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La Constitución de 1812, el resultado de unas cortes abiertas dos años antes, fue el principal punto de partida de nuestra enmarañada contemporaneidad. Los ideales liberales e ilustrados que finalmente triunfaron en su extenso articulado proyectaban dejar atrás el Antiguo Régimen y asentar las bases de la futura modernización del país. Era mucho más de lo que podía esperar una sociedad anclada en la tradición y era una respuesta a la constitución napoleónica de Bayona, que ya había nacido herida de muerte, pese a mezclar referencias tradicionales con reformas muy moderadas. La libertad y la igualdad entre ciudadanos – con sus límites en relación a la esclavitud de las colonias o las mujeres- eran su fundamento, aunque paradójicamente los serviles (los defensores del absolutismo) fueron el grupo mayoritario en aquellas cortes extraordinarias, donde «se ve por la primera vez el pueblo español representado en toda su integridad, y árbitro absoluto de sus destinos». Aunque apenas estuvo vigente cinco años – en tres etapas: primero hasta la llegada de Fernando VII, posteriormente a lo largo del Trienio Liberal y durante un breve período progresista antes de la constitución de 1837-, su importancia en la evolución política española es indiscutible. Entre la ruptura y la continuidad, fue el modelo básico utilizado por todas las constituciones decimonónicas españolas y por las nuevas repúblicas hispanoamericanas. La constitución de Cádiz traspasó fronteras y se convirtió en un referente en el extranjero.

Hablar de la Pepa es hacerlo también de un nombre propio: Cádiz. Una ciudad para la historia en un país cercado, cuyo día a día fue reconstruido con trazos vívidos por el novelista e historiador gaditano Ramón Solís (1923-1978) hace más de medio siglo en su imprescindible El Cádiz de las Cortes. La vida en la ciudad en los años de 1810 a 1813 (hay una edición reciente en Sílex). No podemos perder la oportunidad de acercarnos a aquella población y sus moradores. Edmundo de Amicis la consideró «la ciudad más blanca del mundo», sin parangón en el sur de la península, donde se podía confundir el sueño con la realidad. A esos tonos lechosos vislumbrados por el italiano, Théophile Gautier añadió un azul vivo, solamente comparable con el turquesa o el zafiro. Y es que, como recordaba Alcalá Galiano, en la ciudad no se acumulaba la basura en los zaguanes, como en otras ciudades europeas. Cádiz fue en aquel tiempo una privilegiada isla política dentro de una península ocupada por las tropas napoleónicas, conformada por seis parroquias y diecisiete barrios, con calzadas adoquinadas. Pero las condiciones de vida de los gaditanos de la época no fueron nada fáciles. Aunque se hacían sentir los ataques franceses, los gaditanos respondían con burlas a las bombas para atenuar el temor a la derrota: «váyanse los franceses/ en hora mala, /que Cádiz no se rinde,/ ni sus murallas./ Con las bombas que tiran/ los fanfarrones,/ hacen las gaditanas/ tirabuzones». Asimismo, Cádiz se vio azotada en dos ocasiones por epidemias que diezmaron a su población. Las autoridades trataron de ocultarlas, sin éxito, para que no afectase a la moral de una ciudad sitiada y superpoblada. De hecho, el ecuatoriano Mexía Lequerica aseguró en las cortes que no había peligro de contagio días antes de morir por los efectos de fiebre amarilla que padecía.

La calle era el espacio de sociabilidad primordial, donde se confundía lo público y lo privado, lo local y lo nacional. Allí se relacionaron políticos y militares (algunos de ellos también ingleses), religiosos y aristócratas, gacetilleros y literatos, contrabandistas y comerciantes, o ladrones truhanes y espías franceses, que se confundían entre la gente común, conformada por barberos, aguadores, médicos… El centro real de la ciudad era la bulliciosa plaza de San Juan de Dios, con sus fondas y tiendas, donde se encontraba el ayuntamiento y el mercado. En aquella plaza se comerciaba con cualquiera de los múltiples productos que llegaban a la villa, por lo que la presencia de las tripulaciones marineras era constante con sus semblantes cansados y ásperos. La calle Nueva, que desembocaba en esta plaza, era el eje comercial de esta ciudad abierta, donde la ética del trabajo se transformaba en la preciada insignia. No era extraño escuchar los más variopintos idiomas en su entorno, mientras el español se hacía más minoritario. Mientras esta zona de Cádiz comerciaba, otra se dedicaba a la política. En la calle Ancha se encontraba lo más granado de la ciudad en corrillos o, dentro de los cafés, en tertulias animadas donde se discutía y hablaba sin impedimento alguno. En muchas ocasiones no había distinciones importantes de sexo o edad en ellas, porque todo el mundo quería participar de esta costumbre. Con todo, hubo otros lugares donde la gente se encontraba para conversar, pero también para disfrutar de un rato de ocio, como el teatro, las corridas de toros (aunque, en ocasiones, se lanzaban ataques encarnizados en las páginas de la prensa), los bailes y conciertos, o los timbas clandestinas.

Pero el escenario principal de las discusiones fueron las cortes. El público asistente jaleaba o protestaba con pasión los discursos de los diferentes oradores, que se dividían en tres grupos: los absolutistas, los liberales y los americanos. Los estilos eran muy diversos, desde los más agudos hasta los más tediosos, pasando por aquellos que se hacían eco de los chistes más populares en las calles de Cádiz. Pero, por encima de cualquiera de ellos, destacaba Agustín de Argüelles al que se le apodó  el «Divino» por sus capacidades y su elocuencia. En paralelo, la ciudad siguió debatiendo en libertad a través de los múltiples periódicos que originó la llegada de los diputados (aparecen cabeceras como Conciso, Censor General, Diario Mercantil, Diario de la Tarde, Redactor General o Semanario Patriótico) o los polémicos folletos editados al hilo de las frecuentes disputas ideológicas. Manuel José Quintana lo evidenciaba en el Semanario Patriótico: «si alguno hubiera dicho a principios de octubre pasado que antes de un año tendríamos la libertad de escribir sobre reformas del gobierno, planes de Constitución, examen y reducción del poder (…), hubiera sido tenido por un hombre falto de seso». Eso sí, también hubo quien pasó a las manos por cuestiones políticas, como el representativo apaleamiento del coronel Osma al vizcaíno Lorenzo Calvo de Rozas inmortalizado por el burlesco folleto Apología de los palos.

En el oratorio de San Felipe Neri, donde se desarrollaron más de mil sesiones, se construyó un nuevo orden institucional. Alabada y discutida, la Constitución de 1812 fue considerada un emblema de su tiempo, que terminaría alimentando un atractivo mito político. El sitio de la ciudad convirtió a las cortes en un ámbito privilegiado donde se debatieron muchas de las discusiones sin solución de la época, pero sin poder contrastar las decisiones con el sentir de aquellos a los que se suponía que representaban. Era evidente que algunas de sus disposiciones eran impracticables y una constitución, pese a sus potentes ideales, no podía solventar los graves problemas estructurales de un país lastrado por la guerra y la decadencia monárquica. La auténtica revolución constitucional de la que somos herederos solamente llegaría en 1868. Sin embargo, aquellos diputados marcaron la agenda política del siglo XIX español, aunque Fernando VII disolvió sin problemas las cortes y anuló la constitución nada más salir del castillo de Valençay donde había estado confinado. Su influjo durante las sucesivas décadas no fue ningún espejismo, pese a que tuvo un escaso respaldo popular. El principal legado de Cádiz fue la estimulación de un firme interés modernizador, en el que convivía la tradición y la modernidad, y la eclosión por vez primera de un sujeto político llamado nación española. Y no es poco.