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Este discurso fue pronunciado en el acto de entrega del Premio «Antonio Fontán», el día 13 de octubre de 2011.

Queridos amigos y colegas. Gracias en primer lugar a todos por vuestra compañía y vuestro afecto.

Gracias al querido Miguel Ángel Gozalo por esa laudatio que ha sido más bien una exageratio fruto del cariño y de su bonhomía, y en la que ha pintado de mí un retrato al que ya me gustaría resultar parecido. Gracias también y sobre todo a la Fundación Marqués de Guadalcanal por el honor que me otorga al distinguirme con este premio instituido en memoria de una personalidad intelectual y ética como Antonio Fontán Pérez, bajo cuya advocación de excelencia no estoy seguro de merecer amparo. A este respecto quisiera decir que acepto el galardón en nombre de un periódico, ABC, cuya historia reciente se honra de haber acogido parte del pensamiento de quien fue uno de los grandes maestros del periodismo español contemporáneo, al que tuve la fortuna de disfrutar como colaborador y tercerista en mi etapa de director y al que por desgracia traté mucho menos de lo que me hubiese gustado y convenido. En ese sentido tengo de todos ustedes sana envidia por su cercanía personal como amigos, discípulos o compañeros de quien, con su ejemplo moral y su intensa y lúcida obra política y periodística, constituye para todos un luminoso paradigma de humanismo liberal, de apertura ideológica y de virtud cívica.

La expresión periodismo político es casi un pleonasmo porque la esencia misma del oficio de periodista está vinculada de manera indisoluble e intrínseca al debate de la política, al diálogo entre la sociedad y sus agentes de representación, a la creación de estados de conciencia que conforman la democracia como un régimen de opinión pública. Desde su propio nacimiento, el periodismo surge como una herramienta de divulgación ideológica, de crítica político social y de influencia en asuntos de interés público. No es el cuarto poder pero constituye una premisa sine qua non de los sistemas de libertades y complementa los equilibrios de los demás poderes a través de la transparencia informativa.

El periodismo es político por naturaleza, por definición, y su condición de testigo y agente del debate público retroalimenta esa vocación participativa. Sabemos por Jefferson y Tocqueville que no es posible una verdadera democracia sin periódicos ni verdaderos periódicos sin democracia. El periodismo es el termómetro de la libertad que toma la temperatura de la salud política. Y aunque existen muchas variantes periodísticas relacionadas con las formas de vida, el entretenimiento, la ciencia, el deporte o la tecnología, ninguna de ellas alcanza sentido fuera del ecosistema democrático y todas forman parte del juego de la circulación de las ideas que sostiene e impregna la existencia de una sociedad libre.

Suele decirse además que en la sociedad contemporánea todo es política. Basta atender a los comportamientos y estilos de los grandes líderes de la escena pública, sean capitanes de empresa, banqueros o dirigentes de clubes deportivos, para comprobar hasta qué punto los métodos políticos de gestión impregnan la conducta y hasta la retórica de casi todas las esferas de la modernidad. El mundo actual se relaciona de una manera esencialmente política. Políticas son las fusiones financieras, política es la toma de grandes decisiones corporativas y sus estrategias de comunicación, político es el pensamiento de intelectuales y artistas e incluso las alineaciones de un equipo de fútbol o las declaraciones de sus entrenadores conllevan a menudo una formulación de índole política, en lo que tienen de reflejos de equilibrios de poder y de voluntad de intervención en el debate civil y hasta en la conformación de estados de opinión colectiva. Y sin embargo, quizá por este crecimiento o generalización del hecho político en la vida cotidiana, la actividad política propiamente dicha sufre actualmente un severo descrédito, una reputación negativa de interferencia ilegítima en los intereses generales, un estigma en parte ganado a pulso por sus actores y protagonistas debido a su inmersión en una burbuja de profesionalización, ensimismamiento, autosatisfacción y endogamia.

Esa mala prensa, esa pérdida de prestigio de la dirigencia pública ha afectado de manera significativa al periodismo como espejo tal vez involuntario de su desapegado alejamiento de los intereses ciudadanos. El excesivo peso de la logomaquia política, del periodismo declarativo, de la técnica del canutazo audiovisual y de un lenguaje cerrado y de casta ha contaminado a los medios de comunicación de algunos de los peores defectos de los agentes públicos y forma parte, no esencial pero sí significativa, de las causas del retroceso de lectores y audiencias y de la progresiva fragmentación de la influencia periodística. También la instauración de un cierto periodismo seguidista, consignario y demasiado vinculado a los intereses partidistas ha provocado un pernicioso efecto de previsibilidad que se retroalimenta en un círculo vicioso, de tal manera que con la complicidad de un público muy banderizo orilla peligrosamente la vocación de objetividad que caracteriza el oficio de informar. Al cabo, la fidelidad mutua entre audiencias prejuiciosas y medios complacientes ha construido un periodismo trincherizo en el que muchos ciudadanos no encuentran el necesario reflejo de una realidad demasiado heterogénea para caber en el reducido marco de los apriorismos ideológicos que dominan nuestra cada vez más sectarizada vida pública.

En sus términos estrictos, la información y la opinión política, a cuya conformación en la España moderna contribuyó Antonio Fontán de un modo decisivo, constituyen el núcleo, la esencia y el valor añadido del periodismo contemporáneo, el factor decisivo que le da relevancia, el hecho diferencial que lo establece como un instrumento de participación colectiva y lo asienta como un factor imprescindible del juego democrático. El periodismo político, en la medida en que determina la línea editorial de publicaciones y cabeceras, da sentido al periodismo en su conjunto como un fenómeno trascendente que, más allá de sus intereses industriales o comerciales, se sostiene sobre la clave de un proyecto intelectual. Esa determinada y propia visión ideológica, conceptual, moral e incluso estética del mundo constituye el vínculo que identifica a los medios con sus lectores y sus audiencias y simboliza en el quiosco, en el navegador de Internet, en el dial o en el telemando el pluralismo de la sociedad democrática.

Por eso resulta más importante que nunca atornillar la independencia de los medios, la credibilidad de sus noticias y el rigor de sus opiniones como la fórmula más segura y viable de supervivencia, especialmente en un momento en que la proliferación fragmentaria de mensajes sin jerarquía en las redes sociales y en los nuevos canales tecnológicos ha aumentado hasta límites perniciosos el ruido del debate público.

Con una frase contundente pero irreproducible por su sonoridad coloquial, Indro Montanelli dejó sentado dónde reside la verdadera independencia periodística, que no es solo una deseable autonomía financiera o accionarial, sino un estado de ánimo, un coraje moral, un espíritu de determinación individual del periodista en el compromiso con su propio oficio. Necesitamos rescatar del marasmo de la autocomplacencia a ese periodismo independiente que el maestro Fontán nos enseñó en su clarividente serenidad a establecer como modelo: un periodismo comprometido con ideas pero no con intereses, con tendencias pero no con partidismos, con valores pero no con prejuicios. Un periodismo respetuoso con los matices, los contrastes y los claroscuros que, a falta de una objetividad teórica tan inalcanzable como idealizada, conforman la aproximación más veraz posible a las cada vez más complejas realidades de nuestro tiempo.

El auténtico periodismo político no es aburrido, ni está en modo alguno pasado de moda, ni pertenece a otro tiempo de sociedades más estratificadas en la participación del debate público. Antes al contrario, se revela cada vez más necesario como ejercicio de claridad, de fiabilidad y de especialización en medio de la creciente red de mensajes abiertos que circulan por el universo de las nuevas tecnologías, a menudo impregnados de superficialidad, sectarismo, propagandismo y trivialidad.

Hablo de un periodismo de referencia, profesionalizado, sólido, interpretativo, ético, intelectualmente solvente, capaz de levantar su mirada sobre la alharaca retórica y de desbrozar el entramado publicitario que con frecuencia sustituye a las ideas en la confrontación política. Un periodismo que no comparte el poder, sino que lo explica; que no decide, pero influye; que no imparte doctrina, pero no renuncia a defender valores. Un periodismo de hechos veraces y de ideas reflexivas que en su pluralidad sea, como soñaron Camus y Miller, el reflejo de una nación en diálogo consigo misma.

Ese es el periodismo al que Antonio Fontán consagró su vida tanto en los tiempos oscuros y difíciles de la dictadura, cuando la libertad de expresión era un sueño de ilustrados que podía costar el cierre de una publicación, como en la etapa feliz de la restauración democrática en la que se involucró con el desprendimiento y la generosidad de un patricio romano. Al recibir este premio en su memoria me gustaría recordarlo no solo como un imprescindible maestro de la comunicación y de la filología, sino también como un gigante moral que supo mantener su compromiso de conciencia sin perder jamás el espíritu de moderación y de diálogo que define a los verdaderos liberales; no a los propagandistas exaltados de un falso liberalismo autoritario sino a los auténticos defensores de una libertad sin dogmatismos, a los que están convencidos de que sus propias ideas solo tienen sentido en la medida en que se pueden confrontar con las de los demás.

A ese sentido de la responsabilidad pública e individual que siempre fue su impronta, a su honorable integridad y a su magisterio humanístico, cultural y ético deseo rendir el modesto homenaje de estas palabras de agradecimiento de un periodista que desde hoy siente acrecentada su responsabilidad con esta simbólica recepción de una parte de su inmenso legado.

Periodista