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Hipócrates (h. 460-377 a. C.) sostuvo que la enfermedad siempre afeaba la hermosura. Para el padre de la medicina, la tarea del médico consistía en restituir la belleza a las formas del cuerpo humano. Por ello, algunos galenos siguen considerando que la medicina es una forma de arte imprescindible: el “arte de la vida”. Desde sus orígenes, las interrelaciones entre el arte y la medicina han sido tremendamente ambivalentes. No son pocos los médicos que pregonan a quien les quiera escuchar que su labor es fundamentalmente humanista, aunque en muchas ocasiones tienen que enfrentarse a la realidad hospitalaria, que convierte al paciente en una figura irrelevante. Su modo de encarar los problemas derivados de su profesión sitúa a los médicos entre dos mundos pensados contradictoriamente y en un resbaladizo cruce de caminos intelectual. En la consulta no se encuentra solamente un órgano, sino también una persona a la que mirar a los ojos fijamente. Lo científico y lo humanístico se entremezclan y son inseparables. Realmente no sabemos dónde comienza un ámbito y termina el otro en una particular pesquisa de la verdad.

Como cualquier tipo de arte, la medicina también se basa en la conversación y en el encuentro de miradas y de personas. El propio Hipócrates sostuvo que la medicina debía tener presente tres factores que interactuaban entre ellos: la enfermedad, el enfermo y el médico. Y es que médico y enfermo tienen que colaborar juntos si quieren combatir la enfermedad adecuadamente. Todos hemos sido en alguna ocasión pacientes porque enfermar es una condición de vida. Nadie escapa de la dolencia y todos terminamos por contar nuestra historia particular delante de un médico. La enfermedad se convierte entonces en la sincera confesión de una experiencia encarnada, como también lo son las grandes obras de la literatura universal. Como recordaba el doctor polaco Andrezj Szczeklik en su recomendable obra Catarsis (Acantilado), “el enfermo habla. Hay que escucharle, hay que oír su historia. (…) Para el narrador, su historia es lo más importante del mundo. Y el oyente nunca debe olvidar que alguna de las historias que escucha será la suya un día u otro, porque alguna de las enfermedades le caerá en suerte también a él”. La empatía es una regla de oro que no se puede impostar. Si el encuentro con el paciente es sincero, ésta se convierte en uno de los mejores métodos de presencia alentadora y tangible, el irrevocable deber médico.

Los médicos mantienen los ojos bien abiertos en su día a día. Por su parte, la observación es el fundamento sobre el que se han construido algunas de las más importantes obras de arte de la historia. No están tan lejos unos de otros. De hecho, hoy sabemos que existen manifestaciones artísticas, como la música, que consiguen tener efectos positivos en la mejoría de los pacientes. Novalis lo intuyó hace más de dos siglos: “toda enfermedad es un problema musical; y la curación, una solución musical. Cuanto más breve y no obstante más perfecta sea la solución, tanto mayor será el talento musical del médico”. En este sentido, recientemente un grupo de neurofisiopatólogos italianos ha descubierto que la visión de algunos de los más importantes cuadros (Boticelli, Van Gogh o Degas) mitigaban el dolor de los voluntarios del experimento. Para estos investigadores la conclusión era lógica: la belleza lograba aliviar el sufrimiento. El poder del arte, como afirmó el historiador Simon Schama, es desconcertante y transformador.

Pero las relaciones no se detienen en esta facultad curativa, los artistas han ido un paso por delante en ocasiones a la hora de plasmar los síntomas de una patología desconocida. Por ejemplo, entre abril de 1836 y noviembre de 1837, un jovencísimo Charles Dickens publicó por entregas Los papeles póstumos del Club Pickwick. En esta historia se narraba la excéntrica vida de varios personajes a los que el lector puede acompañar por las más divertidas peripecias. Uno de los protagonistas más populares fue el criado Joe, que despunta en la narración por su obesidad, su generoso apetito y su constante somnolencia. La figura de este criado no pasó desapercibida para uno de los mayores internistas de finales de siglo XIX, el canadiense William Osler, quien señaló en un tratado básico de la época la relación entre la obesidad y la somnolencia del personaje de Pickwick. Medio siglo después un grupo de investigadores descubría el síndrome de apnea-hipopnea durante el sueño, también conocido desde entonces como el síndrome de Pickwick.

En una época de tecnificación y de racionalización mal entendida, debemos recordar que existe un hilo común entre el arte y la medicina. La intuición, la creatividad y la emoción seguirán siendo herramientas imprescindibles para seguir avanzando hacia el futuro. No seremos jamás máquinas. Por ello, tanto médicos como artistas nos instan a explorar en la frontera de la condición humana. Vivimos en un universo cultural que ha pretendido desplazar la muerte y el sufrimiento de la experiencia personal, lo que se convierte en un síntoma notable de nuestros temores y limitaciones. Será imposible responder a las grandes cuestiones de la existencia sin considerar el milenario legado de unos y otros, que nos descubren incesantemente que la experiencia de dolor es necesaria para comprender la trascendencia de la belleza y la verdad.

Hace unos cuantos años caminaba junto a un pensador de hondo calado, contaba que había comenzado a tener relación profesional con científicos de alto nivel. Se encontraba intranquilo por la escasa preocupación ética de los mismos. No se planteaban preguntas más allá de la viabilidad racional de sus proyectos. Escucharle me resultó desalentador porque, aún con las excepciones pertinentes, parece que esto es un signo de los tiempos. Pese a los intentos por construir una tercera cultura en la que compaginar ciencia y humanidades, muchos especialistas no ven nada más que sus trabajos. Quizá en la medicina confluyen ambos campos como en ningún otro y, por eso mismo, los médicos están obligados a orientarnos hacia una vida nueva.