Tiempo de lectura: 11 min.

¿Quiénes éramos? Para dar respuesta a esa pregunta de griego malcriado sólo había tres posibles ideólogos en el grupo. De esos tres, dos, Néstor y yo, éramos en la práctica uno, porque nuestras ideas al respecto, más que coincidir, se confundían. El otro era —prefiero recordar aquí el seudónimo que él mismo se impuso— Sócrates P.

Sin duda habría sido él quien más vocación habría tenido —o tuvo— de aceptar el reto. Sin embargo, no me parece que hubiera debido prestarse mucha atención a sus seguramente sentidos y rigurosos argumentos. Sócrates P. creía, a su manera, en la república de los sabios. En anteriores experiencias comunitarias había intentado votar leyes que definieran cuándo un miembro podía ser expulsado o reconvenido, sin arbitrariedades y en virtud de la más acendrada razón práctica —o acaso pura—. Aunque al topar con Néstor y conmigo comprendiera que en aquella negligente congregación proposiciones de esa laya habrían sido acogidas con una estruendosa carcajada, y se cuidara, en consecuencia, de exponerlas, cabe cuestionar que hubiera llegado a deshacerse de tan nobles aspiraciones en la medida suficiente para no desfigurar en un sentido ejemplarizante aquella reunión más o menos casual de extraviados en la que inopinadamente él había ido a caer.

Ahora he olvidado las caras y los nombres exactos de muchos de aquellos compañeros de entonces. Recuerdo que casi todos eran generosos y leales, los seres de más limpio corazón que nunca encontré. Algunos no entendían o consideraban peligrosas las veleidades a que Néstor y yo nos prestábamos, y sin embargo continuaron a nuestro lado el tiempo necesario para tener sobrado derecho a irse luego sin que nadie pudiese acusarlos de desertores. Otros persiguieron sus propios fines, y debieron de alcanzarlos, porque no apuntaban demasiado alto. Todos nos divertíamos, y disfrutábamos de la dulce sensación de despreciar desde nuestras diversas inferioridades —casi todos éramos desgraciados con las chicas, por ejemplo— a aquellos que no podían hacernos sombra en los tres o cuatro asuntos que decidimos que tenían importancia. Hicimos pocas cosas, aparte de emborracharnos y de mofarnos de todo con oficio y sin él. O no hicimos nada, al fin y al cabo. Pero siempre supimos que podíamos hacer más que los otros, sin arrogancia, porque nos constaba que los otros también lo sabían. Optábamos por abstenernos con la calma de quien cumple con su conciencia, sin exigir tener razón para que ello nos consolara de no tener otra cosa. Nada nos obligaba a ser brillantes, ni siquiera útiles. Así obtuvimos algo semejante a la paz interior que luego tanto habría de faltarnos.

Con todo, la separación de todos ellos fue aceptada, tanto por Néstor como por mí, con la naturalidad con que se recibe una noticia prevista. No hubo traumas en la ruptura, que fue bastante gradual, salvo excepciones. Una de ellas, la única auténticamente trascendente para mí, fue Sócrates P. Ya desde el comienzo de nuestra relación con él los términos fueron peculiares. Antes de trabar conocimiento directo le habíamos observado, y disponíamos además de referencias de algún ex miembro de la comunidad que a la sazón lideraba. Ninguna de nuestras impresiones era muy favorable, de manera que el encuentro con él, determinado, como tantos otros acontecimientos de aquel tiempo, por un ciego designio administrativo de la autoridad académica, resultó algo accidentado. De todos modos, no hubo derramamiento de sangre, porque las mutuas reticencias nos hacían ser precavidos.

Transmutada la rivalidad en alianza, dadas las ventajas que ello nos reportaba a todos, Sócrates P. empezó a desplegar ante nosotros su ideario, su estilo de muchacho disfrazado de hombre —o viceversa—. En honor a la verdad he de admitir que la solidez de sus convicciones nos deslumbró algo en el primer momento e incluso después. Una vida algo más torturada de lo que a su edad otros habíamos tenido le confería esa superioridad, que no llegó a traducirse en predominio por diversas razones —entre otras: Néstor y yo éramos dos, y nos traíamos entre manos cosas que Sócrates P. envidiaba más de lo que nosotros llegamos a envidiarle nunca su aplomo—. Néstor acogió con mayor reserva a aquel nuevo aliado, debido a la intranquilidad que le produjo el preferente y concentrado acercamiento a mí a que se entregó casi desde el principio. Aunque Sócrates P. corrigió este error de aproximación más tarde, interesándose por mi amigo tanto o más que por mí, hubo de sufrir sin remedio en adelante los efectos de aquel recelo, que se fue volviendo más inflexible y sarcástico a medida que se veía conjurado el peligro de que aquella irrupción devaluase la unidad entre Néstor y yo.

Así fue como comenzó la caída de Sócrates P., y quizá corresponda decir que hubo en ello cierta injusticia, por parte de Néstor en menor medida que por la mía —yo no había sido amenazado o postergado, y había escuchado las confesiones de Sócrates P. conquistando su confianza—. A partir de la ilimitada mordacidad de Néstor, en la que, no sin razones, pero haciendo gala de cierta desaprensión, me regocijé y participé tanto como me fue apeteciendo, las graves sentencias y los mayéuticos esfuerzos de Sócrates P. fueron transformándose en anécdotas grotescas, aludidas una y otra vez con creciente desprecio de la bonhomía que alentaba su eventual torpeza, sobre la que cabía dudar que nosotros, intocados por las variadas calamidades que Sócrates P. había debido ir superando, estuviésemos autorizados para juzgar.

A este proceso contribuyó el propio Sócrates P., actuando en dos direcciones distintas y equivocadas al verse acosado —distaba de ser tan lerdo como para no percatarse— por aquella pérdida de prestigio. Ante Néstor, indudablemente quien más debilitaba su posición, pasó a ostentar a la desesperada una seguridad condescendiente, jactándose de haber averiguado lo más intrincado de las inclinaciones de ambos, en un patético intento de sobreponerse por la fuerza. Néstor no tenía más que darse la vuelta riendo, y eso fue lo que hizo, sin apiadarse. En cuanto a mí, su tentativa fue más comprometida, y más ilegítima también. Porque así como estoy seguro de que con Néstor, ante la insalvable dificultad que para el asalto se había ganado desde el principio, obró de forma precipitada, la táctica que empleó conmigo se basó en una certera determinación, cuyo grado de consciencia no puedo precisar, del flanco más desprotegido por el que podía atacarme. Sin embargo, le falló la suerte, y le falló el inadecuado cómplice que pretendió usar como cebo. Pero sobre todo, se falló a sí mismo, por no atreverse a hacerlo solo. Eso evitó que yo, des- prevenido y vacilante, cayera en la trampa.

A los fines que imagino que obedecía la emboscada, de nada le habría servido que ésta hubiera sido un éxito. Sócrates P. me habría ganado para perderme al poco tiempo, para perder por completo mi consideración y para perdérsela él mismo. Esto me hace meditar si su encerrona no fue en realidad un acto de autohumillación, un reconocimiento escandaloso de su derrota. Sócrates P. era tan capaz de embarcarse en estas penitencias como de creer en sus delirios de conocedor y liberador de los deseos ocultos que los demás nos empeñábamos en sofocar por indecisión o tibieza. Fuese lo uno o lo otro, Sócrates P. protagonizó después de este primer error un segundo y definitivo: el de asumir la hipótesis que había elaborado para prever mi reacción en el caso de que fallara su emboscada. Fue él quien me la reveló, entreverada con su propuesta, al sugerir que con aquel tipo de iniciativas se había ganado el rechazo de otras personas que le querían.

Yo no pude condenarle entonces, ni meses después, cuando empecé a comprender lo que había ocurrido. Probablemente fuera alguna vez cierto que en recónditas profundidades de nuestro espíritu Néstor y yo deseáramos algo parecido a lo que Sócrates P. proponía. Son escasos los deseos —por perversos o absurdos que sean— que uno no deja surgir con mayor o menor intensidad, llegado el caso. Pero sólo un ser tan embotado y magnánimo como Sócrates P. podía echarse a la espalda el deber de atenderlos siempre, a costa de cualquier impedimento e ignorando las consecuencias de hacerlo en un mundo apático. Gracias a él, y a la fortuna que me libró de seguirle en su ocurrencia exaltada, aprendí a estar en guardia contra esa perniciosa actitud maximalista. Pero no llegué nunca a menospreciarle, como Néstor. Ni quise desprenderme de su amistad, porque simpatizaba con las causas de sus desatinos. Pero Sócrates P. estaba abocado a entender otra cosa, y lo que yo ya no tenía era el ánimo de retenerle. Se retiró y bien estuvo así.

Le dejé alejarse como si hiciera una ofrenda a alguna de mis deidades oscuras, sin guardarle el menor desafecto. Le recordaba y le recuerdo todavía, grande y cálido, ofreciéndome su chaqueta para abrigarme en una noche fresca. En tantos sentidos era mejor que nosotros.

El cadáver de Sócrates P. quedó para siempre en mi memoria señalando la frontera entre aquella época y todo lo que vino luego. Su desaparición coexistió en el tiempo —que a veces se lleva también el espacio—, con la trasposición por Néstor y por mí del último límite de Arcadia, la patria irrecobrable que, salvo para algunos alienados, siempre ha de ser la juventud. Ya desde que reunimos o se reunió a nuestro alrededor aquel grupo empezamos a abrigar secretamente el fatal presagio de que se nos estaba escapando. Algunos acontecimientos fútiles —el comienzo de la universidad, cada uno en un mausoleo de la inteligencia distinto— y otros más sensibles, como la erosión sufrida por Néstor con las primeras embestidas graves del abismo que encerraba su alma, cooperaron a hacernos inviable la restauración de lo que habíamos poseído. Nos entretuvimos lanzando cabos aquí y allá, dándonos la espalda de vez en cuando para no acabar de vernos las caras y no tener que saber lo que estaba sucediendo. Después yo me fui a vivir a otro sitio, y más tarde fue él quien debió abandonar la ciudad en la que manteníamos nuestro territorio común. Y en la distancia sobrevinieron las primeras desilusiones, las primeras escaramuzas serias, combatidas laboriosamente por ambos en extensas alegaciones postales. Defendimos lo que había sido nuestro pactando complejos equilibrios, vertiendo el corazón en aquel papel adverso sobre el que caía traducido en arriesgadas palabras. Salvamos nuestra hermandad contra todos los obstáculos, pero lo que ya no cabía negar, ni siquiera omitir, era que lo hacíamos en el destierro, expulsados de la madre que nos había dado el ser.

La única conexión practicable con el paraíso perdido era un infierno que convertimos en nuestra vocación. Habíamos descubierto la literatura juntos, en las horas más favorables de la edad añorada. Habíamos aprendido los rudimentos y con ellos construido esqueletos dispersos que considerábamos inobjetables, pese a su impericia notoria, en tanto que daban fe de nuestra gloria extinguida. Y aunque nos habían arrebatado el impulso, la imaginación y el vigor de entonces, el culto que se nos exigía nos movió a darnos febrilmente a escribir. En los primeros años de exilio, en los que las asechanzas de nuestros enemigos aún no se habían extremado como lo harían luego, aprovechamos para amontonar relatos y novelas, de lamentable factura en su mayor parte, pero que en mi apreciación como en la de Néstor no pudieron ser alcanzadas por otras realizaciones posteriores de mayor y más frío cálculo.

He sufrido tanto como pudiera merecer, ante la página en blanco menos que ante la ya malograda por las plasmaciones abortivas en que terminaban mis ideas. Todo para no sacar más que unas cuantas historias inhóspitas, irregulares, lastradas por su carácter extraño y turbio, no lo bastante decidido como para que me fuera lícito exhibirlas ante otros ojos que los de Néstor y ocasionalmente, los de otras personas más o menos desconocidas. Tanto dio que en una tarde alguna misteriosa fiebre me facultase para producir diez páginas, como que gastase un mes recolocando y desviando los adjetivos originales de medio folio de asunto puramente auxiliar. Al final mi novela era un edificio trémulo, con pasadizos cegados, inmensas salas vacías, y algunas pequeñas estancias de delicado acierto a las que casi no se podía llegar.

Pero yo seguí, y Néstor, que a la sazón tropezaba con sus peculiares decepciones, también siguió; ambos amarrados a la certeza interior de que, de todas las cosas que acometíamos, aquella vergonzosa aberración infecunda era, en definitiva, la más importante.

Desde aquí, como desde fuera de nuestros pellejos entonces, se antoja sencillo y admisible cuestionar por qué, ya que habíamos hecho la elección de la literatura, nos con- formamos con asistir trabajosamente a su lento fracaso bajo las inclemencias exteriores. Descendiendo al detalle, parece poner en entredicho nuestra misma firmeza en la vocación el que ni siquiera tratáramos de dedicarnos a escribir de manera exclusiva, arriesgando cuanto hubiera que arriesgar y sin consentir que nuestro tiempo se perdiera en lo que convencionalmente se nos exigía para subsistir. Hubo razones, más o menos enojosas y discutibles, que nos forzaron tanto a Néstor como a mí, y en mayor medida según fueron pasando los años, a empeñar un gran pedazo de nuestra existencia en ocupaciones indeseadas. No todos disponen de la ocasión de eludir ciertas servidumbres. Por eso hubimos de buscar alguna profesión útil y segura que sin ser del todo indigna nos diese para comer, al margen de la literatura. No comprometimos en esa actividad perentoria más que un apego tenue, secundario, apenas el suficiente para no despreciarla, guardando nuestro amor para el arte. Pero no se aceptan impunemente, aunque sea a medias, las reglas de la vida. Porque ésta se vale del más estrecho resquicio para entrar a imponer la brutalidad de su ley en toda la extensión disponible y, cuando uno quiere oponerse, ya ha sido invadido y la belleza se ha vuelto inviable.

A este combate, la vida, que es el reino de la renuncia, siempre sale con ventaja sobre el arte, que es el sueño de la voluntad infinita. En este sentido, es verdad que cada vez nos fue más difícil, que el sacrificio y el trastorno de sobre- vivirnos como artistas llegó a inhabilitarnos para serlo adecuadamente. Si fue nuestra la culpa, si pudimos evitarlo o no, es cuestión que interesa menos que atestiguar aquí otra verdad, más oculta: pese al destino urdido paso a paso en nuestra contra, pese a pelear con las manos atadas, no salimos del todo derrotados.

¿Qué ha de pretender un artista? ¿En qué consiste el triunfo de quien se ha entregado a una vocación? Néstor estableció taxativamente en el testamento del que me hizo depositario la necesidad de incinerar todos y cada uno de sus manuscritos —muy mayoritariamente inéditos—. Yo, que sabía de la impecable oscuridad de sus páginas, que las habría guardado despejando para ellas a manotazos el mejor sitio en los cajones donde se amontonan mis recuerdos, obedecí, simplemente. No pensé que estaba robándole nada al mundo ni a mí, que había amado lo que quemaba; sólo atendí a destinar aquella obra al fin que había escogido el mismo impulso que la había creado. Que ese fin fuera lo inverso, la destrucción, suponía una simetría que contenía una palmaria enseñanza: lo que venía de la nada, a la nada volvía, tras un apasionado y momentáneo tránsito por la existencia. No importaba en sí el hecho de haber existido, y menos importaban el final o el origen, que eran la misma nada; sólo importaba la pasión, por breve, por delirante, por incongruente. Néstor y yo acatamos el deber de construir con tesón, con furia, y sobre todo, sin precisar de un objetivo más o menos resarcitorio para excusar todo lo que estropeábamos dentro y fuera de nosotros prestando oídos al reclamo de escribir. Triunfamos en tanto que comprendimos que lo único que cuenta es la limpieza del acto, según las normas que aquel francés tarado enunciara con metódica clarividencia: soportar la propia obra como una fatiga, aceptarla como una regla, levantarla como un templo, guardarla como un régimen, vencerla como un obstáculo, conquistarla como una amistad, cebarla como a un niño, crearla como un mundo, sin prescindir del misterio¹. Cumplido esto, la vocación está realizada y el instinto que la alumbra colmado.

Después puede venir el fuego, como vino para Néstor, o el olvido y el polvo que envuelven mis escritos. Ni siquiera debe preocupar que alguna coincidencia o flaqueza difunda la obra, precipitando sobre ella la tergiversación, los malentendidos, haciéndola finalmente inofensiva. Puestos a eliminar lo superfluo, tampoco la calidad objetiva o la oportunidad de la obra, como se deduce, tienen la menor relevancia. Existe un argumento lógico para inducir a reflexión a los adeptos a la estética del resultado extrínseco. Aun concediendo lo inconcedible, esto es, que los escritos de una persona puedan ser debidamente descifrados por otra que domine el idioma empleado por la primera, es muy improbable que, dentro de una cantidad bastante corta de años, pongamos mil, nadie, por ejemplo, alcance a dominar el castellano que yo he utilizado. Si dejamos correr un par de instantes más —concibamos diez mil, un millón de años, un chispazo en el cómputo de la eternidad—, cuesta postular que habrá siquiera hombres, hablen lo que hablen.

Ahora recuerdo, sí, cómo Néstor y yo abandonamos sin despedirnos los dos o tres cenáculos literarios en que intentamos sin ninguna fortuna encontrar algo más que una ignominiosa impaciencia por ingresar en alguna categoría certificada de sublimidad; cómo nos apartábamos a algún rincón donde el aire fuera fresco a elaborar a medias nuestros proyectos, disfrutando más de esta fase, en la que aparecía desnudo el significado casi inasequible de las alegorías que compartíamos, que del momento en que lo teníamos todo hecho y ya no se veía más camino que la hipotética cesión a un lector extraño. Recuerdo la gloriosa quema de mi primera novela, de la que Néstor recogió las cenizas para convertirlas en una reliquia más valiosa de lo que la misma novela habría podido ser jamás. O las relecturas sentimentales a que a menudo nos entregábamos, en las que las viejas páginas volvían a cobrar en nuestras manos la vida huida. Recuerdo el placer, la potencia, la convicción de estar en lo cierto. A su lado, nada fue la sensación, que alguna vez nos fue otorgada, de verlo todo congelado y vaciado en letra impresa.

Pero una media victoria es también un medio descalabro. No fue amargo, o no lo fue de un modo decisivo, que de todo nuestro esfuerzo no resultara siquiera algo ligeramente aproximado a los logros de los que habíamos designado como maestros. A fin de cuentas, eso sólo nos impedía dar a otros la utilidad que a nosotros nos habían dado, y eso importaba tan poco, soslayando necias vanidades, como a Kafka o a Dostoievski aliviaba nuestra admiración. Lo peor fue llegar a aquella tarde, cuando tanto Néstor como yo habíamos dejado ya de escribir. El ocaso adensaba ante nuestros ojos las siluetas de los edificios, que desfiguraban aquel paisaje que había albergado nuestras tardes juveniles. Estábamos repasando el censo de los personajes que habíamos engendrado y arrojado a crueles peripecias, llamando a algunos por su nombre, comprobando que habíamos olvidado el de muchos.

De pronto sobrevino un silencio, endurecido por la oscuridad que se extendía. Fue Néstor quien tradujo:

—Y todo para acabar dejándolos solos, tan indefensos como los hicimos.
Hube de estar de acuerdo, ahogando la rabia, una rabia floja, ruin, mutilada. Aquella tarde vi llorar a Néstor por primera y última vez. También yo quise llorar, porque al final, mansamente, nos habíamos resignado a traicionar nuestro sufrimiento, lo único que de verdad nos había pertenecido en la vida y en el arte, reunidos ya para siempre en el remordimiento común de la memoria.

¹Marcel Proust,  A la Recherché du Temps Perdú

Escritor. Premio Nadal