Tras cuatro años de improductiva tensión sentimental, un debate más realista empieza a emerger en Cataluña. Los partidos nacionalistas aún se esfuerzan por hacernos creer que el único cambio posible y deseable es la independencia. No obstante, la elección real es otra. Hasta ellos mismos lo saben perfectamente. La elección es entre un status quo representado por los propios dirigentes nacionalistas y un reformismo basado en el diálogo y el respeto a las normas de convivencia.
Vayamos paso a paso. Cuando la responsabilidad pedía altura de miras y compromiso político para evitar el rescate, salvar el Estado del bienestar y salir de la crisis económica, Artur Mas et alii quisieron hacer del sufrimiento social un negocio electoral, apostando por la retórica de la ruptura y la confrontación. Se echaron al monte del populismo identitario y traicionaron aquel catalanismo político que no pretendía romper España, sino liderarla y reformarla. Y fueron tan lejos que hoy la recuperación económica les pilla con el paso cambiado y sin autoridad moral para recuperar el tono.
Quizá la tentación les resultó demasiado grande. Sólo los mejores políticos se atan al mástil y no se dejan arrastrar por los cantos de sirena de la demagogia, aunque debemos reconocer que jugaron la carta populista con gran maestría, definiendo el marco del debate y logrando, así, una clara ventaja discursiva. El nuevo establishment independentista consiguió dibujar su objetivo como una especia de tierra prometida, donde subiría la esperanza de vida y los niños comerían helado cada día. Ambas promesas eran claramente contradictorias; pero eso no importaba, porque separados del resto de España no habría obstáculo para que cada uno pudiera realizar sus sueños más íntimos por muy desapegados de la realidad que estuvieran.
Además, la utopía tomaba fuerza al contrastarse con la situación económica de aquella España de 2012, al borde de la quiebra, ahogada por la ya olvidada prima de riesgo y con unas expectativas desesperanzadoras. Y por si no era suficiente, el independentismo supo apropiarse también de la idea de democracia inventándose el “derecho a decidir”. Era una falacia, incluso llegó a ser definido como una “tontería” por uno de sus más ilustres impulsores, pero era efectivo. ¿Quién puede estar, a priori, en contra de un concepto tan genérico como el “derecho a decidir”?
Las élites soberanistas lograron situar una espuria contraposición entre independentismo ilusionante y status quo declinante. Se pintó la posibilidad de una Cataluña convertida, de la noche a la mañana, en nuevo Estado miembro de una Unión Europea que la esperaba con los brazos abiertos. Una posibilidad que es puro voluntarismo y no goza de ningún sustento legal, social o internacional. El impedimento legal es obvio a todos los niveles. Por esta razón, los dirigentes independentistas juegan con el fuego schmittiano del clamor popular frente a la legalidad, pero la verdad es que esa supuesta “voluntad de un pueblo” nunca se ha traducido en una victoria en las urnas.
En ninguna de las elecciones generales o autonómicas el independentismo ha alcanzado la mitad de los votos catalanes. Tampoco en las pasadas autonómicas, cuando primero se inventaron un plebiscito y, después, se inventaron que lo habían ganado. Ni con el “voto de tu vida” el secesionismo obtuvo más del 50 % de los votos. Ante tales evidencias no es de extrañar que no tengan ningún aliado internacional. De hecho, fuera de España, solo aceptan fotografiarse con los actuales responsables de la acción exterior de la Generalitat aquellos políticos eurófobos que echarían a los catalanes de sus propios países. Políticos que han entendido muy bien que el relato del establishment independentista es totalmente equiparable al suyo en cuanto a populismo, pero ni representan a la mayoría de ningún país, ni son los socios adecuados para barnizar un proyecto de modernidad y democracia.
Siendo la independencia imposible en el contexto actual, el debate es, pues, otro. La elección está entre reformismo y status quo. Pero, en esta ocasión, el status quo ya no es esa España débil que iba a caer en manos de la troika. Ahora el inmovilismo en el debate catalán es lo que se denomina el “procesismo”. Un “procesismo” que lideran los mismos que han dominado la vida pública en Cataluña los últimos decenios. Un “procesismo” entendido como bucle de amenazas rupturistas que no llevan a ninguna parte más allá de dividir a los catalanes en lo emocional, aunque nos unan en el hartazgo. Algún día habrá que evaluar los costes, no de la independencia, sino del independentismo en el poder, porque en tiempos delicados nos está hurtando la posibilidad de realizar debates más importantes para nuestro futuro y, con su desprecio hacia el Estado de derecho y la democracia representativa, está abriendo la puerta a otros populismos.
A pesar de todo ello, algunos en la Generalitat, sobre todo los conversos, creen que la amenaza de un conflicto aún puede resultarles un buen negocio electoral. Y, así, siguen instalados en la estrategia de la provocación. Que en los actos de la Delegación del Gobierno español en Cataluña sean los responsables de la acción exterior los que representen a la Generalitat es un claro ejemplo. Será desesperada, mas no deja de ser ésta una estrategia torpe, porque sitúa a los partidos nacionalistas en la peor de las partes del nuevo debate, en el status quo y el bloqueo, en un momento de clara fatiga nacionalista. Y, además, confirma aquella sospecha que no pocos intuíamos: que para muchos líderes del procés el conflicto es un modus vivendi, es un subirse al carro para atrapar un cargo o una subvención, pero no un proyecto patriótico para mejorar la situación social y económica de los catalanes.
Ellos sabrán. Obsesionados con vivir del cuento del choque de trenes, quizás acaben perdiendo el tren que realmente importa, el del diálogo. El nacionalismo se irá quedando cada vez más separado de los intereses reales de los catalanes, atrapado en la obcecación, hasta ser relevado democráticamente del poder. Huyo de cualquier determinismo, pero no puedo dejar de pensar en aquellas palabras de Vicens Vives que señalaban el tremendo error de los dirigentes catalanes que siempre gritaban ¡basta! cuando la coyuntura les era más desfavorable, cuando la razón menos les asistía. Si ahora pierden el tren del diálogo, pueden quedarse pasmados en el andén del pasado.