puede resultar a veces un poco edulcorante, excesivamente dulce. Los tutti son fuertes, con ese punto excesivo de la primera parte. Continúa habiendo una enorme decisión en los ataques, que se extiende hasta la concepción completa de cada sección, de cada compás. Es, el de esta orquesta, un sonido arropado. «Es un fenómeno extraño. Tiene que haber una conexión de hermandad en un momento clave que es el concierto». En ella, la evolución del conjunto te hace mejor como músico. Toda la formación es solidaria en su esfuerzo. Se miran, se escuchan, están muy pendientes los unos de los otros.

Parece haber algo de pacto fáustico en esa facilidad para poder comunicar un lenguaje universal. «El lenguaje de lo invisible que se transmite invisiblemente», que dice el fundador del Sistema, José Antonio Abreu. La Orquesta Simón Bolívar aprovecha todos los límites que le pone a su disposición el cauce de la obra que interpreta. Hay un esfuerzo sincero y honesto. Al final, nos vamos felices porque encontramos la palabra que define el sonido de esta orquesta. Esa palabra es auténtico.

Meses después, Gustavo Dudamel reconocería que aquel concierto en el Auditorio, el primero que daban en Madrid, había sentido una gran conexión con el público «a pesar de que se trataba de un programa denso y duro. Las orquestas se han alejado del público. La interacción con él es lo que salvará a la música clásica. En Venezuela, ir a un concierto de música clásica es como ir a un concierto de música pop. Que jóvenes toquen para jóvenes es muy importante».

Si nosotros fuéramos uno de esos chicos del Sistema, Gustavo Dudamel sería aquel director afamado con quien una vez tocamos juntos, en la orquesta de nuestro barrio. Se sentaba unas filas más allá de nosotros. Más bien poca cosa, con el pelo rizado, que siempre llevaba bien recortado para no parecer una bola de pelo. Tocaba el violín porque cuando entró los brazos no le daban para tocar el trombón. Éramos parte de una organización de varios centenares de pequeñas orquestas donde los jóvenes de cada barrio aprenden música tocando juntos. «Es falso el modelo cultural de que la música clásica sea música aburrida. Para el músico tiene que ser su vida tocar cada una de sus notas. La música es energía, que se nota y se siente. El problema es la rutina. Esta orquesta, cada vez que toca algo, se hace como si fuese algo nuevo. Lo hacemos de manera que disfrutamos».

II

 

«Quien genera belleza tocando y tiene armonía musical, empieza a conocer por dentro lo que es la armonía esencial, la armonía humana, y que sólo puede comunicar la música al ser humano. Esa revelación es lo que transforma, sublima y desarrolla por dentro el espíritu del hombre». Así se expresa José Antonio Abreu al comienzo del documental Tocar y luchar, dirigido por Alberto Arvelo en 2004 para tratar de explicar la esencia que mueve el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela y que hoy se ha extendido a otros países iberoamericanos como Perú, Bolivia, Colombia, Uruguay o Argentina. Durante más de una hora asistimos a un documento de gran fuerza catártica, que nos hace compartir la emoción de quien lo protagoniza. Como las palabras de Kenneth, once años, violinista del barrio Montalbán, de Caracas: «Yo imagino que Dios debe ser como la música porque algo como eso sólo puede ser obra de Dios».

Por su metraje desfilan, además de Abreu y Dudamel, un Plácido Domingo conmovido hasta las lágrimas al escuchar un ensayo de uno de los coros del Sistema, o a un Simon Rattle preso del síndrome de Sthendal que declara sin ambages haber visto en los rostros de los jóvenes músicos «lo que siempre creí que era la música: alegría y comunicación». Y a un Claudio Abbado turbado al contemplar un ensayo de un Coro de manos blancas; esto es, un coro de jóvenes sordomudos que acompañan con gestos mímicos de sus manos enguantadas de blanco lo que sus compañeros tocan y cantan. El propio maestro italiano escribiría más tarde sobre aquella experiencia: «La formación parte de los niveles más bajos, hay escuelas de música diseminadas por todo el país, escuelas de cualquier tipo, escuelas también para minusválidos (tuve la oportunidad de ver un concierto increíble de los manos blancas, un grupo de niños sordomudos que crean coreografías hermosísimas con las manos, al son de la música que canta un coro. Fue conmovedor), escuelas de luthería que enseñan un oficio a los muchachos rescatados de la pobreza de los barrios de una ciudad como Caracas. El ser solista, el prevalecer sobre los demás, son conceptos ajenos a estos muchachos. A ellos les interesa tocar juntos en la orquesta por encima de todo, tienen un bellísimo enfoque colectivo en relación con la música. Metafóricamente se puede describir tal sistema como si se tratara de una pirámide: en la base están las orquestas infantiles, en el medio las juveniles, en la cúspide la orquesta profesional Simón Bolívar».

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Todos pueden participar. Todos pueden sentir el poder purificador e indescriptible de comunicar la belleza. Esa es la filosofía del proyecto de José Antonio Abreu. Tocar juntos para aprender juntos. Muchos no llegarán a la cúspide de la pirámide, pero habrán recibido una formación que cambiará para siempre sus vidas. «La orquesta es la única comunidad que se constituye con el fin de concertarse, interdependientes unos de otros, para generar belleza».

Venezuela está sembrada de este espíritu por noventa núcleos, que son los centros de formación del Sistema que acoge a un total de tres orquestas. Desde los dos años se empieza a tocar las primeras notas en grupo. «Ese aprendizaje de convivir y de escuchar a los demás —dice Gustavo Dudamel en una entrevista a la revista Scherzo en 2006— es ante todo una enseñanza humana. El aspecto cultural lo podemos encontrar en el hecho de que la orquesta se ha convertido en un punto de referencia, por la que cada año pasan por allí para trabajar con ella grandes personalidades de la música, lo que hace que todo el panorama musical esté pendiente de lo que sucede en Venezuela, donde se ha creado un tejido musical gigantesco: 250.000 muchachos haciendo música. Y no sólo eso. Cuando vas a un concierto en Venezuela lo más especial es que el 80% de la audiencia son también muchachos menores de veinticinco años, que tienen una sensibilidad y una cultura especial desde muy jóvenes. Eso es algo único. Cada pueblito en Venezuela tiene su orquesta y su coro. Eso es lo más vanguardista de la apuesta del maestro Abreu».

 

 III  

 

Lo mejor de la historia del Sistema de Abreu es que acaba bien. «Cuando al principio vi once niños y veinticinco atriles me desanimé un poco. Pero cuando entró un niño con su violín, abrió su estuche y se sentó, supe que tenía que arrancarlo». Cuántas iniciativas de raíz idealista como ésta han sucumbido a la zozobra que produce el pensamiento mezquino, la estrechez de miras, el excesivo utilitarismo. Estamos ante una que nos aleja de los hombres lobo de Thomas Hobbes y Herman Hesse y nos renueva la confianza en el género humano, en el hombre como criatura que es capaz de superarse a sí mismo y trascender lo que hace; de dotarse, en definitiva, de sentido.

Pero todo esto ha costado más de treinta años y sólo después de este tiempo ha sido posible ver los resultados. En una época donde nadie habría esperado tanto a saber si un proyecto lograba las metas esperadas, el Sistema de Abreu nos recuerda que los verdaderos resultados se consiguen a largo plazo. Los más duraderos, los definitivos, los inmortales. ¿Es, acaso, colocar a los músicos de la Bolívar en las mejores orquestas? ¿Que los músicos acaben siendo famosos?

Leonard Bernstein terminó aquel concierto para jóvenes sobre la figura de Gustav Mahler con un fragmento de La canción de la tierra (Das lied von der Erde, 1908), donde el compositor mostraba sus deseos de despedirse de cuanto le rodeaba sin hacerlo de verdad. Algo paradójico, consustancial a la obra de Mahler, en este fin que se prolonga hacia la eternidad (Ver Nueva Revista, n.° 115): Ich stehe hier und harre meines Freundes; Ich harre sein zum letzten Lebewohl. Ich sehne mich, o Freund, an deiner SeiteDie Schönheit dieses Abends zu genießen («Aquí estoy, esperando a mi amigo; le aguardo para darle un último adiós Deseo, ¡oh, amigo! disfrutar a tu lado la belleza de este atardecer»). Poco antes de morir, Mahler confesaría a su asistente, Bruno Walter, si con esta obra habría conseguido lo que quería. «¿Crees que hará ir a las personas más allá de sí mismas? ».

El concierto de la Filarmónica de Nueva York que Gustavo Dudamel dirigió con una de las batutas de Leonard Bernstein acabó en un éxito fulgurante, testimonio de su estrella ascendente en el olimpo de la música clásica. «Yo trato de sacar el jugo al espíritu de las orquestas. Que ellos sientan que lo que está pasando es especial». Una bocanada de aire fresco en una estancia largamente cerrada. Un poner los puntos sobre las íes. «El arte implica sentido de perfección, excelencia —dice Abreu en Tocar y luchar—. La orquesta siembra en el alma de sus miembros sentido de armonía, de orden, sentido de lo estético, de lo bello, de lo universal». La de Dudamel y todos los músicos surgidos al amparo del Sistema es una cruzada por la autenticidad, por una vida de veras, alejada de rutinas, disimulos y enmascaramientos. De su fidelidad a los orígenes, a estos principios inmortales que le animaron desde que tenía once años cuando tuvo que renunciar al trombón porque sus brazos eran demasiado cortos, dependerá el éxito final.

 

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Periodista y crítico musical