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África es el continente desconocido, del que menos hablan los medios de comunicación. La primera parte, de las dos en que se divide esta obra de Carlos Robles Piquer, comprende diez grandes temas, en los que se analiza la economía, la salud y la educación, las relaciones internacionales, los intentos de una posible integración supranacional, los derechos humanos, las constituciones de independencia y los ensayos para construir y estabilizar sistemas políticos democráticos. La segunda parte analiza las relaciones entre Europa y África.

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Son muchos los aspectos que llaman la atención del lector que desconoce la mayor parte de estas cuestiones. Uno de ellos es la esclavitud, que pervive pese a todas las legislaciones y las declaraciones. Según un estudio de National Geographic, el número de nuevos esclavos en el mundo se cifra en 27 millones. La mayoría de éstos se encuentran en África y se calcula en 13.000 millones de euros el beneficio anual de esta esclavitud. Otro gran problema es la conflictividad bélica. En 1997 se produjeron en el mundo 144 conflictos violentos de los llamados «de baja intensidad»; de ellos, 48, exactamente la tercera parte, tuvieron lugar en África. En este momento, destaca la guerra sudanesa, por su duración y crueldad (dos millones de desplazados sólo en la región de Darfur). En el todavía reciente estudio del coordinador especial de las Naciones Unidas para África, se recuerda que el «África subsahariana ha sido la región del mundo más afectada por los conflictos y las guerras» que son «los mayores obstáculos a la paz, la democracia, el crecimiento económico y el desarrollo».

No menos interesante es el capítulo dedicado a la política, concretamente al buen gobierno, a la corrupción y a esa figura que se llama «hombre fuerte». Destaca la corrupción, en gran parte de los casos, no como un fenómeno ocasional, sino como un mal generalizado. Y, en ocasiones, la administración pública y algunas grandes empresas privadas estimulan la codicia del corruptor, quien, a su vez, mueve influencias más generales. Los reiterados informes de Transparencia Internacional demuestran que la corrupción es planetaria, pero no es menos cierto que, por ejemplo, en el año 2000, entre los diez Estados más corruptos aparecen cinco africanos. En la Carta del Atlántico de 1941 se proclamó el derecho de cada pueblo a elegir la forma de gobierno bajo la que desea vivir. Y así surgieron las constituciones, donde la palabra constitución es casi sinónimo de independencia. Se dedica una especial atención a Marruecos y a Guinea Ecuatorial por sus particulares relaciones con España.

En la segunda parte, donde se analizan las relaciones de África con la Unión Europea, el autor se muestra decididamente partidario de una contribución cada vez más grande del viejo continente al desarrollo y a la estabilidad de África. Lo que no es óbice para que se reconozcan una serie de razones que conducen al pesimismo. Tales como la industrialización fracasada, las tiranías que dañan por igual a la democracia y al desarrollo, la educación y la sanidad que no acaban de cumplir sus objetivos, la asfixia del ciudadano con el orden económico vigente o los campesinos que, en bastantes circunstancias, viven como esclavos.

Es en el capítulo 21, que lleva por título «Las raíces de la esperanza», el último del libro, en donde el autor expone su pensamiento. Que no es fácil la solución de tan graves problemas resulta evidente, pero sería injusto no ser capaces de contemplar algunas razones para la esperanza. El objetivo tiene que ser la democracia, apoyada como garantía del constitucionalismo.

Las naciones de Europa, sobre todo articuladas en la Unión Europea, deben y pueden ayudar a África, que no hace tantos años fue, en gran parte, colonia de esos países. «Pero no cabe engañarse: esa ayuda, que sin duda ha de ser mucho más generosa que la actual, será siempre complementaria del orden interior que los africanos deben poner en su propia casa. Pensar lo contrario es ofenderles con la presunción de su irremediable minoría de edad, lo que perpetuaría esa mentalidad colonial traducida en la expresión de «la carga del hombre blanco». El autor expone diez conclusiones que califica de «aventuradas». Apostilla cada una de estas conclusiones con un sustantivo. Así, por ejemplo, la paz aparece como prioridad; la educación y la salud, como cimientos; la prosperidad, como un derecho, y la paciencia como la mejor terapia.

Y el autor concluye con estas esperanzadoras palabras: «El mundo más avanzado tiene que ofrecer a África no sólo su más generosa ayuda, sino un amor capaz de inspirar una paciencia prolongada y perseverante, aquélla que hizo el mundo y lo rige, según el conocido verso de un poeta y diplomático mexicano».

Alberto Miguel Arruti (1932-2011) licenciado en Ciencias Físicas, periodista y escritor; trabajó muchos años en RTVE, donde llegó a ser Director de los Servicios Informativos de TVE y RNE. También fue miembro de la Junta Directiva de la Asociación Española de Comunicación Científica. Impartió docencia en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, así como en las Universidades Europea de Madrid, CEU San Pablo y Universidad Internacional de Andalucía.