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La historia de la revista Life, como tantas otras historias interesantes, empieza con un matrimonio: el de Henry y Clare.

Henry Robinson Luce fue el prototipo de tycoon exitoso. Había nacido en China, donde su padre sermoneaba por cuenta de la Iglesia Presbiteriana, y vivió una infancia calvinistamente austera. En 1923, con sólo veinte años, creó junto a su socio una de las cabeceras más exitosas de la historia del periodismo, Time, y se convirtió en millonario. Era, por lo demás, un hombre hosco, volcado por entero en su trabajo y escaso de sentido del humor. Ann Clare Boothenació en una familia desestructurada y bohemia; sus padres, que no estaban casados, se empeñaron en convertirla en actriz. No se aficionó a las tablas, pero sí a la literatura: se hizo un nombre como escritora —algunos compararon su estilo afilado con el de Evelyn Waugh— y trabajó en Vanity Fair. Cuando conoció a Luce había cumplido los treinta, se había divorciado de otro millonario y tenía un hijo. Era bellísima, elocuente e imaginativa.

A la vista de los antecedentes, el amor entre Henry y Clare parecía sumamente improbable. Se conocieron en una fiesta en 1934. Alas dos horas, Luce, que tenía ya por entonces una fortuna de diez millones de dólares, le dijo a Clare que era el amor de su vida. Se casaron un año después. Fue, sin duda, una de las parejas más poderosas del país: él agigantó su señorío mediático (Time, Life, Fortune, Sports Illustrated, People, emisoras de radio, televisiones) y ella ejerció como embajadora en Italia y en Brasil, además de entrar en la Cámara de Representantes con el Partido Republicano. En 1946, por cierto, Clare Luce se convirtió al catolicismo; nunca logró arrastrar a la fe de Roma a Henry, férreo presbiteriano, aunque sí se le vio acompañarla a misa más de un domingo, casi a escondidas.

Life fue el primer vástago del feliz matrimonio. Poco después de la boda, Clare tuvo la idea de crear una revista dedicada principalmente a las fotografías. Triunfaban entonces las primorosas ilustraciones de Norman Rockwell en el Saturday Evening Post, pero aquel tiempo agitado reclamaba imágenes más impactantes e inmediatas. Su marido, que podría haber dedicado su vida a consumir las ganancias que le reportaba Time, se embarcó con pasión en el nuevo proyecto y compró el nombre —sólo el nombre— de una cabecera en decadencia que había nacido en el XIX. Así pregonó los fines de la publicación: “Ver la vida, ver el mundo; ser testigo de grandes acontecimientos; mirar a la cara tanto al pobre como al rico; ver cosas extrañas (máquinas, ejércitos, multitudes, sombras en la selva y en la luna); ver el trabajo del hombre (sus cuadros, sus torres, sus descubrimientos); ver cosas a miles de kilómetros, cosas que se esconden tras un muro o en una habitación; ver los peligros que han de venir; ver a las mujeres amadas por los hombres y por los muchachos; ver y disfrutar viendo, ver y asombrarse, ver e instruirse”.

El primer número de Life salió a los quioscos el 23 de noviembre de 1936. Costaba 10 centavos de dólar y tenía casi cien páginas bien nutridas de fotografías: la vida cotidiana en el Oeste, una panorámica de Río de Janeiro, el avión del rey de Inglaterra sobrevolando Fort Belvedere, Buenaventura Durruti, Greta Garbo, Winston Churchill. La cabecera —un rectángulo rojo con cuatro letras en blanco—  respetaba la fuerza de la imagen. Fue el comienzo de un éxito arrollador: lo sepamos o no, nuestra memoria visual está llena de instantáneas aparecidas en el semanario. El miliciano español que muere en el aire, en escorzo, agarrado a su fusil. El “Victory Kiss” del marino y la enfermera en Times Square, sin duda el beso más famoso del siglo XX. Johny Bobby Kennedy sentados frente a frente, en la penumbra de una habitación de hotel, durante la convención demócrata de Los Ángeles. Los ojos alucinados y psicopáticos de Charles Manson durante su juicio. Etcétera, etcétera. Robert Capa, Gisèle Freund, Hank Walker, William Eugene Smith, Andreas Feininger y otros maestros del fotoperiodismo dispararon para Life sus mejores creaciones. Con los años, los expertos se han encargado de desmitificar algunas de esas estampas, y parece que muchas, incluida la del miliciano, tenían su parte de impostura, pero qué más da: ya no hay quien las borre del álbum de la Historia.

Fue, sin duda, una revista de masas y no de élites, pero siempre presumió de seria y de instructiva. Los enemigos más mordaces de Luce dijeron que Time iba dirigida a gente que no sabía pensar, mientras que Life buscaba a quienes no sabían ni pensar ni leer. No era cierto. Luce reunió a un buen equipo de redactores, casi todos jóvenes recién salidos de Yale, su propia alma mater, y a un puñado de documentalistas que verificaban rigurosamente cada frase. Había contenidos sólidos sobre ciencia y sobre arte. Cuando el tema principal era denso, las secciones solían ofrecer material más ligero, y a la inversa, lo que lograba un agradable equilibrio. Winston Churchill, Harry Truman, Douglas MacArthur o Eduardo VIII, entre otras personalidades, eligieron el semanario para publicar sus memorias. Hemingway escribió muchas páginas para Life, que imprimió, por ejemplo, “El viejo y el mar” en versión completa, antes de que se editara en libro (“Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”, etcétera). Por lo demás, los pies de foto eran un ejemplo de exactitud y concisión.

Los audaces reporteros de Luce retrataron de modo admirable el corazón del siglo XX, desde nuestra contienda hasta la de Vietnam, pasando por la II Guerra Mundial, que fue todo un vivero de fotografías icónicas. La línea editorial siempre defendió con ardor los intereses americanos, aunque sin caer en el mesianismo: Life fue patriótica, anticomunista, conservadora, defensora del libre mercado, optimista y templada. Durante los sesenta circuló una edición en españolpor la que se pasearon el príncipe Juan Carlos, Alfredo Di Stefano oCantinflas, en un sugestivo experimento de publicación panhispánica. En España se vendía a 35 pesetas el número; no es raro encontrar en El Rastro ejemplares descoloridos y polvorientos.

La competencia de la televisión y la subida del precio del papel lastraron las cuentas de la empresa: en diciembre de 1972, los propietarios suspendieron la edición. Life revivió en varias ocasiones y con diversas periodicidades, resistiendo hasta 2007 como suplemento de distintos diarios. Hoy sólo queda una edición digital bastante descuidada. Los nostálgicos también pueden visitar, merced a un acuerdo entre Time Inc. y Google, dos cofres del tesoro: una base de datos con el archivo fotográfico completo de la publicación y una colección digitalizada con todos los números entre 1936 y 1972.

El año pasado, “La vida secreta de Walter Mitty”, muy vagamente inspirada en un cuento de Thurber,desenterró la épica de Life y la llevó a los cines. Walter (Ben Stiller), editor de negativos, vive una existencia gris, interrumpida sólo por sus frecuentes fugas mentales. El cierre de la edición impresa y la pérdida de una fotografía le obligarán a recorrer el mundo —de Groenlandia a Nepal, pasando por Islandia o Afganistán— en busca de un legendario fotoperiodista. La película no es una obra maestra, pero capta bien el tono de una cabecera que permitió al hombre medio soñar desde su sofá con una vida bella, brava, peligrosa. Una vida en gran angular.