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Todas las personas que a lo largo de su vida odiaron en mayor o menor medida a Justo López-Cassina , y no fueron pocas, cedieron en alguna ocasión a la tentación de imaginarle una muerte atroz. Si alguien, a la vez lo bastante ocioso e informado, se hubiera molestado en recopilar y clasificar todos los acontecimientos provocados por la existencia de don Justo (como le llamaba la mayoría de quienes le trataron), sin duda habría sido este capítulo, el de los desenlaces que otros desearon para él, uno de los más nutridos e intensos. Sin embargo, y acaso debamos imputarlo a que a la Providencia le place desbordar nuestros ciegos pronósticos, ninguno de los que le aborrecieron logró adivinar el fin que efectivamente acabó acaeciéndole a don Justo, y que bien mirado vino a recompensar de la forma más perfecta y exhaustiva todas sus malas acciones.

El primero que quiso ver muerto a don Justo fue Aurelio Sarabia, compañero de nuestro protagonista en la escuela elemental. Justito, como entonces se le llamaba, era el clásico niño organizador y cruel. Aurelio, el gordito que hay en todas las clases para servirle de conveniente desahogo a la saña de sus condiscípulos. Después de que la partida de energúmenos capitaneada por Justito le frotara una zona sensible de su orondo cuerpo con un manojo de ortigas, Aurelio soñó que a aquel niño de gélida mirada azul le atravesaban los ojos con sendas agujas de hacer punto calentadas al rojo vivo. Las agujas se hundían en el cráneo hasta que ambas convergían en el centro del cerebro. Andando los años, Aurelio conseguiría superar su problema de sobrepeso e incluso se convertiría en un diestro alpinista. Perdería la vida a los treinta y cuatro años, en un descuido achacable a la fatiga y a la euforia que le entorpecieron el descenso tras coronar brillantemente el peligrosísimo Naranjo de Bulnes.

La segunda persona que concibió con pasión y meticulosidad comparables la extinción de don Justo fue Águeda Somontes, a quien nuestro hombre conoció en la flor de la juventud de ambos. Agueda era una de esas muchachas de belleza perturbadora y casi ofensiva, que atravesaban por la vida dejando un reguero de onanistas incontinentes y propensos al suicidio, de un lado, y una legión de ex amigas resentidas, por otro. Aunque parecía lejana y orgullosa, Justo, que ya había desarrollado esa capacidad de calar en el carácter de la gente a la que debería buena parte de su éxito posterior, percibió con claridad sus carencias, y aprovechando esta ventaja consiguió cobrar la pieza en un tiempo récord. Lo que Águeda no supo, hasta que la caza se hubo cumplido, fue que Justo no iba tras ella por amor, sentimiento del que era naturalmente incapaz, sino por una sucia apuesta con uno de sus compadres de aquella época, que no se privó de difundir los detalles del juego. Tras abofetear la insensible mejilla de Justo, e intentar en vano arañarle, Águeda deseó, y así se lo manifestó en voz alta, que un perro rabioso le arrancara al repulsivo apostador aquello con lo que la había mancillado, y que la muerte no le llegara al instante, sino al cabo de meses de agonía, para que sus quejidos postreros los lanzara con voz femenil. Esta forma de muerte, con variantes diversas, la quisieron después para don Justo una gran cantidad de mujeres, desde las tres que desposó, hasta todas y cada una de las secretarias que durante temporadas de duración variable le sirvieron de apoyo y alivio sexual (quedando luego relegadas a oscuros negociados o archivos), amén de un número imprecisable de camareras, administrativas, dependientas, azafatas, recepcionistas, intérpretes, guías, masajistas, empleadas de hogar, pedicuras, telefonistas, enfermeras, profesoras, economistas, ingenieras, abogadas, colegialas, odontólogas, peluqueras y por supuesto prostitutas, a ninguna de las cuales le hizo jamás abrigar la ilusión de suponer para él algo más que un trozo de carne más o menos codiciable, según fuera el caso y el atractivo físico de cada una. Alargaría en exceso este relato consignar sus nombres y todas las variantes de emasculación imaginadas por ellas para don Justo, así como dejar testimonio de la peripecia vital de cada una. Por eso nos limitaremos a apuntar que Águeda, la pionera, se las arreglaría para olvidar finalmente la afrenta, y tras ganarse la vida durante algunos años como modelo publicitaria, se uniría en matrimonio al heredero de una familia aristocrática, exento pese a esta condición de taras físicas y psíquicas relevantes, y por completo entregado a la noble misión de hacerla feliz. Águeda moriría en el parto de su sexto hijo, a la edad de cuarenta y un años.

Pero sin duda, el ámbito en el que don Justo consiguió reclutar a un número mayor de soñadores de su fallecimiento, incluidos algunos lo bastante impacientes como para llegar a planear maneras de precipitarlo, fue el de los sucesivos negocios a través de los que labró su impresionante trayectoria profesional. La lista la abrió Gonzalo Saavedra, con quien compartió despacho cuando ambos eran dos jóvenes ingenieros recién incorporados a una vasta organización multinacional, líder en el sector manufacturero. Un buen día, tras dos años de relación aparentemente cordial, Saavedra descubrió que un error cometido por él, y que había provocado el rechazo en el control de calidad de una serie de doce mil piezas, con el correspondiente desperdicio del material, la energía y el tiempo consumidos para fabricarlas, había llegado casi instantáneamente a conocimiento de la dirección, merced a la diligencia delatora de su compañero Justo. Después de aquel incidente, Saavedra hubo de buscarse otro empleo, además de pleitear durante años para obtener su indemnización por despido, que a la postre le fue negada por sentencia firme en la que se le condenaba aún a abonar una suma a la empresa, por el coste del material perdido que el importe de su finiquito no había alcanzado a resarcir. El día que le notificaron esa sentencia, Saavedra no pudo evitar acordarse de Justo, ni tampoco maldecirlo. Deseó que una carretilla elevadora lo embistiera y le seccionara ambos tobillos, y que de resultas del accidente perdiera el sentido y nadie reparase en él hasta que terminara de desangrarse. Por aquel entonces Justo ya era director de la fábrica, y apenas pisaba la zona de producción, por lo que ese desenlace resultaba altamente improbable. Gonzalo Saavedra, por su parte, después de llevar una vida honrada y laboriosa como mando intermedio, acabaría haciéndose millonario a los cincuenta y ocho años al ser el único acertante de primera categoría en un sorteo de la Lotería Primitiva con bote. Murió a los sesenta y un años, al estrellarse la avioneta privada en la que viajaba en algún punto del archipiélago de las Maldivas.

Después de Gonzalo Saavedra, fueron innumerables los compañeros, subordinados y jefes cuyo odio supo ganarse en buena lid el que ya empezaba a ser conocido como don Justo. También hay que contar en la lista a no pocos clientes, proveedores y competidores, como Saúl Ciordia, que pagó un anticipo de dos millones de pesetas a unos sicarios colombianos a cambio de que lo asesinaran a machetazos, con la especial indicación de que antes de hacerlo se detuvieran a violar en su presencia a la que entonces era su mujer. Los sicarios no llegaron a cumplir el encargo; de camino a la casa de don Justo, el vehículo en el que viajaban fue embestido en un cruce por un camión-cisterna que perdió los frenos. Los cadáveres, irreconocibles tras la acción del fuego, acabaron sepultados en una fosa común. Saúl Ciordia interpretó el accidente como una señal, vendió todas sus empresas y se dedicó a la egiptología, que había sido su pasión de juventud. Murió a los cincuenta y cinco años en un hospital de El Cairo, víctima de una colitis incoercible.

Puede decirse que la última persona que deseó la muerte de don Justo, a raíz de su trato profesional con él, fue la que estuvo más cerca de salirse con la suya. Manu Carrasquer fue su segundo de a bordo durante sus últimos años en activo como empresario. En tal condición, y como peaje para poder realizar sus ambiciones de sucederle, fue objeto por parte de don Justo de continuas humillaciones, preferentemente en público y ante personas de menor rango. Muchas noches, Manu Carrasquer lloraba de rabia y vergüenza, sembrando en el cerebro de su desorientada esposa la duda acerca de la conveniencia de someterle a alguna clase de psicoterapia. Pero al fin, su sacrificio dio fruto. Como flamante presidente de la compañía, le cupo el placer inmenso de pronunciar el discurso de despedida de don Justo, y el no menos enorme de hacerle entrega de la placa que le acreditaba como presidente de honor, es decir, como mueble arrumbado en el desván de los trastos viejos. Don Justo partió entonces hacia ese puerto al que tantos habrían querido despacharlo mucho antes, y su sucesor pudo sentir, ebrio de gozo, que era él quien le fletaba el barco para llegar hasta allí. Sin embargo, travesuras del destino, Manu Carrasquer no viviría para ver cómo don Justo arribaba al otro lado. Lo cosieron a tiros unos sicarios albanokosovares, mientras hacía jogging por las calles de su lujosa urbanización, un día antes de cumplir cincuenta y siete años.

Cuando leyó la noticia, el ya casi octogenario don Justo no pudo alegrarse como lo habría hecho años atrás. Para entonces ya había descubierto que en la nómina de los que le detestaban se contaban sin excepción sus siete hijos, a quienes se había ocupado de proporcionar todos los medios para llevar una vida cómoda y económicamente desahogada. Dos de ellos, incluso, le habían reconocido sin tapujos que aguardaban con verdadera ansiedad el momento en que terminara de reventar. Sólo tenía tres nietos, que vivían en otro continente y a los que nunca había visto, ni esperaba ver. Su hija Lucía, la madre de los niños, había dejado bien claro a sus hermanos que no pensaba asumir ninguna responsabilidad sobre los últimos días del viejo. Y cuando él la llamaba, siempre se mostraba tan falsamente afectuosa como pródiga en excusas que le impedían hacer el viaje para ir a visitarle. De las dos ex mujeres que aún le vivían, no podía aguardar nada más que alguna tentativa de envenenamiento, y de las decenas de ex amantes, en el mejor de los casos, nada en absoluto. No era lo bastante rico como para atraer a una nueva, aunque poseía un considerable patrimonio. Habría hecho falta el doble o el triple para que una mujer, incluso la más falta de escrúpulos, aceptara compartir el destino de un hombre antipático, que apenas podía caminar y que padecía una enfermedad de la piel que le obligaba a vivir embadurnado de pomadas malolientes.

Ni siquiera Nicasio, su otrora leal y abnegado chófer, quiso continuar con él. Había cumplido los sesenta y cinco y tenía derecho a una jubilación que prefería gastar con su mujer en la playa de Torrevieja, y no llevando de aquí para allá al oneroso residuo humano en que aquel canalla de don Justo se había convertido.

Los tres últimos años de su estancia en este mundo, don Justo, que en sus buenos tiempos siempre había tenido a punto una palabra de desprecio para cualquiera cuya oscuridad de piel no se debiera a los rayos UVA o a la práctica de deportes náuticos, vivió atendido por enfermeros magrebíes y sudamericanos en situación irregular, los únicos que aceptaban el trabajo de custodiarle. Todos, en cuanto tenían ocasión de legalizarse y conseguir algo mejor, ponían tierra de por medio y obligaban a sus hijos a buscar a toda prisa un sustituto. Cualquier cosa antes de quedarse ni un minuto con él. Muchos de aquellos enfermeros, apenas cualificados, le cuidaron de forma inadecuada. Alguno, por maldad o resentimiento, lo maltrató o lo tuvo sumido durante semanas en sórdidas condiciones de higiene. De los tres últimos, ni siquiera fue capaz don Justo de aprenderse los nombres, porque su conciencia ya se disgregaba.

No pudo así darse demasiada cuenta de la presencia y las atenciones de Wilson, el último de todos, un inmigrante ecuatoriano, prolijo y paciente, que se ocupó de mantenerlo limpio y presentable hasta el día en que su corazón se detuvo, por causas que nadie se detuvo a indagar, después de ochenta y un años de bombeo.

Muchos, a lo largo de esos ochenta y un años, pensaron en un final degradante para la historia de don Justo. Si hubiéramos pretendido recogerlos a todos, habríamos proporcionado a estas páginas una longitud insoportable. Pero ninguno, ni en lo más profundo del rencor, ni en lo más luminoso de la inspiración, alcanzó a concebir algo que al propio don Justo le hubiera vejado tanto como la escena que tuvo lugar en aquel cementerio, una tarde de otoño.

Acababan los operarios de cubrir la tumba con una tapa de hormigón. Los cuatro hijos que se habían acercado hasta allí, sin sus familias, se habían apresurado a dispersarse después de que el sacerdote rezara la oración fúnebre. Una sola persona había quedado frente al sepulcro. Se llamaba Wilson, y era un inmigrante ilegal. De sus labios brotaron entonces estas sentidas palabras: —Señor, hazle un huequito en tu reino a este pobre desgraciado. Luego Wilson se persignó y se fue, a seguir luchando por su supervivencia. Nadie volvió a ocuparse nunca de don Justo.

Escritor. Premio Nadal