Aunque era un tema que venía arrastrándose en el funcionamiento de muchos Ayuntamientos y algunas Comunidades Autónomas, las recientes elecciones anticipadas de Andalucía, forzadas por la imposibilidad del Gobierno autónomo de sacar adelante durante dos años seguidos los Presupuestos, hacen que merezca la pena una reflexión sobre un fenómeno que puede generalizarse en nuestro sistema político: que un gobierno nacional, regional o local, nombrado de acuerdo con la Constitución o las leyes, no pueda desempeñar su función y sus obligaciones por la actuación de otros grupos que votan sistemáticamente en contra de los Proyectos de Ley, incluido el Presupuesto, pero que tampoco son capaces de elaborar una alternativa política de gobierno.
Nuestra Constitución define a España como un Estado democrático que propugna, entre otros, como valores superiores de su ordenamiento jurídico, la libertad y el pluralismo político. Fruto de ese carácter y de esos valores es la existencia de unas Cortes Generales que representan al pueblo español y ejercen la potestad legislativa y el control de la acción del Gobierno. Además, una parte de esas Cortes Generales, el Congreso de los Diputados, tiene la facultad y la obligación de elegir, a propuesta del Rey, un Presidente del Gobierno que, a su vez, propondrá al Rey los miembros del Gobierno. Las Comunidades Autónomas, inspiradas en los mismos criterios de técnica política, bien en sus Estatutos, bien en sus Leyes, han establecido un sistema parecido de elección del Presidente del respectivo Gobierno autónomo, si bien con menor protagonismo de la Corona, que solo nombra al Presidente de la Comunidad a propuesta del Parlamento autónomo.
Este mecanismo, aparentemente tan sencillo, a veces se complica como consecuencia del pluralismo político que se refleja en la composición del Congreso de los Diputados o de las Cámaras autonómicas. Tanto nuestra Constitución como las normas que regulan la elección de los presidentes de las comunidades autónomas prevén la situación ideal de que el propuesto obtenga la mayoría absoluta de los votos de la Cámara: será un presidente con la confianza de los representantes de la mayoría del pueblo representado. No hace falta que esa confianza se la hayan dado solo los que con el candidato concurrieron a las elecciones en sus mismas filas, sino que es posible que anteriores adversarios den sus votos al propuesto, o incluso que se organice una mayoría absoluta formada por grupos minoritarios en la que no estuviese presente el partido más votado popularmente.
Pero esas normas también prevén que, como consecuencia de la diversidad de partidos presentes en la Cámara, no haya esa mayoría absoluta, estableciéndose la posibilidad de una nueva votación en la que el candidato saldrá elegido con mayoría relativa. Y para el caso de que el propuesto no lo lograse en la segunda votación, también se prevén sucesivas propuestas de candidatos a la Presidencia del Gobierno o de la Comunidad Autónoma, con la misma doble votación en la que también puede darse el caso de que haya acuerdos entre grupos distintos para apoyar un proyecto conjunto. Finalmente, si en un plazo determinado de dos meses la Cámara no consigue elegir a nadie, se prevé novedosamente en la historia del constitucionalismo la disolución anticipada automática y la convocatoria de nuevas elecciones en el caso del Presidente del Gobierno y la mayoría de las comunidades autónomas, norma que no se establece en otras comunidades autónomas que hacen recaer la Presidencia del Gobierno autonómico en el candidato del partido con mayor número de escaños, o que restringen la segunda votación a los dos candidatos con más votos en la primera.
La experiencia hasta ahora ha demostrado que no ha sido preciso llegar -ni en España ni en ninguna de sus comunidades autónomas- a la disolución de las Cámaras por este motivo, pero sí que se han elegido Presidentes del Gobierno y Presidentes autonómicos con mayoría simple. Sin embargo, ni la Constitución ni los Estatutos de Autonomía dan a los Presidentes minoritarios un trato menos favorable que si hubieran sido elegidos por arrolladora mayoría absoluta. Una vez nombrados Presidentes del Gobierno o de la Comunidad Autónoma, tienen todas las facultades que las normas superiores atribuyen al cargo, y no pueden ser cesados por la Cámara que los eligió nada más que mediante una moción de censura constructiva aprobada por mayoría absoluta. Cosa distinta sería la del sometimiento voluntario a moción de confianza y su pérdida, pero en ese caso la iniciativa es del Presidente del Gobierno o de la Comunidad Autónoma, y no es objeto de estas notas.
Un sistema parecido se ha establecido para las Corporaciones locales, en las que el Presidente o Alcalde resulta elegido por los Diputados y Concejales por mayoría absoluta entre los que encabecen las listas que hayan obtenido representación en la corporación. Y si ninguno de ellos lo logra a la primera votación, se proclama Presidente o Alcalde al que encabece la lista más votada. El nombrado asume plenamente las competencias de su cargo y solo puede ser cesado mediante una moción de censura constructiva propuesta y aprobada por la mayoría absoluta de los miembros de la corporación. Esta situación de gobierno minoritario en las Corporaciones locales es relativamente frecuente.
De todo ello se deduce que nuestro ordenamiento jurídico político tiene como uno de sus principios el que el gobierno recaiga en quien tenga el respaldo de la mayoría de los representantes de los electores de la demarcación a gobernar, aunque no haya sido quien más votos populares o escaños haya obtenido; pero si tal mayoría no existe o no se forma, nuestro sistema establece que corresponde la potestad y el deber de desempeñar el gobierno a quien tenga más respaldo que otros, bien de los representantes de los electores, bien directamente de éstos. Este principio está plenamente recogido en la Constitución, en la mayoría de los Estatutos de Autonomía y en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General. Puede decirse que es uno de los principios generales de nuestro Derecho Político, y debe servir de referencia a la actuación de los grupos políticos que participan en el juego democrático.
A lo largo de la historia de los regímenes políticos parlamentarios, se han dado múltiples casos de situaciones de ingobernabilidad, por la debilidad del Gobierno, sometido a los vaivenes de los grupos parlamentarios que ponían y quitaban Presidentes o Jefes de Gobierno con bastante alegría. Para evitar que eso ocurriese en sistemas políticos de nueva implantación, o para acabar con situaciones existentes, se ha acudido a fórmulas presidencialistas, con un Gobierno nacido directamente de una elección popular, con o sin mayoría absoluta, a una o dos vueltas, o a sistemas electorales que potencian la representación de los grupos con más respaldo en detrimento de los grupos menores.
Nuestra Constitución, los Estatutos de Autonomía y la Ley Electoral General, optando por el sistema de representación proporcional que permite un mejor reflejo del pluralismo político, han establecido como mecanismo de estabilidad de los gobiernos el exigir para su destitución una moción de censura constructiva. De esta forma, hace falta que una mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados, del Parlamento Autonómico o Corporación Local, voten a favor de un nuevo Presidente del Gobierno, Presidente o Alcalde, para cesar al anterior. Y mientras esa nueva mayoría no se forme, el que desempeña el cargo tiene el derecho y el deber de ejercerlo con la plenitud de sus atribuciones.
La práctica nos demuestra que la amplitud de facultades de un Gobierno en cualquier ámbito, hace posible gestionar en minoría sin grandes problemas. Hay que cuidar las leyes, de forma que sean aceptadas por algún otro grupo o conseguir que algún sector se abstenga, negociar, etc.; pero se funciona. El problema surge cuando se llega al Presupuesto, que es una norma en la que se refleja la política a seguir por el Ejecutivo durante un año.
Una de las competencias que la Constitución, los Estatutos y la legislación de Régimen Local reservan al Gobierno de la Nación o de las Comunidades autónomas, Presidentes de Corporaciones locales o Alcaldes, es la de la elaboración del Presupuesto anual, que es el documento en que se recogen todos los gastos e ingresos del sector público de la demarcación y, por tanto, donde se establecen los límites económicos de la actuación de la Administración correspondiente. Esta iniciativa no puede ser sustituida por las Cámaras o Corporaciones. Y en su debate, enmienda o aprobación, ni las Cortes Generales ni las Cámaras autonómicas pueden introducir, sin consentimiento del respectivo gobierno, modificaciones que impliquen aumento del gasto o disminución de los ingresos. En las Corporaciones locales, la prohibición del déficit inicial, que vincula a Presidentes y Alcaldes y a toda la Corporación, limita igualmente la libertad de los Plenos para modificar el proyecto de Presupuesto elaborado por el Presidente.
Debe entenderse que la existencia de un Presupuesto es requisito básico para el funcionamiento de la Administración Pública: no solo por su naturaleza, sino por el imperativo que la Constitución, los Estatutos y la Ley de Haciendas Locales establecen tanto para el titular del Ejecutivo como para su tramitación. Y si existe la obligación de presentar y tramitar un presupuesto, en cuya discusión y aprobación las Cámaras tienen limitaciones, no parece de recibo un rechazo sistemático y generalizado del Presupuesto presentado. El devolver el Presupuesto al Ejecutivo mediante una enmienda a la totalidad aprobada tiene que ir unida o bien a una moción de censura constructiva para formar un Gobierno que desarrolle esos otros criterios políticos de la Cámara, o bien a unas Bases precisas de las que pueda elaborarse un nuevo Presupuesto alternativo que no pueda ser nuevamente rechazado. Quizás sería conveniente que algún mecanismo de ese tipo se pactase o incluso se plasmase en texto legal.
El bloqueo o asedio a un Gobierno minoritario por la vía presupuestaria es una vía ilegítima de impedir la actuación de las prerrogativas gubernamentales. Nuestro sistema político, para evitar aquellas situaciones extremas como las de la República de Weimar, en la que los partidos eran capaces de derribar gobiernos pero incapaces de sostenerlos, establece con carácter general la necesidad de mociones de censura constructivas. Y tratar de derribar los Gobiernos por otro sistema, en el que se evita la responsabilidad de nombrar nuevo Presidente del Gobierno, debe entenderse un fraude a los principios constitucionales. La responsabilidad de los dirigentes políticos tiene que evitar que se caiga en situaciones semejantes, porque no solo se está alterando el mecanismo constitucional, sino que por el desgobierno en que se termina se puede poner en peligro el mismo sistema.