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Durante el episodio cubano de la segunda parte de El padrino, un recién llegado Michael Corleone asiste a un control policial que impide avanzar a su coche. De repente, uno de los retenidos se lanza al interior del coche de los agentes gritando un “viva la revolución” y haciendo estallar una granada. Impresionado, Michael se interesa por la identidad de los revolucionarios. Su conclusión, tras lo que ha visto, es clara: si no tienen reparo en morir, pueden ganar. Horas después, se verá obligado a abandonar precipitadamente la isla cuando, ante la peligrosa proximidad de las tropas lideradas por Fidel Castro, el dictador Fulgencio Batista deje la isla. Michael tenía razón: es difícil luchar contra quien está dispuesto a inmolarse por una causa. Y el sofisticado atentado perpetrado por el Estado Islámico el pasado viernes ha vuelto a recordárnoslo, antes incluso de que pudiéramos olvidarlo. Pero no pueden ganar.

 Hechos simples, causas complejas: resumen aproximado de la atrocidad cometida en París la noche del pasado viernes. Sabemos quién, qué, cómo; pero el porqué, algunos porqués, permanecen borrosos. De ahí que la serenidad haya de imponerse como método de trabajo, ahora que se debate cómo actuar para evitar que los atentados yihadistas amenacen la supervivencia de nuestras sociedades liberales. Máxime cuando la atención a los matices no está reñida con la contundencia de la represión que demanda la obstinación asesina del Estado Islámico: la violencia legítima de los Estados democráticos rara vez fue más legítima. Distinto asunto es que sea suficiente, o produzca los efectos deseados. Tampoco está claro que el paso de las palabras a los hechos -de la promesa retórica de la unión transnacional a los cadáveres repatriados separados por naciones- vaya a producirse sin vacilación. En un contexto así, con ánimo de evitar tanto la afirmación tajante como la equidistancia elusiva, quisiera aproximarme al problema formulando un conjunto de observaciones que no poseen carácter exhaustivo ni pretenden agotar las explicaciones posibles a un problema de la máxima relevancia para el mantenimiento sin adulteraciones de las formas de vida civilizadas.

 1. El conflicto entre lo viejo y lo nuevo. Mientras Estados Unidos tiene cada vez más problemas para reclutar nuevos soldados, según The Economist, el terrorismo islámico causa más de cien muertos en París: así podría resumirse lo sucedido en una sola frase. Pero el reproche que pudiera plantearse ante la presunta «debilidad» occidental debe formularse con cuidado: las sociedades liberales recelan del uso de la violencia porque la violencia cumple una función cada vez menos destacada en sus rituales y formas sociales, y ese mismo refinamiento civilizatorio dificulta el uso de la fuerza allí donde puede llegar a hacerse necesario. Por su parte, lo viejo en el yihadismo es su resistencia a aceptar la contaminación global de las culturas y el consiguiente debilitamiento del islam tradicional, algo que queda expresado con claridad cuando, en uno de los comunicados emitidos tras los atentados, descalifican París como ciudad de costumbres abominables. Escribe Peter Sloterdijk en Has de cambiar tu vida:

 «En las culturas, en cuanto tales, subyace siempre esa contradicción fundamental entre la postura neófila heredada de Homo sapiens y la condición neófoba, en principio inevitable, de todo el aparato encargado de la regulación. Dado que su primera y única preocupación consiste en la reproducción de sus contenidos rituales y cognitivos, su andadura a través de los tiempos es masivamente neoclástica -el ataque a lo nuevo en general precede en muchos milenios a la iconoclastia. Por cada Catilina, rerum novarum cupidum, hay diez mil conservadores de lo antiguo, tipo Catón».

 En este marco, pues, lo nuevo es la concepción de la humanidad como sujeto moral que renuncia a la violencia como forma de resolver sus inevitables conflictos internos; lo viejo, el recurso al atavismo que establece barreras insalvables entre cosmovisiones diferentes. Y sin embargo, por debajo de las abstracciones, están los muertos: concretos, particulares, solos. Porque hay que tener cuidado con las abstracciones, pero sin las abstracciones no podemos operar.

 2. La humanidad como sujeto moral. Desde ese punto de vista, ninguna queja puede plantearse ante los líderes políticos que, como Obama hablando de la humanidad y Rajoy distinguiendo entre civilización y barbarie, han propuesto la taxonomía correcta. El problema no soporta un dentro/fuera basado en territorios o religiones, sino en principios y valores con justa vocación universalista. En último término, el conflicto enfrenta dos ideales antagónicos: la sociedad global de orientación cosmopolita y la comunidad religiosa antipluralista. Ahora bien, cuando hablamos de «humanidad» en este contexto, no hablamos de la especie en su conjunto, sino de «humanidad civilizada». No se trata tanto de valores universales per se, sino de valores universalizables que seleccionan aquello que hay de más valioso en la evolución cultural de la especie; no aquello que la define, sino lo que debería definirla. Y esa conquista puede denominarse así porque, conforme a la manoseada frase de Walter Benjamin, no hay documento de cultura que no sea también documento de barbarie: no hay cultura que no esconda cadáveres en el armario. Es precisamente la experiencia tanatológica de la cultura occidental, acumulada a lo largo de los siglos, la que autoriza a considerarla una versión de la especie superior a otras. Ha acumulado un saber que se manifiesta también en la generación de anticuerpos contra sus propias perversiones: véase cómo después de cada atentado se insiste en la necesidad de evitar las reacciones islamófobas.

 3. Es la religión, pero no es la religión. Tal como el ejemplo cubano pone de manifiesto, la inmolación por una causa colectiva no es monopolio de las religiones: también innumerables ideologías han producido mártires y propagado el terror. Cuando, en la noche del viernes, algunos se preguntaban cómo es posible que suceda algo así, qué nos lleva a matarnos unos a otros a estas alturas de la historia, la respuesta tiene que incluir forzosamente una referencia a los componentes más oscuros de la especie: la ciega adhesión a la tribu propia, la deshumanización de quienes son percibidos como obstáculos para la fundación del paraíso, la eliminación de los infieles. Desde ese punto de vista, París es sólo el último episodio de una crónica negra que comienza en cualquier llanura neolítica y continúa en la noche de San Bartolomé, hasta desembocar en el fúnebre siglo XX. Bajo ese punto de vista, que la violencia sea vista como un escándalo es un triunfo evolutivo. Pero las propias ideologías tienen mucho de religiones; y las religiones no dejan de ser sistemas de creencias con valor adaptativo para los grupos humanos: su emergencia no es una casualidad. Afortunadamente, hay algunas ideologías mejores que otras. Y la mejor de todas es la ideología liberal-democrática que sirve de marco para la discusión pacífica entre las demás ideologías. Sabemos del papel que juega la identificación grupal, sea ideológica, religiosa o racial: combatámosla a sabiendas de que está en nuestro equipaje atávico. A eso hay que sumar, como ya he sugerido en otro sitio, la juventud: el papel disruptor que el puer robustus al que aludía Thomas Hobbes juega en la cultura humana como impetuoso agente de cambio irreflexivo. Un cambio que, a la vista está, que a menudo es para mal.

 4. Dark net. El semiólogo italiano Massimo Leone ha mostrado cómo la propaganda que persigue la conversión y radicalización del individuo -ya se trate de los sermones medievales que llamaban a las cruzadas o las páginas web que incitan ahora mismo a la yihad- comparten una misma retórica: «dirigiéndose al individuo, emplean sus palabras, imágenes y otros signos con el propósito de conferirle una nueva identidad y hacerlo parte de una gran narrativa cuyo aspecto central es la lucha, la violencia y la aniquilación del enemigo confesional». Pero, como ha señalado él mismo, la mayoría de los miembros del Estado Islámico que tienen pasaporte occidental no se han convertido o radicalizado en lugares «reales», como una mezquita o una prisión. Por el contrario, su viraje existencial se ha producido en lugares «virtuales» como las webs y foros yihadistas, así como en redes sociales tales como Facebook o Twitter. Podría concluirse así que la promesa del aventurerismo redentor cobra fuerza con la distancia, que deja a la imaginación hacer su trabajo en contraste con la realidad circundante que frustra a quien se encuentra maduro para la radicalización terrorista. La propaganda es el territorio del deseo: ese deseo que las fantasías capitalistas mantienen a raya en las sociedades capitalistas. Para quien pueda pagarlo; recordemos los motines de Londres en el verano de 2011.

 5. El yihadismo es la manifestación de un conflicto interno a las sociedades musulmanas con ramificaciones en las sociedades occidentales. Así lo indica, con macabra sincronía, la muerte de 43 personas en Beirut en la víspera del atentado de París. Pero un atentado en París no es percibido igual que un atentado en Beirut: su carga simbólica es, inevitablemente, otra. Es en esos momentos cuando la inclinación humana a distinguir entre nosotros/ellos debe identificar cuidadosamente quiénes son ellos, aunque puede anticiparse que no todos los ciudadanos europeos mostrarán la misma finura hermenéutica: también esto es, a su manera, inevitable. Pero son las sociedades islámicas las que están partidas en dos; no las occidentales. Éstas podrán llegar a estarlo en la medida en que el populismo xenófobo avance como consecuencia de esas peligrosas indistinciones. Pero también si la respuesta al terrorismo -que debe combinar políticas de distinto tipo- fracasa y nuestras calles terminan pareciéndose a las de Israel. Se trata de un equilibrio delicadísimo en cuya persecución sería disculpable fracasar, pero donde sería conveniente no hacerlo.

 6. Dentro/fuera. Durante las primeras horas de la crisis, Francia decretó el estado de excepción: se cerraban las fronteras. O eso se dijo, porque en la práctica sólo se restablecía el control de las mismas. Pero hablamos de un país con cinco millones de musulmanes y la herida abierta de Argelia: hablar de dentro y fuera no tiene demasiado sentido. Están dentro, decimos: en la banlieu. O sea, en los barrios periféricos de las ciudades francesas donde viven sin expectativa de mejora cientos de miles de inmigrantes. Pero, como ha explicado George Packer en The New Yorker, no es fácil establecer una conexión precisa entre los yihadistas y esas comunidades alienadas por la falta de expectativas: muchos terroristas provienen de familias burguesas. Es verdad que la exclusión social hace más atractivas aquellas ideologías extremistas que convierten el resentimiento en violencia: dejar de ser un loser para convertirse en un heraldo de la justicia no es una conversión inusual en perspectiva histórica. Y sin embargo, habría que preguntarse entonces por qué otras minorías desfavorecidas no recurren a la violencia. Sin duda, hay respuestas; pero ninguna inapelable.

7. La guerra de los significados. Inmediatamente después de conocerse el atentado, las redes sociales se constituían en un espacio para el desenvolvimiento de la política por otros medios: una aparente cacofonía de alto contenido emocional donde -dejando a un lado los contenidos informativos- se desarrollaba un conflicto decisivo entre distintas interpretaciones de los hechos. Se discrepaba sobre sus causas, su significado, sus soluciones; un proceso espontáneo de creación de opinión pública más o menos horizontal (hay jerarquías: no todas las opiniones cuentan por igual) que contribuye a generalizar percepciones movilizadas después por los líderes políticos en su búsqueda del consentimiento necesario para pasar de las palabras a las acciones. También, en esas mismas redes, se han multiplicado las así llamadas muestras de solidaridad, abundantes también en las calles parisinas: distintas formas de luto cuya variedad, de lo cursi a lo noble, acierta asimismo a expresar el pluralismo de las sociedades avanzadas.

 8. Sumisión. La novela de Michel Houellebecq ha sido invocada con frecuencia, desde la noche del viernes, en esas mismas redes sociales. Su fantasía política futurista parece haberse adelantado hasta hoy mismo, pero quizá esa impresión sólo pueda tenerla quien no haya leído la novela o la haya malentendido. Su tema no es el islam, sino la cultura occidental. Para Houellebecq, para el narrador de la novela de Houellebecq, el peligro está en la erosión que sufre el sentido de la existencia en las sociedades avanzadas tardomodernas: allí donde el uso de la libertad habría contaminado las viejas fuentes del sentido, lo que nos condenaría a vagabundear por un erial afectivo que nos hace presa fácil para un fanatismo depredador. Houellebecq narra un imposible: la conquista islamista del poder político en Francia por el efecto combinado de la inacción de los demás y el miedo al Frente Nacional. Su advertencia, si la hay, es que resulta necesario defender aquello que merece la pena defender. Entre otras cosas, porque las sociedades liberales son el ejemplo que necesitan quienes luchan por transformar las sociedades islámicas. Sin ese ejemplo, ¿hacia dónde avanzar?

 9. El aprendizaje de la complejidad. Algunas informaciones iniciales sugieren que la incapacidad de los servicios secretos para anticipar el atentado -que por su escala y complejidad logística ha debido ser preparado por un elevado número de personas a lo largo de varias semanas- obedecería a la falta del ruido que los analistas de comunicaciones suelen detectar en casos similares. Pudiera ser que los nuevos sistemas de encriptado utilizados por las compañías de telecomunicaciones, respuesta a las demandas de privacidad que siguen a la revelación del espionaje «impersonal» llevado a cabo por la NSA norteamericana, impidiese a los agentes hacer uso de esa herramienta fundamental para sus capacidades predictivas. A mayor libertad, pues, menos control. Pero el debate sobre el grado de libertad permisible dista de haberse zanjado y se mantiene más bien en una oscilación permanente: la oscilación que provocan las matanzas de inocentes.

10. La fuerza de los símbolos. En la misma noche del atentado, conmovían las imágenes de los espectadores que, evacuados del Estade de France, iban cantando La Marsellesa: aferrándose a un símbolo de resistencia y libertad frente a la barbarie que los afectaba directamente. Sin saberlo, daban respuesta diferida al abucheo con que miles de jóvenes musulmanes recibieron la interpretación de ese mismo himno, en ese mismo estadio, en 2001: gritando el nombre de Bin Laden. Pero ese mismo himno lo fue de la Francia que plantó cara a los nazis durante la ocupación del país, algo que, convendría recordar, no hicieron todos los franceses. Todo signo tiene un anverso. Recordarlo no debe servir para arruinar la fuerza aglutinadora de nuestros símbolos, sino para observar las mismas precauciones cuando estemos en presencia de los símbolos de los demás.

11. El comprensible sueño de la solución radical. Porque cuando se padece un mal radical, la reacción espontánea es demandar una solución también radical. En este caso, la invasión de los territorios ocupados por el Estado Islámico y, en consecuencia, su completo arrasamiento. Y si ésa fuera la solución, poco cabría objetar a ella; pero es dudoso que lo sea. Bien es verdad que por algún sitio habrá que empezar y ése se antoja uno de los mejores. Entre otras razones, además de las más obvias, porque la reputación adquirida por el Estado Islámico multiplica sus posibilidades de reclutamiento: el potencial terrorista cree adquirir el prestigio de la organización cuando se une a ella, algo que difícilmente sucedería si su actual poder territorial se viera socavado. Dicho esto, conviene recordar que la apariencia de inacción por parte de los gobiernos democráticos no puede ser más engañosa, habida cuenta de la frenética actividad de los servicios policiales en la vigilancia diaria de sospechosos. Anodadados por los golpes, soñamos en cambio con una acción única, decisiva, que acabe de una vez por todas con esta pesadilla recurrente; una acción sobre la que exista un acuerdo general e indiscutido. Pero no está claro que la haya. Aunque por algún sitio hay que empezar y una misión militar de gran escala contra el territorio controlado por el Estado Islámico parece el único posible a estas alturas.

12. La incomprensible aversión a las soluciones parciales. La ausencia de soluciones mágicas allí donde parece haberlas conforme a la vieja lógica militar basada en la conquista de territorios en absoluto justifica aquella inacción -o llamada a la inacción- basada en un exceso de prudencia o en el miedo perpetuo a las consecuencias colaterales. Europa no puede convertirse en el escenario ritual de matanzas terroristas sin ver amenazada su razón de ser, que no es otra que una forma de vida articulada en torno a la primacía razonable de la libertad individual. De hecho, contra esa razón de ser actúan los terroristas al elegir grandes capitales de fuerte valencia simbólica y, dentro de ellas, proceder al asesinato de víctimas inocentes que disfrutan del ocio en bares y salas de conciertos. La defensa legítima de la civilización frente a la barbarie no es una venganza, como alguno se ha sentido obligado a decir absurdamente. No hacer nada es hacer algo. Y es un lujo que ya no podemos permitirnos.

13. Inmigración y terrorismo. Para muchos europeos, resulta natural establecer un vínculo entre la entrada masiva de refugiados y la comisión de atentados en el continente: una deducción puramente emocional basada en una semejanza visual. A su vez, los partidos de la derecha xenófoba no tienen dificultades para obtener réditos de esa presunta concordancia. Pero el problema es otro: la timidez de la respuesta europea a la crisis de los refugiados y el consiguiente desorden logístico, que, al margen de la razón moral que asiste a Merkel, acaba por perjudicar su propia causa. Tal como señala Stefan Kornelius, las sociedades europeas han reaccionado tímidamente ante el colapso de las sociedades árabes vecinas, de Libia a Siria, incapaces de anticipar sus efectos migratorios y reacias a actuar sobre las fuentes del terror que en gran medida -aunque no exclusivamente- explican la oleada migratoria. ¿Cerrar las fronteras? No exactamente. Demetrios Papademitrou, presidente del Migration Policy Institute en Washintong, ha advertido que «la migración produce más migración», razón por la cual invocar un derecho ilimitado de asilo, como ha hecho Angela Merkel (Cfr. Die Zeit), termina siendo contraproducente. De nuevo, se imponen los equilibrios: controlar las fronteras exteriores de Europa para preservar Europa. Y eso no significa cerrarlas, sino someterlas a control efectivo. Dicho de otra manera, la violencia legítima del Estado debe combinarse con un generoso derecho de asilo, igual que las condenas del asesinato se acompañan de llamamientos a no confundir a los terroristas con todos los musulmanes ni al salafismo con el islam. Simultáneamente, el espinoso problema de la integración -sustantivo de contenido algo inespecífico- merece mayor atención, porque una sociedad formada por sociedades paralelas a la manera de la banlieu no constituye una solución para nadie. Fernando Reinares ha apuntado hacia los musulmanes desintegrados de segunda generación como víctimas propiciatorias de los programas de captación yihadista y señalado que ni el multiculturalismo británico ni el asimilacionismo francés merecen una evaluación positiva desde este punto de vista: la «nación del islam» es más atractiva para ellos que la nación liberal. ¿A qué modelo recurrir, entonces? Sin un robusto crecimiento económico, esa integración se hace más difícil; allí donde las minorías pueden prosperar, como sucede en Estados Unidos, la integración es más exitosa. Y paradójicamente, ese crecimiento requiere inmigrantes capaces de llenar el hueco dejado por el declive demográfico occidental; pero también un programa de reforma económica al que se resisten los electorados europeos. Otra vez, la complejidad.

 ¿Y ahora, qué? Louis-Ferdinand Céline, notorio antisemita, escribió una vez que invocar la posteridad es hacer un discurso a los gusanos. Por eso, hablar del futuro sólo puede significar hablar del futuro inmediato: pasado mañana, esta década. Otro francés, André Malraux, proclamó que el siglo XXI sería espiritual o no sería. La cita podría ser apócrifa, pero nos vale. Y aunque es difícil saber lo que Malraux o su impostor quisieron decir -oscuridad que constituye la ventaja del profeta-, sería razonable pensar que anunciaba el regreso de un eterno problema humano: la angustia existencial. Podemos ver a los fanáticos -religiosos o ideológicos- como miembros de comunidades agresivas de significado que suministran a sus miembros un fuerte sentido de pertenencia y una cosmovisión consoladora: una identidad colectiva. La tarea civilizatoria consiste en sustituirlas gradualmente por comunidades pacíficas de significado que se superponen entre sí en el marco de sociedades pluralistas: separando la identidad política de la identidad cultural. Sería ingenuo pensar que podemos terminar alguna vez con los conflictos sociales o la alienación individual: seguramente siempre habrá alguien -a veces, incluso, con buenas razones para ello- dispuesto a lanzarse, granada en mano, dentro de un coche policial. Pero no hay más remedio que intentarlo.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).