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Evaluadores y artesanos

Sin duda, el recurso a agencias externas de evaluación es poco menos que inevitable dentro de «la cultura del capitalismo global» que Sennett ha descrito con clarividencia en La cultura del nuevo capitalismo. Sin embargo, reconocer la fuerza con la que se nos imponen determinados procesos sociales no equivale a abandonar el esfuerzo necesario por discernir los bienes que están en juego en el curso de estos cambios, pues este es el único modo de orientar nuestras acciones de modo que causen el menor daño posible.

En este sentido, considero especialmente preocupante que la mentalidad evaluadora haya sido adoptada de forma tan acrítica en el ámbito de profesiones que, por su propia naturaleza, solo admiten la evaluación por pares en el contexto de relaciones basadas en la confianza y la autoridad emanada de los años de oficio. Sin duda esto se debe a la influencia progresiva que, desde finales de los años ochenta, han ido cobrando los criterios de management empresarial en el gobierno de las universidades, y que han conducido a trasladar, uno tras otro, los parámetros de eficiencia y competitividad que rigen en el mundo empresarial al mundo académico. Entre ellos, naturalmente, los estudios de mercado y los criterios de control de calidad, encomendados a agencias externas.

Ahora bien, si requerir un juicio externo, ponderado y fiable, constituye muchas veces un signo de prudencia, del que cabe esperar una genuina posibilidad de mejora, considerar que una evaluación puramente formal y cuantitativa reemplaza sin residuos el juicio cualitativo del profesional con años de oficio es algo muy distinto, pues introduce una considerable distorsión en la dinámica natural de crecimiento de esas profesiones, cuyo desempeño se corresponde más bien —volvemos a seguir a Sennett (El artesano)— con la mentalidad del artesano:

«Es posible que el término “artesanía” sugiera un modo de vida que languideció con el advenimiento de la sociedad posindustrial, pero eso es engañoso. “Artesanía” de-signa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más. La artesanía abarca una franja mucho más amplia que la correspondiente al trabajo manual especializado. Efectivamente, es aplicable al programador informático, al médico y al artista; el ejercicio de la paternidad, entendida como cuidado y atención de los hijos, mejora cuando se practica como oficio cualificado, lo mismo que la ciudadanía. En todos estos campos, la artesanía se centra en patrones objetivos, en la cosa en sí misma. Sin embargo, a menudo las condiciones sociales y económicas se interponen en el camino de disciplina y compromiso del artesano… A menudo el artesano tiene que hacer frente a conflictivos patrones objetivos de excelencia: el deseo de hacer bien algo solo por hacerlo bien puede verse obstaculizado por la presión de la competencia, la frustración o la obsesión».

Concretamente, el recurso a expertos evaluadores externos y a las agencias de calidad por parte de las instituciones educativas —colegios, universidades— está en la base de los conflictivos patrones de excelencia que se han introducido en el ejercicio de la tarea académica, además de constituir un indicio de la crisis moral que atraviesa la educación, entendida como tarea humana y «artesanal». No me refiero aquí a la evaluación cualitativa por pares, que es siempre necesaria para contrastar la calidad del propio trabajo, sino a la evaluación formal y cuantitativa, por parte de «expertos» que en muchos casos, siquiera por falta de tiempo, desconocen realmente la sustancia de lo que están evaluando, y por tanto, se limitan a reseñar si se han cumplido unos cuantos parámetros «objetivables» cuantitativamente y que pueden servir a eventuales estrategias de marketing.

Se trata de un aspecto que si bien tiene la virtualidad de introducirnos en el mercado académico global, lo hace a costa de olvidar que la vida académica propiamente dicha no crece a base de estímulos competitivos externos sino mediante la generación vital de un ambiente de estudio y discusión informada y rigurosa, en el que el juicio cualitativo de profesores con años de recorrido por los vericuetos de su trabajo, desempeña un papel fundamental.

Se puede decir que las universidades se encuentran en una encrucijada histórica, en la que es precisa una seria labor de discernimiento. Tal y como observan Samuel M. Natale y Caroline Doran, en un artículo del 2011 en The Journal of Business Ethics, el proceso de marketización de la educación, dejado a sus anchas, conduce a que «asuntos tales como la libertad académica pierdan peso frente a la rendición de cuentas; la verdad sea menos importante que la utilidad; la apariencia más que el rigor académico. El sistema de educación superior, que ha funcionado durante siglos, estaba basado en la creencia de que la educación era un proceso. El sistema actual no puede funcionar porque considera la educación superior como un producto, desde la perspectiva del valor económico».

Si, por un lado, puede parecer difícil garantizar la subsistencia de una institución académica que no se pliegue en alguna medida al juego del mercado, por otro es muy fácil predecir que la irreflexiva adopción de los criterios del mercado conducirá a la desaparición de la universidad tal y como la hemos conocido: un ámbito de formación en libertad, la libertad que surge del único compromiso con la verdad. Es precisa una reflexión dirigida a examinar de qué modo las medidas estructurales y de gobierno, dictadas bajo los condicionamientos del mercado global, impactan en el modo en que los profesores contemplan su trabajo.

No negamos aquí la conveniencia, y aun la necesidad de alguna clase de evaluación externa. Lo que criticamos es la adopción/imposición de criterios cuantitativos como criterio exclusivo o principal de calidad, pues esto supone olvidar que existe una «objetividad» que deriva de la especificidad del objeto de estudio, y que reconocen los que, por oficio, están familiarizados con él. Como dice Aristóteles, «es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada género de conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aprobar a un matemático que empleara la persuasión como reclamar demostraciones a un retórico» (EN, I, 3). Intentar aplicar indiscriminadamente el mismo tipo de criterios a materias diferentes solo puede dar lugar a distorsiones; si se quieren evitar esas distorsiones, es preciso dar el peso adecuado a los criterios cualitativos que emergen desde el interior mismo de la práctica profesional y académica. Apostar unilateralmente por los criterios externos de evaluación tiene el efecto indeseado de minar la moral del profesorado, cuyo juicio queda privado de valor, a sus ojos, y a los ojos de unos directivos que cada vez es más difícil reconocer como colegas.

Por lo demás, ¿por qué se descarta de entrada la posibilidad de objetividad por parte de los cercanos y se supone en cambio en los extraños? Ciertamente, intereses mezquinos pueden en algún caso condicionar el reconocimiento del trabajo ajeno por parte de sus pares, pero ¿vamos a suponer que es esa la situación ordinaria? ¿Tan difícil resulta generar una reflexión ad intra de la propia institución académica, supuestamente dedicada al conocimiento, con el fin de responsabilizar a los profesores y corregir posibles corruptelas? Incluso si esta reflexión puede ser enriquecida por juicios externos, ¿vamos a constituir en pieza clave de la evaluación el recurso sistemático a valoraciones externas que necesariamente, siquiera por escasez de tiempo, han de ceñirse a aspectos puramente formales? Después de todo, esos criterios y parámetros responden al ideal que de lo que debe ser un profesor abrigan unos cuantos individuos, a quienes no hemos tenido el gusto de conocer, y con los que probablemente tendríamos mucho que discutir: entre otras cosas porque erigiendo su ideal de profesor en norma vinculante para las universidades están estandarizando las instituciones académicas de un modo tal vez coherente con los propósitos de la evaluación y del mercado, pero que pone en trance de extinción la diversidad de perfiles y personas propia de una institución educativa, que solo cumple su propósito en un contexto de libertad.

El asunto se agrava posiblemente en la enseñanza de las humanidades, o, más en general, cuando, en el ejercicio de la labor docente, se requiere que la práctica educativa esté intrínsecamente impregnada por un ideal humanista: ¿qué clase de criterios técnicos, cuantitativos, semicuantitativos, pueden ofrecerse para evaluar este aspecto de la práctica profesional? Mientras que la investigación, en la medida en que se objetiva en trabajos publicables, puede y debe sujetarse en ciertos aspectos —no necesariamente los principales— a evaluación externa (por pares), no ocurre lo mismo con la educación, en especial si esta ha de estar impregnada por un ideal humanista: la relación entre alumnos y profesores no responde en ningún caso a la condición de «producto» evaluable siguiendo parámetros cuantificables, y se pervierte de raíz cuando se contempla desde la perspectiva de la relación comercial: el alumno no es nunca un cliente, cuya mejora pueda derivarse de eventuales «cuestionarios de satisfacción». ¿A quién se le ha ocurrido esta insensatez? Las observaciones críticas del alumno sin duda han de ser atendidas, pero en el contexto de una relación que no se ampare en el anonimato, sino que se introduzca en la práctica de la lealtad.

Es patente que, oculto bajo la ideología de la neutralidad, como dice Catherine Vikas, la «cultura del nuevo capitalismo» está promoviendo un desplazamiento progresivo de los criterios de valoración, del interior al exterior de las mismas comunidades académicas, desde los artesanos con oficio, a los expertos evaluadores, desde el deseo de crear una comunidad rica en vida intelectual, capaz de dialogar con colegas de otras comunidades semejantes, a la obsesión por ocupar los primeros puestos en los rankings, con el fin de ser competitivos. Aunque este proceso tenga algo de inevitable, tiene importancia advertir todas sus implicaciones, con el fin de mitigar sus efectos perversos, que amenazan desde su base la autonomía de las universidades.

Ficciones en las que vivimos

En efecto: a pesar de que la retórica oficial diga lo contrario, la autonomía de la universidad es cada vez más una ficción. Lo viene siendo desde hace tiempo en el ámbito de la investigación, sencillamente porque es cara. Pero con el llamado «proceso de Bolonia» la ficción se ha extendido ahora al ámbito de la docencia, sujeta a supervisión y evaluación por «expertos» y plegada a las demandas del mercado laboral.

Ciertamente, aunque la actividad académica no conoce en principio más límites que los derivados de la misma búsqueda de la verdad, de hecho siempre ha estado, de un modo u otro, sujeta a limitaciones y criterios extrínsecos a su propia naturaleza. Pero estos ahora se han exacerbado hasta extremos insospechados, que estructural-mente resultan poco conciliables con la esencia misma de la actividad universitaria, que reside en la reunión de profesores y estudiantes para aprender los saberes. El paradigma relacional, centrado en la relación alumno-profesor, sugerido por esta descripción de la vida universitaria, está cediendo el protagonismo a un paradigma sistémico, que gira en torno a criterios abstractos de calidad, importados del mundo empresarial.

Así, aunque la retórica al uso diga que lo principal de la reforma es el alumno, es obvio que los verdaderos protagonistas de Bolonia, al menos tal y como se está aplicando en España, son los «expertos» en procesos y en didáctica, a los cuales corresponde definir los criterios formales de calidad que han de satisfacer los agentes y los productos educativos, supuestamente para homologarse con Europa y «ser competitivos en el mercado global» —«ideal» que dudo mucho atraiga a los académicos de corazón, si es que queda alguno—. En cuanto al profesor, continúa la fatigosa carrera satelital que comenzó hace ya bastante tiempo, a pesar de que, en el contexto de la (equívocamente) llamada «sociedad del conocimiento» cabría esperar que ellos constituyeran el principal «capital humano» (!) de la universidad. La retórica oficial, nuevamente, dirá lo contrario, y probablemente convencida de ello. Pero, en realidad, la moral de los profesores está por los suelos, pues, a fin de cuentas, no parecen ser más que la ocasión que justifica la creación de la nueva clase de expertos evaluadores y verificadores de procesos, que han generado un sistema y un lenguaje que los hace imprescindibles, un sistema, por lo demás, absolutamente marginal a lo que solíamos entender por vida universitaria.

Solo los seres humanos pueden educar a los seres humanos

Por muchos defectos que tengan, solo los hombres pueden educar a los hombres. Según Kant, este constituye uno de los problemas más graves a los que debe enfrentarse el ser humano, solo comparable al problema del gobierno, pues, al igual que en el caso anterior, solo los hombres pueden gobernar a los hombres. Él trató de poner remedio institucional a este segundo problema, creando un estado que funcionara «aunque sus miembros fueran demonios», y al primero invitando al desarrollo de una ciencia educativa que confiara la educación a «expertos ilustrados» como he tratado de resaltar en un artículo del Journal of Philosophy of Education (XLV, 3, 2011). Pero, aunque las opiniones de Kant siempre sean dignas de consideración, conocemos cuál es el concepto de hombre en el que se basan: un ser siempre temeroso de que otros puedan elevarse sobre él y perjudicarlo. Ahora bien: cuando confiamos la evaluación de la educación a esta clase de prácticas evaluadoras, no hacemos otra cosa que institucionalizar y perpetuar esa visión del hombre.

Solo los hombres pueden educar a los hombres. Conforme a la mejor tradición humanista, esto significa que, cuando hablamos de educación o gobierno, nada puede reemplazar las relaciones de confianza entre colegas, así como entre profesores y alumnos: solo en el contexto de relaciones basadas en la confianza y en el trabajo bien hecho encuentra su sentido justo la autoridad, y puede desarrollarse la responsabilidad. Esa es la dinámica del oficio, frente a la cual, la presencia de los expertos constituye una suerte de intrusismo, con efectos devastadores sobre la práctica inveterada del oficio. Detrás de la apelación a los expertos cabe reconocer un rasgo de despotismo, que acalla como irrelevantes las opiniones de los que, por años de oficio, tienen el derecho a expresar su parecer y oponerlo, en toda ley, al parecer de los «expertos». Al final, la introducción progresiva de mecanismos técnicos y sociológicos de control, por parte de las instituciones educativas, para evaluar la calidad de sus docentes, como si de productos se tratara, tiene la virtualidad de generar un mensaje negativo —desconfiamos de la honestidad y valor de vuestros juicios, por eso acudimos a un tercero—, que nos introduce, a su vez, en la espiral de la desconfianza, característica de las formas despóticas de gobierno; un despotismo que en este caso adopta la forma de tecnocracia.

En efecto: como apunta Aristóteles, mientras que el gobierno político, propio de hombres libres e iguales, ha de pasar por su inteligencia y su voluntad, el gobierno despótico no requiere su libre asentimiento: sencillamente se impone. Esto es también lo que ocurre con la técnica, cuando se aplica al control de los comportamientos, en razón de su eficacia y presunta objetividad; es esto, precisamente, lo que hace de la tecnocracia el mayor peligro de nuestro tiempo, un peligro que debe ser denunciado y contestado por cualquier persona con un mínimo de conciencia humanista.

Las verdades del barquero

Danilo Martuccelli, en su artículo «Philosophie de l’évaluation», incluido en un número monográfico de 2010 de la Cahiers Internationaux de Sociologie, dedicado al fenómeno de la evaluación —el del 2009 se dedicaba al fenómeno de los expertos—, nos recuerda las verdades del barquero: no todo es igualmente evaluable; la introducción de los criterios de evaluación va de la mano con la generación de una élite de expertos, y es, en ese sentido, profundamente antiigualitaria; lejos de prevenir la arbitrariedad en el uso del poder, genera modos nuevos y más oscuros de ejercerlo: los expertos se parapetan detrás de su saber especialísimo; la evaluación se ha convertido en un nuevo modo de dominación en las organizaciones; constituye un nuevo «taylorismo»; una nueva alianza entre el Estado y el mercado… que deja fuera de juego a los ciudadanos y sus libertades políticas…

La multiplicación de los sistemas de control, del Gran Hermano que todo lo ve, constituye un intento desesperado por poner límites técnicos al declive de las instituciones, a las que confiábamos la educación y la civilización humanas. «Vigilar y castigar»: con la distancia de los años este título de Foucault casi resulta profético. Sin embargo, en la medida en que la multiplicación de los sistemas anónimos de control erosiona los vínculos morales, de confianza, responsabilidad, respeto, de los que cabe esperar la humanización de la vida social, el camino escogido resulta paradójico.

Directora de la línea de Culture and Lifestyles, social trends institute. Universidad de Navarra.