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Se ha celebrado en la Università della Santa Croce, de Roma, una jornada internacional con el título «Educar a los jóvenes en el amor y la amistad a través de los clásicos». Impensable otro marco lejanamente comparable, no sólo por el empaque histórico y artístico de la Ciudad Eterna, sino porque, como ha dicho Rémy Brague: «Ser romano es tener, aguas arriba de sí, un clasicismo que imitar y, aguas abajo, una barbarie que someter».

El reconocimiento de un patrimonio intelectual que se hereda mediante la admiración y la vocación de transmitirlo a través de la enseñanza y el ejemplo era, exactamente, lo que la jornada proponía. La impresionante acogida de un público muy internacional confirmaba el acierto de la convocatoria.

Del libro a la pantalla

Quiso empezar, no obstante, del modo más científico y contemporáneo posible. Tras las presentaciones de rigor, se expuso un estudio estadístico de dimensiones globales (varios países de Europa y América, y miles de entrevistas) realizado por la empresa española GAD 3. Se constataba que, sin apenas diferencias entre naciones, los jóvenes consumen más ficción que nunca, fundamentalmente en formato audiovisual, series y películas.

Pero a la vez, con frecuencia, esas películas y series son adaptaciones de grandes clásicos de la literatura o están inspiradas en ellos. Provocan, en esos casos, un efecto bumerán de vuelta a los libros. Finalmente, la encuesta comprobaba la importancia que para los jóvenes tienen valores como la amistad, el amor y la familia. Es lo que buscan, junto al simple entretenimiento, en los libros y en las películas.

Estamos ante una emergencia educativa en Occidente y, si queremos saltar al futuro, tenemos que coger carrerilla e impulso en los clásicos

Se enmarcaba así el contenido de las jornadas: muy pendientes, por un lado, de las adaptaciones para la pantalla (pequeña o grande) de los clásicos y, por el otro, de los modelos de amor y amistad que esos clásicos ofrecen. El director de la jornada, Norberto González Gaitano, nos situó ante dos hechos insoslayables. Estamos ante una emergencia educativa en Occidente y, si queremos saltar al futuro, tenemos que coger carrerilla e impulso en los clásicos.

Urge recuperar la inteligencia narrativa por su potencialidad educativa en la formación del carácter de una forma práctica (a través de historias y de personajes complejos), nunca moralizante ni propagandística. Ya señaló Todorov que «la literatura es más densa que la vida cotidiana, pero no distinta». Intensifica el atractivo de la vida buena, subrayando su emoción.

Una Anna Karenina de 2013

Manteniendo esa emoción, la primera lección monográfica versó sobre Anna Karenina de Tolstoi, a cargo del profesor Armando Fumagalli, que participó como consultor creativo en la miniserie homónima de 2013, dirigida por Christian Duguay. Destacó la complejidad de la novela: al matrimonio de los Karenin se contrapone el de Kittie y Levin, que es un ejemplo del verdadero amor conyugal y cristiano. Esta sub-trama feliz ocupa el 30% de la obra, pero en las adaptaciones suele soslayarse, descompensando (desesperanzando) el mensaje. Como norma general de seguridad, el éxito comercial de las adaptaciones tiene que convertirse en un acicate para acudir a la fuente original. Si no, se corre el riesgo de descafeinar a los clásicos.

No hace falta sospechar prejuicios ideológicos: para que las adaptaciones no sean fieles basta el problema del metraje, aunque ahí las series han abierto una ventana de oportunidad. También hay que contar con las barreras de «traducción» entre los distintos medios artísticos, cada uno (literatura e imagen) con sus inherentes posibilidades y limitaciones. El caso de Anna Karenina deviene especialmente significativo. No se puede prescindir de sus personajes secundarios, porque es una novela coral llena de contrastes, compensaciones y equilibrios.

Humilde Orgullo y prejuicio perspicaz

Muchas más facilidades a la adaptación cinematográfica ofrece la obra de Jane Austen, gracias a su tamizada transparencia, y también a lo recogido de sus argumentos y ambientaciones, capaces de recrear un mundo con apenas «tres o cuatro familias en una sociedad rural».

Para conjurar la tentación de la facilidad, intervino una analista de excepción: la novelista española Natalia Sanmartín Fenollera. No sólo por el encanto de su propia obra, sino porque es alguien que ha leído de una forma muy creativa a Austen, acogiendo con inteligencia e ironía su influencia. La autora de El despertar de la señorita Prim (2013) no tuvo reparos en entrar hasta lo más hondo de la obra de Austen.

«¿Por qué estoy aquí sin ser especialista en literatura?», se preguntó, sin embargo. Porque como afirmó Ricardo de San Victor: «Ubi amor ibi oculus», esto es, porque sólo el que ama ve, respondió. Y bien que lo demostró.

El arte provoca gozo, en cuanto que tiene el poder de despertar a la bella durmiente que habita a nosotros. John Senior, el famoso profesor norteamericano, explicó que, por ese poder mágico, los grandes libros son imprescindibles. No sólo los grandes, sino los buenos libros: «Aquellos que es necesario conocer para poder entender los grandes».

Todos esos poderes congrega la lectura de Orgullo y prejuicio, naturalmente; pero Natalia Sanmartín se atrevió a ir más allá. Como dijo John Henry Newman existe una diferencia entre leer un clásico en la juventud, y leerlo en la madurez: «Es entonces cuando las palabras nos perforan». Desde esta perspectiva, Sanmartín considera que a la obra de Jane Austen le faltan ventanas a la trascendencia. No se abisma en las grandes preguntas.

En ‘Orgullo y prejuicio’ se nos enseña que cualquier persona para ser amable necesita ser amada, afirma Natalia SanmartÍn

«Le faltan ventanas, pero ¿qué hay de las puertas?», continuó la escritora española. En Orgullo y prejuicio se nos enseña que cualquier persona para ser amable necesita ser amada. La misma lección que, según Chesterton, transmite La Bella y la Bestia. Darcy, en principio, no es nada amable, pero Austen no nos deja dudas de que necesita ser amado. El amor exige un desvelamiento: Elizabeth se va adentrando en el carácter de Darcy. Por eso amar es imprescindible: «No imagino algo peor que un matrimonio sin amor», había escrito Jane a su hermana Casandra. Son lecciones, concluyó Natalia Sanmartín, más necesarias ahora que nunca.

El velo pintado despintado y desvelado

El profesor Antonio Malo analizó la novela de W. Somerset Maugham y su adaptación al cine en El velo pintado (John Curran, 2006). La novela investiga la posibilidad o no de una existencia auténtica, que tiene que abrirse paso entre las convenciones sociales y el esnobismo y superar, sobre todo, una nefasta educación afectiva.

Malo destacó la importancia que se da a la estética como fuente de salvación. En la novela se dice de la protagonista que «aceptó la belleza del mismo modo que el creyente acepta en su boca una oblea». Pero el libro añade más: el descubrimiento del amor, de la maternidad (a través de la labor abnegada de unas monjas) y, finalmente, del imprescindible perdón.

En la película, quizá seducida por los ambientes exóticos y un budismo fotogénico, se pierden esos vislumbres trascendentes que culminan la novela y que se requieren para la redención del personaje. Aunque abundan los ejemplos, El velo pintado puede ejercer de arquetipo de hermosa adaptación cinematográfica que deja escapar el espíritu del libro. A cambio, la película de Curran habrá llevado muchos lectores a la obra original.

Ruido de adolescencia y nueces de Shakespeare

Agustín de Hipona decía que «el que canta reza dos veces»; nosotros podríamos añadir que el que actúa en una obra teatral lee el doble. Esa filosofía sostiene la actividad del profesor Travis Curtright, de la Universidad de Ave María en Florida. Su praxis formativa consiste en representar con sus alumnos Mucho ruido y pocas nueces de William Shakespeare. Se hace en clase un trabajo previo de autoconocimiento, para que cada alumno escoja el personaje con el que se sienta más identificado.

Porque no tratan tanto de representar la comedia como de hacerla propia. Vivir los clásicos. Mucho ruido y pocas nueces es una comedia sobre el amor y la amistad que interpela especialmente a los jóvenes y adolescentes. No en vano, afronta los conflictos entre la soledad y la compañía, entre los amigos y la amada, entre celos y fe, entre fidelidad y traición, entre autenticidad y «postureo», etc. La actividad final implica una reflexión sobre lo que la obra ha significado para los alumnos. El resultado siempre va más allá del ejercicio teatral. Les deja un entendimiento más profundo (y gozoso) de la vida.

Vueltas alrededor de El señor de los anillos

El escritor italiano Andrea Monda habló de la obra de J. R. R. Tolkien. Era cita obligada porque muy pocos libros han apelado tanto a los jóvenes y con un canto tan vigoroso a la amistad, al amor y a la aventura. No resistió Monda la tentación de hacer una lectura alegórica de la obra de Tolkien, aunque éste prefería soslayar esos paralelismos. Es difícil resistirse, sin embargo, cuando el propio autor confesó en una carta que su trilogía es «fundamentalmente religiosa y católica». Monda señaló algunos símbolos que transparentan la fe del escritor inglés.

La Compañía del Anillo vence a Sauron porque son compañeros, aunque sean caóticos y heterogéneos como todo grupo de amigos

Pero Tolkien, como todos los escritores que se respetan, muestra, no demuestra. La inteligencia del lector tiene que hacer lo suyo, como precisaba Conrad: «El escritor hace la mitad del libro, la otra mitad la hace el lector». Y si hay algo que la obra de Tolkien muestra es el don de la amistad. La Compañía del Anillo vence a Sauron porque son compañeros, aunque sean caóticos y heterogéneos como todo grupo de amigos. Incluso acogen a un nuevo miembro en la Compañía, a Gollum, que es un villano. Supremo ejemplo del más radical y casi absurdo mandamiento: «Amad a vuestro enemigo», como subraya Monda. Al final, sólo gracias a ese gesto inexplicable, se salvarán Frodo y la Compañía.

Otra lección de El señor de los anillos es su supremo himno a humildad. Frodo se refleja en Gollum, reconociendo su propia fragilidad y ejercitando una misericordia que trasciende la propia conmiseración. La moral de El señor de los anillos, subrayó Andrea Monda, es la del Magníficat. En los hobbits, se conectan el humus (por la tierra debajo de la que viven) con la humildad y el humorismo. Los elfos, tal altos y elegantes, tan angélicos, llaman a los hobbits, medio hombres, y éstos, además, son de la Tierra Media, sí, pero son los principales protagonistas de El señor de los anillos.

Si es historia, lo es de amor.

Si Andrea Monda realizó, a la sombra de Tolkien, un canto a la amistad, Alessandro D’Avenia  con su conferencia final y para hacer un honor equitativo al título de la jornada lo haría al amor. Su charla se llamaba: «Todas las historias son historias de amor».

Un libro clásico enseña a combatir la muerte, subraya el autor de ‘Blanca como la nieve, roja como la sangre’

El aclamado autor de Blanca como la nieve, roja como la sangre (2010) comenzó con una valiosa y valerosa etimología: la de clásicos. «Clasico» era el soldado veterano de las tropas del imperio romano que, mostrando sus cicatrices y con vigorosa retórica, animaba a la lucha. Un libro clásico enseña a combatir contra la muerte. Leer es lo contrario del consumismo, porque no consuma nada, sino que multiplica. Consumirse, consumarse, consumir es lo contrario a la vida. El clásico empuja al hombre a luchar por el propio destino. Y eso es esencial para la educación de cada niño. «Con la credibilidad de las heridas» hay que animar a la lucha. También es la labor del profesor, paralelo y pasarela a los clásicos.

Desde el principio, el «Érase una vez…» promete algo que tiene que ver con el sentido de la vida. Contiene gramaticalmente un primer encuentro del hombre con el destino: el tiempo imperfecto del verbo «ser» nos sugiere que hay que perfeccionarse. Puede sentirse miedo a leer, como lo sintió san Agustín de abrir el Evangelio porque le iba a cambiar la vida.

«¿Cómo amar el propio destino?», siguió preguntándose D’Avenia. Aristóteles decía que la maravilla o el asombro es el inicio del conocimiento, que es, a su vez, la puerta del amor. Contar cosas maravillosas, por tanto, es mucho más que un entretenimiento. Los cuentos fantásticos esconden una intuición poderosa: la llamada a maravillarse, que abrirá la curiosidad y terminará en el enamoramiento del propio destino. Y del de los demás: la Divina Comedia es la obra con más personajes humanos de toda la literatura, aunque abunden los absurdos y malogrados. En tres versos, Dante, de puro amor reconcentrado, es capaz de contener una completa autobiografía. Es lo propio de los clásicos: aman y nos hacen amar la condición humana.

Y viceversa. Platón, gran inventor de etimologías, relaciona “Eros” con “Heros”, para significar que no existe llamada erótica que no sea heroica. Por eso, toda historia de amor empieza con un abandono de la vida fácil y, con frecuencia, implican un camino que recorrer: «El destino se transforma, a través de la narración, en un destino (al que llegar)», nos anuncia D’Avenia.

Del mismo modo que, en palabras de Ossip Mandelstam, «la belleza custodia la verdad», el amor salva la vida. Y eso lo explica precisamente el ejemplo de Nadezhda («Esperanza» en ruso) Mandelstam, la esposa de Ossip. Su amor fue capaz de salvar la obra (el destino) del marido. Ella aprendió de memoria las poesías prohibidas y destruidas por Stalin tras el internamiento de Ossip en un campo de concentración en el que moriría. «El amor es lo único que puede vencer el paso del tiempo», proclamó con contagioso entusiasmo Alessandro D’Avenia.

Decía John Senior que a los universitarios les faltaba un acercamiento previo a los cuentos de hadas

Para advertir a continuación que vivimos en un tiempo en que no nos maravillamos y, por tanto, no se se piensa y, en consecuencia, no se ama. No sabemos dedicar tiempo y atención. Los clásicos son una escuela de amistad, amor, heroísmo, pero primero de atención.

Cerrando el círculo: mesa redonda

La mesa redonda cumplió lo que su nombre promete, y redondeó la jornada, recogiendo temas que habían ido quedando en el aire y cerrando interrogantes. Alguien preguntó por el espinoso tema del mal; tan presente en los clásicos y que parece contradecir un tanto sus virtualidades pedagógicas. Lo importante es cómo lo enfrentan los clásicos: reconociendo su inquietante existencia y resistiéndolo. Se ofrecieron los ejemplos, desde ópticas distintas y complementarias, de Dostoievski y Camus.

Un profesor universitario español de entre el público confesó que encontraba dificultades en Europa para desarrollar los cursos sobre Grandes Libros que gozan de tanto predicamento en Norteamérica. Echaba en falta cierta ingenuidad que se da en EEUU, acompañada también de más coraje. En Europa, en cambio, hay una gran densidad ideológica, pareja de una inesperada apatía. ¿Cómo recuperar esa ingenuidad? ¿Se puede salvaguardar la potencialidad de los clásicos de resonar aún en el corazón?

Natalia Sanmartín recordó que John Senior decía, ya en los años 70, que había que empezar más atrás, sin esperar a la universidad, y que a sus alumnos les faltaba un acercamiento previo a los cuentos de hadas, a las leyendas, a los poemas. Las raíces se echan en la infancia. Contra la densidad ideológica, hay que admitir que llegamos a las obras con ideas preconcebidas, buscando demasiados reflejos de la época presente. «Hay que apartar todo lo que impide el acceso directo a la obra», propuso Sanmartín.

Era un motivo más por el que los clásicos han devenido indispensables para el mundo contemporáneo. Por no ser contemporáneos. ¿Paradójicamente? No, porque ya Juan Ramón Jiménez nos dijo que los clásicos lo son porque son eternos y, por tanto, actuales; aunque los echemos en falta en la actualidad.

Poeta, crítico literario y traductor.