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Empecemos por lo importante: la poesía. Acabo de leer –de releer- su antología, Nueva usura, editada en la célebre “colección de las rayitas” de Renacimiento. Y aunque no ha sido usted pródigo en publicaciones, su voz llama la atención por su registro culto, resonante de referencias y obsesiones, tan capaz de melancolía como de –si me lo permite- pícaro juego, y todavía con unas gotas de licor decadentista… De algo de ello ha hablado, por ejemplo, Luis Alberto de Cuenca.

Sí, soy un poeta, si se quiere, más oculto que culto, precisamente porque tengo un gran respeto por el que considero el más difícil, al menos para mí, de los géneros literarios; desde mi punto de vista, la poesía hunde sus raíces en la filosofía, en la religión; por ese motivo, concibo el poema como una suerte de oración, la palabra poética debe brillar, refulgir, es incontestable, verdadera. Quizá sea el vértigo anunciado por Mallarmé en aquel verso que ya se ha convertido en consigna, “un golpe de dados no abolirá el azar” o, en otro ejemplo, El emperador de los helados, de Wallace Stevens: a mi entender, ambos representan fragmentos de la más alta creación poética, el máximo logro de la selección y de la pulcritud, la esencia, el numen… Después, a mi aventura lírica deben añadirse otras muchas lecciones: Lezama, Borges, Sarduy, Cernuda, cuyas poéticas me han invitado a realizar viajes, digamos, al más allá de la forma viva, pulida, exacta. La antología que usted cita, Nueva usura, sin embargo, parte de un comprometido, y controvertido, homenaje a Ezra Pound, en el momento en que fue aplastado por la ideología; Pound es otro de mis autores predilectos. Luis Alberto de Cuenca, uno de los poetas más eruditos de este planeta, exageró bastante sobre mis trabajos poéticos en el prólogo de esta antología, y es que nos une una gran amistad…

Decía Borges que en Argentina no habían desembarcado argentinos, sino españoles, italianos, alemanes, etcétera. Usted parece llevar algo de ese cosmopolitismo inscrito en su vida –y, de hecho, se nota en toda su literatura. Le agradecería que nos contara de él, ante todo en lo que pudiera favorecer a su formación como escritor.

Indudablemente los avatares de la vida personal tienen una presencia constante, más que constante, asfixiante, en mi producción literaria; por supuesto que hay páginas taimadas, pero las hay calcadas de la realidad. Y no puede ser de otro modo. Ese verso de Borges sobre Argentina: «no nos une el amor sino el espanto/será por eso que la quiero tanto», parece dedicado a aquellos que nos consideramos, y somos considerados, «objetos nacionales no identificados», es decir, escritores españoles en Argentina y argentinos en España. Esa deriva transatlántica se inscribe, efectivamente, como muy bien apunta usted, Peyró, a mi biografía, luego trasladada al papel como ficción; esa memoria activa está y estará siempre presente; se trata de una evocación extraña, una suerte de collage tamizado por las brumas de una nueva existencia en otro lugar que no ha sido sino el mismo lugar porque en el momento que estás llegando, en familias como la mía, también te estás yendo; además, esto continúa en las nuevas generaciones, mis primos y sobrinos van y vienen de Argentina y México. Y otra cuestión: cruzar el «charco» en paquebotes internacionales, desde los ocho a los catorce años, marca indefectiblemente tu acervo, se va formando un palimpsesto contradictorio, al menos bastante curioso, y si lo cultivas, hasta extravagante. Es conocida aquella otra pregunta: ¿De dónde vienen los argentinos? y la respuesta no puede ser otra: de los barcos.

Usted es más conocido como novelista y poeta, pero su inquietud –digamos- artística podía haberse resuelto de otro modo: ha estado muy implicado en cuanto tiene que ver con las artes plásticas y, en cuanto a la música, baste con decir que tuvo un grupo…

Como asegura George Steiner, la música es la primera de las artes; Steiner quiere decir la principal, la que es tan sofisticada como espontánea, el arte sublime de combinar con perfección sonido y ritmo, melodía y armonía, matemáticas y sensibilidad. La música es una expresión sublime, un espectáculo perfecto… desde pequeño me sentí atraído tanto por la música popular como por la culta, mi formación musical, fomentada por mis padres, ha sido muy completa, y ahora es triste confesar que no escucho tanta música como antes; me siento, fíjese, un poco embrutecido por este motivo; pero debe FR ser que llega un momento en la vida en que mantenerse «aggiornado» cuesta un tiempo que ya uno dedica a volver hacia atrás, y se limita a volver a sus raíces formativas, en una suerte de «flashback» que simboliza, quizá, la recuperación de un tiempo ido.

Como asegura George Steiner, la música es la primera de las artes; Steiner quiere decir la principal, la que es tan sofisticada como espontánea, el arte sublime de combinar con perfección sonido y ritmo, melodía y armonía, matemáticas y sensibilidad.

En cuanto a las artes plásticas, he sido autodidacta, aprendí visitando museos, viendo catálogos; me hice en el hacer, como nos advierte el ya desaparecido, y un tanto olvidado, Haroldo de Campos; ahora he recuperado mi interés: el otro día visité la muestra de Cy Twombly en el Pompidou parisino y me quedé atónito, sufrí un síndrome de Stendhal en versión contemporánea, lo que me ha reconciliado con el arte último, o bueno, no tan último, vuelvo a corregir, quizá uno de los últimos que valía la pena. Es increíble, pero al comprobar que la crisis del mercado de compraventa artística y el cuestionamiento del papel de las galerías de arte incidían, degradándola, en la obra de arte y en los artistas, me llevé un fiasco incluso peor que la visión del tiburón en formol de Damian Hirst, vendido en casi diez millones de dólares.

Para bien o para mal, su nombre está ligado a un paisaje de fondo: Málaga, Torremolinos. Torremolinos, en concreto, ya tiene algo de subgénero literario, y somos muchos los que le agradecemos habernos abierto los ojos a ese rincón de tolerancia y elegancia que fue el primer Torremolinos con su novela Pez Espada.

Málaga ha sido y es tan importante como mi lugar de origen. En Málaga completé mis estudios secundarios, y aunque los universitarios los cursé en Granada -la ciudad de mi familia materna-, a mediados de los ochenta volví a la Ciudad del Paraíso aleixandrina; por cierto, otra ciudad encrucijada, puerto de mar mediterráneo, tan bello como canalla, cuya luz demoledora deviene tan importante, para sus intereses estéticos, como su fragmentada tradición histórica. A partir de los años treinta del pasado siglo, y en una singular y contradictoria evolución, las oleadas turísticas, al principio minoritarias y luego masivas, transformaron a esta ciudad, con mayor o menor acierto, en una meca de primer orden del turismo internacional. Precisamente Torremolinos, hoy pueblo independiente y antes pedanía de la ciudad, ha sido la expresión palpable de las distintas etapas de aquellos nómadas minoritarios que con el paso de los años dieron paso a la masificación turística; y eso ha hecho mella, en ocasiones de manera muy negativa, en la planificación urbanística de la Costa del Sol. Mi novela Pez Espada es mi particular homenaje al hotel del mismo nombre, inaugurado en 1959 en la playa de la Carihuela; el hotel Pez Espada fue el paradigma del turismo de lujo, del glamour, de las estrellas de Hollywood, de príncipes y dictadores exiliados, de un amplio elenco aristocraticista, que precisamente eran los huéspedes que se alojaban en aquel edificio exótico en mitad de la nada, ¿sabía usted que viajeros de todo el mundo se peleaban por adquirir affiches y pegatinas del Pez Espada para estamparlas en sus valijas?; en realidad, todos aquellos pasajeros de élite tenían mucho que ver con el programa arquitectónico del propio hotel, rebautizado más tarde, en la década de los años ochenta, por el profesor Juan Antonio Ramírez, como el estilo del relax, con aquella famosa torre emergiendo en una playa desierta entre las barcas de pescadores, denominadas jábegas, con ojos egipcios pintados en sus quillas, como recuerda un poema del inefable Jean Cocteau, otro de los famosos visitantes de esta época dorada. Mi obsesión continúa. Estos meses he recibido un encargo de la prestigiosa revista Litoral para la edición de un número especial dedicado a Torremolinos, en el que, por cierto, usted colabora con una pieza narrativa en la que muere entre buganvillas (la cita es literal), jajaja; esta edición abarca desde el año 1930 hasta 1989, años en los que Torremolinos se transforma de un pueblo de pescadores y molinos a un mito de permisividad avanzado, incluso, para la misma Europa.

La propia Málaga tiene una tradición literaria de primer orden, del 27 a nuestros días. Usted quiso perpetuarla con el IML. ¿Qué balance hace de esos años, qué intentó aportar a una Málaga que hoy –llena de museos- es algo así como la capital cultural del sur?

El Instituto Municipal del Libro (IML) (2004-2015), extinto en virtud de un bastardo pacto político, se trató de una apuesta reivindicativa de la capitalidad literaria que había ostentado Málaga como ciudad activa y protagonista del movimiento generacional del 27: Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, no olvidemos a José María Hinojosa, y otros, que eran malagueños y fueron los fundadores de la exquisita imprenta Dardo (antes Sur), que lanzó sus históricas plaquettes desde Málaga; pero es que a Málaga también acudieron Lorca, Cernuda, Aleixandre, cuyo poema Ciudad del Paraíso acuña hoy una manera de entender la creación desde la libertad, ese mar libre en el que se sumergieron poetas que necesitaban la espuma, la luz y los cuerpos mediterráneos…; pero volviendo al IML, este organismo sui-generis en España no sólo reivindicó el pasado, sino que tuvo la capacidad de recuperar y dignificar parte de la cultura que se hacía desde esta ciudad con una vocación amplia y generosa.

Todo lo que tocaba lo convertía en arte, y mire que sus intereses fueron múltiples, complejos.

A mi entender, el IML fue suprimido porque no defendió lo suficiente su gestión en el tablero político; creímos, ingenuamente, que nuestros planteamientos de integración cultural -exposiciones, ediciones propias y coediciones, ciclos temáticos, producciones musicales, convocatoria de premios, conferencias, presentaciones de novedades editoriales, recuperación de autores…- iban, por sí mismos, a tener cabida en cualquier combinación política, y visto lo visto, pecamos de ingenuos. No obstante, le confieso que estoy orgulloso de aquella experiencia y de todos los creadores literarios, artísticos y musicales, que formaron parte activa de nuestras numerosas actividades, y en especial estoy muy agradecido a todos aquellos que levantaron su voz en los medios de comunicación locales, nacionales y hasta internacionales, protestando por su clausura; lógico hubiera sido cambiar de gerente, de director, si cesaba el apoyo a la figura del mismo, pero ilógico fue que se destruyera el marco jurídico, el organigrama, que se había creado estrictamente para el fomento de las letras y de las artes. El elenco de protestas posteriores, las firmas de relevantes figuras del mundo intelectual que se fueron adhiriendo contra aquella caprichosa resolución aún deben resonar entre las paredes del Consistorio malagueño. Al menos fue un testimonio de apoyo y de reconocimiento a la labor que realizamos unos pocos, porque le advierto que mi equipo fue siempre muy reducido, al igual que el presupuesto que manejábamos.

De Málaga a Marbella, ahora está con el Universo Cocteau. ¿De dónde esa profunda atracción suya de siempre por el gran francés?

Jean Cocteau es una fuente inagotable de sorpresas. Todo lo que tocaba lo convertía en arte, y mire que sus intereses fueron múltiples, complejos. Se trató de un artista total, independiente, de un talento imprevisible, mágico, valiente. Sus enemigos surrealistas, sobre todo Breton, le odiaban, no sólo por el aliento homosexual de su figura, sino también por su capacidad mimética, ese don preciado de la metamorfosis del que hará gala hasta su muerte, la que escenifica con su última máscara mortuoria. Precisamente por esa multiplicidad, por aquellos giros y contra-giros agotadores e imprevisibles, Cocteau ha sufrido la acusación de ser el príncipe frívolo de la literatura, pero esa lectura es superficial, porque su viaje literario está relatado con un soberbio estilo que parece dictado por los dioses y mitos que tanto le obsesionaban; Cocteau reflexiona en profundidad sobre el papel del artista y su conexión directa con la muerte, es el poeta que traduce, como un oráculo, la verdad que es mentira y la mentira que es verdad, designios que nadie, o muy pocos, perciben, así lo advierte: «Cuando muera ya no podrán callarme nunca». En cuanto a su relación con España, en especial el sur, Sevilla, Cádiz, Málaga y Marbella, desde hace años se viene reivindicando el Cocteau andaluz, especialmente el malagueño; la relación no fue fácil ni con la Iglesia ni con el régimen de Franco, pero él vino aquí obedeciendo un mandato de Pablo Picasso, llegó aquí como heraldo del pintor pero terminó atrapado y tuvo una profunda historia de amor con nuestro país. «España es un poeta», concluyó antes de marchar de Marbella, a la que llegó atraído por una de sus amigas, Ana de Pombo, y en la que casi decide permanecer para morir. Pero sancionar esta relación supone trabajar mucho, tomarse en serio ese universo cocteauniano, creando el espacio y la atmósfera adecuada para que el embrión tome cuerpo, y esto no se improvisa, sino que también supone una altura de miras, unas condiciones que, hoy por hoy, no se dan, no existen.

No quería que nos despidiéramos sin hacerle la pregunta que todo el mundo querría hacerle: Alfredo Taján, ¿el último dandy?

A estas alturas el dandy resulta un personaje socialmente anacrónico. Sus vestiduras pertenecen a la falsilla de los héroes balzanianos que tanto fascinaron a Óscar Wilde, arquetipo Lucien de Rubempré, aunque antes el inefable Lord Brummel sólo fue superado por Horace Walpole y William Beckford, sus precedentes más inteligentes, y claro, no debemos olvidarnos, del escandaloso Lord Byron. No obstante, a estas alturas aún hay dandies si concebimos como tales aquellos paseantes que bordean todas las orillas de los estratos sociales sin importarle ni sus finanzas ni el qué dirán, tareas difíciles en una época en la que prima la ordinariez y se penaliza el estilo minucioso, la crítica profunda, la disidencia ética y estética, y encima el buen gusto, la excelencia; no obstante, para qué voy a engañarle me gustan los dandies de cualquier naturaleza, incluso mis personajes de ficción tienden a serlo, más estilizados, más héroes de Scott Fitzgerald, pero no menos peligrosos. En la medida en que uno proyecta en sus creaciones parte de su existencia, quizá se me pueda tildar de dandy, pero espero no ser el último.