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Al tener su origen el concepto de representación en el derecho privado, las primeras democracias se fundaron sobre la noción de mandato imperativo. Esto puede resultar hoy una paradoja que se explica por el hecho de que los Parlamentos modernos, a diferencia de sus homólogos medievales, no deben únicamente representar al pueblo, sino también gobernarlo. Un representante no habla solo en nombre de sus electores, sino también en nombre del Estado; de ahí la tantas veces mencionada «crisis de la representación «, cuya salida debe ser buscada en la calidad de los representantes y no tanto en las estructuras de la representación.

El significado radical de «representación» es estar presente por otra persona en la prosecución de sus intereses. Las dos características definitorias de la noción son, pues: a) una sustitución en la que alguien habla y actúa por otro; y b) sujeto a la condición de que el representante efectivamente actúe en pos del interés de aquéllos a quienes representa. Está claro que lo anterior se aplica al significado legal y/o político de representación. Existe, además, un significado sociológico (o existencial) del término, que no cabe preterir como si significara algo distinto. Cuando se dice que alguien o algo «es representativo de», lo vehiculado es una idea de semejanza, similaridad o parecido, de compartir unas características. Sobre este significado se basan tanto la pretensión de que un Parlamento «refleje» al país como, a la inversa, la queja de que éste carezca de «representatividad». La representatividad también es el criterio de referencia que permite estimar si se da sobre-representación o sub-representación. Votar por «alguien como yo» (un obrero que represente a los obreros, un negro a los negros, etcétera) constituye también el fundamento del voto de clase, del étnico, del religioso y, en general, del voto en bloque. En consecuencia, si bien la representación y la representatividad remiten a asuntos diferentes y son conceptos diferentes, la comprensión de la política representativa requiere atender a ambos.

Representación legal y representación política

Otra distinción importante es la que existe entre la representación legal (derecho privado) y la política (derecho público). La representación se concibió y desarrolló en el contexto del derecho privado como una relación de «uno a uno» (o de «unos pocos a uno») entre un cliente (o varios sujetos concretos) y un agente, nombrado y dirigido éste en gran medida por el cliente (como principal o dominus de la relación).

Dado que las consecuencias de la acción del representante recaen sobre el principal, que aquél se atenga a las instrucciones de éste parece un elemento crucial de la relación representativa. Si este elemento se destaca sobre cualquier otro, estamos entonces ante una teoría «mandataria» de la representación. En el derecho privado se asume comúnmente que los representantes son siempre, bien que en diferentes grados, delegados vinculados por las instrucciones (mandatos) recibidas de su dominus.

Pero no siempre es éste el caso, ni siquiera en el ámbito del derecho privado. Ahí están los abogados. ¿Hasta qué punto deben éstos obedecer a sus clientes? Ciertamente, si el cliente dice que no a lo que el abogado propone, no hay más que discutir. El caso es que a un abogado se le pide que busque el interés de su cliente en función de su propio juicio y competencia. Describir a un abogado como mandatario sería en extremo inexacto. De hecho, el cliente espera de su abogado que actúe «responsablemente», esto es, que contribuya al resultado con su «responsabilidad independiente». Por tanto, aunque la teoría de la representación en el derecho privado en gran medida descansa sobre la existencia de instrucciones vinculantes, no cabe identificarla ni reducirla sin más a una teoría de representación bajo mandato. Lo que no significa que pueda quedar completamente desconectada de ella, puesto que el principal puede siempre y en cualquier momento despedir a su representante.

En el derecho público, por el contrario, desaparecen ambos elementos, las instrucciones que vinculan y la revocabilidad inmediata. Es un principio consolidado de la teoría de la representación política que los representantes no pueden quedar sometidos a «mandatos imperativos» ni ser destituidos hasta que expire el periodo de ejercicio para el que fueron elegidos. Otra diferencia importante, que lo es de hecho, es que la representación política inevitablemente consiste en una relación de muchos-a-uno, en la que los «muchos» ascienden, por lo general, a decenas de miles (e incluso cientos de miles). La misma noción de dominus queda en entredicho ante la fuerza y magnitud de los números.

Condiciones de la representación política

La cuestión es: ¿cabe auténtica representación bajo tales condiciones? La mayoría de los juristas responde que no, y que por eso la representación sólo puede existir en el dominio del derecho privado (1). A esto cabría replicar que, no obstante ser la representación política apenas pálida versión del original, subsisten aún suficientes analogías. Aunque en el ámbito de la política el representante no tenga unos principales concretos y fácilmente identificables, la «representación mediante elección» implica a) sensibilidad (los miembros del parlamento reaccionan ante las demandas de sus electorados y se someten a ellas), b) responsabilidad (también tienen que responder, aunque vagamente, de sus actuaciones), y c) destitutibilidad (si bien solo en momentos precisos, esto es, cuando sufren un castigo electoral).

No quisiera entrar en los detalles de este debat (2) las analogías son lo suficientemente robustas como para argumentar que la representación política no es una impostura, y que el concepto resulta significativo también en el contexto del derecho constitucional. El asunto crucial consiste, sin embargo, en determinar si la prohibición de mandatos o instrucciones imperativas es una condición sine qua non para la representación moderna y, por consiguiente, para un gobierno representativo.

El rechazo a la teoría de representación bajo mandato (que fue la medieval) queda bellamente expresado en el conocido Discurso al Electorado de Bristol, que Edmund Burke pronunció en 1774:

Expresar una opinión es un derecho de todo hombre; la de los electores es una opinión respetable y de peso, que un representante debe siempre alegrarse de escuchar, y que debería considerar siempre muy en serio. Pero las instrucciones autoritarias, la emisión de mandatos que el miembro del Parlamento haya de obedecer ciega e implícitamente, y por ellos votar y argumentar, por muy contrarios que sean a sus más claras convicciones intelectuales y a su conciencia… Eso son cosas completamente desconocidas a las leyes de esta tierra, que nacen de una equivocación fundamental sobre todo el orden y tenor de nuestra Constitución. El Parlamento no es un congreso de embajadores que representen intereses diferentes y hostiles que deban siempre mantener, como si se tratara de agentes y abogados, contra otros agentes y abogados, sino que el Parlamento es una asamblea deliberativa de una nación, con un único interés, el del todo, y en el que los intereses o prejuicios locales no deberían ser la guía, sino el bien general, que resulta de la razón general del todo. Tú eliges un miembro, es cierto; pero una vez que lo has elegido ya no es un miembro de Bristol, sino un miembro del Parlamento.

Es fácil, muy fácil, desestimar la visión de Burke por conservadora o reaccionaria. ¿Acaso no fue Burke el gran enemigo de la Revolución Francesa? Para desgracia de los maitres á non penser que resuelven sus asuntos en función de epítetos o etiquetas, en este caso cabe también tacharles de ignorantes, porque los revolucionarios franceses sostenían exactamente la misma opinión, a saber, que los mandatos eran inadmisibles. En la Constitución francesa de 1791 se lee: «Los representantes nominados en los departamentos (distritos) no serán representantes de un departamento particular, sino de la Nación entera, y no podrán recibir mandatos» (sección ra, art. 7). Hay dos sutilezas dignas de mención en este texto. La primera, que dice que los representantes son nominados en sus distritos precisamente para evitar decir que son nominados por sus electores; y, la segunda, que la entidad soberana es aquí la Nación, no el pueblo(3) que, si fuera el pueblo el declarado soberano existirían entonces dos voluntades, la del pueblo y la de sus representantes; pero si es la Nación la soberana (artículo 3 de la Declaración de Derechos de 1789), entonces hay, en concreto, una única voluntad: porque la voluntad de la Nación es una y la misma que la de los delegados autorizados a hablar y actuar en su nombre (4).

Representación medieval y moderna

A decir verdad, los redactores de la Constitución francesa de 1789-1795 pueden ser acusados de anti-democráticos (5) . Pero los problemas no se resuelven simplemente destapando siniestros intereses que se sirven a sí mismos. Por eso comparto la ponderada opinión de Burdeau de que «los escritores revolucionarios entendieron la representación no solo como el acto que crea la legitimidad de los gobernantes, sino también como el instrumento que permite unificar la voluntad nacional… Educados en el culto a la razón, convencidos de las virtudes de la Ilustración, solo podían reconocer como voluntad soberana la voluntad mediada, reflexiva y unificada; la misma voluntad de la que la asamblea de representantes era instrumento (l’organe)»(6).

Sea como fuere, los gobiernos representativos modernos, en consonancia con las sendas trazadas por el inglés y el francés, se construyeron sobre la premisa de que los representantes no eran, ni debían ser, delegados vinculados a instrucciones imperativas. De hecho, la expresión «voluntad nacional» y la frase que dice «cada miembro del Parlamento representa a la Nación y ejerce sus funciones sin estar sujeto a mandatos» son fórmulas bastante comunes que aparecen en prácticamente todas las Constituciones europeas de los siglos XIX y XX (7). ¿Por qué? La respuesta inmediata es que el Estado representativo no puede ser construido, y desde luego no puede funcionar, sobre la base de la teoría medieval de la representación, esto es, mientras se siga concibiendo la representación en los términos «mandatarios» del derecho privado.

Los parlamentos medievales (el término «parlamento» es inapropiado para Francia, ya que el Parlement de París ejercía una especie de supervisión judicial y nunca fue precursor de nuestros parlamentos) no tenían parte en el Estado (otro término que empleo ahora en sentido lato). Eran cámaras externas sin voz ni voto en el ejercicio del poder. Tampoco eran los parlamentos medievales cámaras electas: su naturaleza representativa procedía de la estructura corporativa de la sociedad medieval. ¿Qué les confirió, entonces, el poder que gradual. mente acabaron adquiriendo? Como ahora se dice, «¡la economía, estúpido!». Los reyes necesitaban dinero para sus ejércitos (y para permanecer en el poder), y por eso reunían de modo ocasional a los «Estados» para recabar su ayuda en la extracción de recursos. Y los parlamentos pre-modernos gradualmente descubrieron que podían negociar el traspaso de tales recursos a cambio de concesiones. El punto de inflexión en este desarrollo lento y discontinuo se sitúa en Inglaterra, en la afirmación del principio «El Rey en el Parlamento», en torno al cambio de siglo, entre el XVII y el XVIII. El poder ejecutivo, sobre este principio, aún seguía siendo prerrogativa real, pero los impuestos debían ser aprobados en el parlamento y las leyes sólo podían ser promulgadas con consentimiento de Lores y Comunes. La fórmula reza que una ley es promulgada «con el asesoramiento y consentimiento del Rey, los Lores y los Comunes en el presente Parlamento reunido en asamblea, y por la autoridad del mismo».(8)

El Estado deja de ser el Rey en solitario para pasar a ser el Rey en el Parlamento, lo que implica que el parlamento entra a formar parte del Estado. En la misma medida en que cruzan el puente entre la sociedad y el Estado, entre transmitir demandas (desde fuera) y procesar demandas (desde dentro), los parlamentos asumen una nueva función. Aún hablan en nombre del pueblo, pero también han de hablar en nombre del Estado; representan al pueblo, pero también deben gobernar sobre el pueblo. El meollo del asunto consiste en que los representantes no pueden asumir su función de adopción de decisiones a menos que dejen de ser delegados. A la inversa, cuanto más se sometan a las demandas de sus electores, más queda su ejercicio de gobierno empañado por la prevalencia de los intereses localistas de sus electorados sobre los intereses generales. La respuesta a la pregunta de si la prohibición de los mandatos es una condición necesaria y de hecho constitutiva de la democracia representativa es, pues, definitivamente positiva.

¿Crisis de la representación?

Volvamos a la cuestión: ¿en qué falla la representación actual? ¿Cuáles son sus insuficiencias y fallos y, por tanto, los posibles remedios? La advertencia pertinente, como sentenció Bruno Leoni, es que «mientras más numeroso sea el pueblo que uno intente representar mediante el proceso legislativo, y más numerosos los asuntos en los que intente representarlo, menor será el significado del término «representación» que quepa referir a la voluntad del pueblo concreto…»(9).

Sí, pero ¿qué cabe hacer al respecto? La sugerencia de Leoni es que «debería haber una drástica reducción en el número de los «representados» o en el número de asuntos en los que se supone son representados, o en ambos a la vez» (Ibidem). Nada que objetar. Pero no veo cómo lograr esa primera reducción drástica. La segunda requiere retornar a un «Estado pequeño», y aunque probablemente ayudara una disminución en la carga de la representación, la desregulación pronto sería seguida -sospecho- por la necesidad de nuevas regulaciones, por lo que tampoco cabe esperar en ese punto mayor progreso.

En lugar de abordar el problema desde el extremo de los representados (la voluntad concreta del pueblo concreto), ¿por qué no hacerlo desde el de los representantes? Hemos visto cómo, incluso en el derecho privado, el interés del cliente se sirve mejor mediante un buen abogado, es decir, mediante la competencia, habilidad e independiente responsabilidad de quien le representa. Ocurre lo mismo, por la misma razón, y con más motivo incluso,»en el caso de la representación política. La cuestión, por tanto, es sobre la cualidad del representante.

Burke retrató estupendamente al mal dirigente popular. Permítaseme citarle una vez más, esta vez en un pasaje menos conocido:

Cuando los dirigentes eligen convertirse en postores en la subasta de la popularidad, sus talentos dejan de servir a la construcción del Estado. Se transmutan de legisladores en aduladores, de guías del pueblo en instrumentos suyos. Si alguno de ellos casualmente propusiera un sistema en el que la libertad quedara prudentemente limitada, y la definiera con las oportunas precisiones, se vería inmediatamente superado por sus competidores, que sacarían a la palestra algo más espléndidamente popular. Surgirían sospechas sobre su fidelidad a la causa. Se estigmatizaría la moderación como virtud de cobardes y el compromiso como prudencia de traidores. Hasta que, con la esperanza de recuperar un crédito que le permita entrometerse y moderar en algunas ocasiones, el dirigente popular se verá obligado a la activa propagación de doctrinas y al establecimiento de poderes, que más adelante echarán por tierra cualquier propósito moderado que en último término pudiera abrigar (10).

La cualidad del representante elegido fue también la principiai preocupación de John Stuart Mili. Mili argumentó que la competición electoral reprimiría las cualidades directivas. Tampoco es que esperara mucho de ellas. En realidad, Mili confiaba poco en el juicio del electorado o de sus elegidos. Pero ya que por un extraño giro de daltonismo Mili ha sido convertido en destacado anti-elitista (por Dunkan y Lukes, Carol Pateman y gran parte de la Nueva Izquierda), déjeseme explotar sus credenciales.

Mili sostuvo que «no es útil, sino peijudicial, que la Constitución… declare que la ignorancia tiene derecho al mismo poder político que el conocimiento». Su preocupación central fue «el peligro de un bajo grado de inteligencia en el cuerpo representativo y en la opinión popular que lo controla».(11) En el gobierno, Mili abogó por un voto plural para los más cualificados y educados y trazó una «radical distinción» entre «controlar el ejercicio del gobierno» y «efectivamente ejercerlo». En su opinión, los beneficios parejos del control popular y la eficiencia solo podían lograrse mediante el reconocimiento de que cada cual descansaba sobre una base diferente:

No hay modo de combinar estos beneficios, a no ser separando las funciones que garantizan uno de las que garantizan el otro. Disociando la instancia de control y crítica de la efectiva dirección de los asuntos de gobierno. Haciendo corresponder la primera a los representantes de los muchos y reservando la segunda, bajo estricta responsabilidad ante la nación, al conocimiento adquirido y experta inteligencia de unos pocos con especial formación y experiencia (12).

¿Estamos descontentos con el modo en que actualmente funcionan las instituciones representativas? Mili seguramente tenía una receta para lo que llamamos la crisis de la representación. En la Constitución que pergeñaba, el parlamento nombraría los miembros del ejecutivo, proporcionaría el foro para la articulación de las demandas y su discusión y estamparía el sello de aprobación final. Lo que no debería hacer, empero, es involucrarse en el diseño y administración concreta de . Para asegurarse de que se garantizaba la pericia la legislación. Mili llegó a recomendar, incluso, que el parlamento tuviera únicamente derecho de veto sobre la legislación. Sin embargo, nunca he oído que la literatura al uso le cite sobre este particular. ¿Por qué? Permítaseme, antes de abordar esta cuestión, exponer mis propias reflexiones sobre la parte electoral (que no la constitucional) de las recomendaciones de Mili. Si bien no creía que unos «buenos representantes» pudieran resolver por sí solos los problemas del gobierno representativo, Mili indagó en busca de elecciones que realmente tuvieran «valor selectivo» (en el sentido cualitativo de la expresión). Algo a lo que hemos renunciado del todo, ya que hoy discutimos los sistemas electorales únicamente en términos de «representación exacta», de si los votos se traducen de modo justo y equitativo en asientos. La noción de representación que subyace a esta discusión es, como sabemos, la de «representatividad», noción que no guarda relación alguna con cómo convertir en «selectivo» -con el objeto de que promueva una buena representación- el proceso de crear un gobierno representativo. Se trata de una omisión alarmante.

Durante la Edad Media, y aun después, el supuesto fue siempre que la major pars, los muchos, elegirían (y así seleccionarían) una melior pars, a la parte mejor, o (como dijo Marsilio de Padua) una valen tior pars, a los más válidos y capaces. El Antiguo Régimen se hundió porque dejó de admitirse un orden social basado en privilegios heredados. Nuestro mundo liberal-democrático nació de la reivindicación del principio según el cual el gobierno por derechos de herencia o fuerza había de ser remplazado por el del mérito. En el nacimiento mismo de nuestras democracias, pues, también se concibieron las elecciones como instrumentos cuantitativos diseñados para realizar selecciones cualitativas. Con el paso del tiempo, sin embargo, el gobierno de la mayoría se ha convertido en un «gobierno de la cantidad», bajo la máxima de conseguir tantos votos como se pueda y del modo que sea. Si en su momento las elecciones tuvieron por objeto seleccionar, hoy se han convertido en un modo de «mal-seleccionar», sustituyendo la «dirección valiosa» por un liderazgo indigno. Cabe argüir, cierto, que se trata de un desarrollo inevitable. Pero, incluso en ese caso, se supone que las cuestiones de valor no se deben someter a supuestas inevitabilidades, y que de hecho surgen para contrarrestar la fuerza misma de los hechos. Sin embargo, quizá fuera Ernest Barker el último gran autor en insistir, en 1942, en que «no podemos abandonar la idea de valor; no podemos entronizar a la mayoría simplemente por ser… superior en cantidad. Hemos de encontrar algún modo de ligar valor y cantidad»(13).

Conclusión: un error y una tesis

A decir verdad, que las elecciones «seleccionen» es una demanda normativa. Pero también la representación es, en último término, un constructo con base normativa. En expresión de Friedrich, que una persona sustituya a otra en su interés es -debe ser- un «pseudo-concepto». Mi tesis es que concebir la representación como una transmisión de poder basada en la elección convierte al «pseudo-concepto» normativo en elemento crucial. Permítaseme abundar en este punto citándome a mí mismo:

Lo sorprendente es que hayamos creado una democracia representativa (realizando un cuasi-milagro que hasta Rousseau declaró imposible) sin el sustento del valor… La cuestión no es solo si la democracia representativa funcionará a largo plazo… sin la presión que ejerce el valor… sino, yendo más allá, cómo puede seguir funcionando ante una presión del valor que cada vez devalúa más la dimensión vertical (de la política). Esta devaluación se manifiesta con patencia en el estado actual de nuestro vocabulario. El conjunto de palabras con que nos referimos habitualmente a la dimensión vertical es «elección», «elite» y «selección». Palabras, todas ellas, concebidas como cribas valorativas. Elección ha connotado durante quince siglos discriminación cualitativa… Elite procede de la misma raíz, y fue acuñada -cuando «aristocracia» perdió su significado original para simplemente denotar un estado- precisamente para connotar «los mejores», los aristoi… Selección se originó, en cambio, a partir de seligere, para gradualmente unirse a eligere… en transmitir un significado idéntico: elegir en función de la excelencia o adecuación. Todas estas connotaciones, en el lenguaje actual de la política, o bien se han perdido o bien han sido atacadas. La elección se reduce a un único significado: el mero acto de votar. Selección significa poco más que una preferencia, cuando no se degrada como «discriminación»… Finalmente, elite se transforma primero en expresión neutra para después pasar, con los anti-elitistas, a calificativo de mofa (14).

¿En qué situación nos dejan estas premisas? Déjenme que continúe:

Vivimos en un atasco, con una democracia en la encrucijada que se caracteriza por una escasa capacidad de gobierno, esto es, por una débil resistencia a las demandas que recibe y una habilidad pequeña para adoptar decisiones y mantenerse en ellas. A menudo, la pauta seguida… ha sido la indecisión, la miopía, la ineficiencia y el despilfarro. No es que todo sea para disgustarse. En realidad, todo esto no hace sino demostrar fehacientemente que… la democracia representativa en absoluto es una farsa, una forma de gobierno que prive al pueblo de su poder. Confirma hasta qué extremos el vínculo representativo ha maximizado la sensibilidad. Sin embargo, ésta no constituye sino uno de los elementos del gobierno representativo. Un gobierno que simplemente cede ante toda demanda… resulta altamente irresponsable, incapaz de estar a la altura de sus responsabilidades. Un representante no es solo alguien responsable ante, sino también responsable de…(15)

La cuestión aquí es, por tanto, que unos malos representantes también conducen a una mala representación. Lo que equivale a decir que el problema quizá no resida tanto la representación como estructura cuanto en los propios representantes.

Sea como fuere, la tesis general e intención básica de este escrito es mostrar que nosotros, la «clase intelectual», nos hemos comportado como elefantes en una cacharrería. La representación es un «pseudoconcepto» que debe sostenerse normativamente, de modo que compense, en delicado equilibrio, la sensibilidad con la responsabilidad, rendir cuentas con un comportamiento responsable, y un gobierno del pueblo con un gobierno sobre el pueblo. Todo esto escapa en gran medida a las entendederas (qué digo, al conocimiento) de los autores que atacan la representación y reclaman su sustitución. Por supuesto que no pienso que la democracia representativa esté funcionando tan bien como debería o como podría funcionar. Pero, ¿cuáles son las alternativas? Ya he mencionado que John Stuart Mili esbozó una. Creía tanto en la democracia (la liberal) como en el gobierno competente, e indicó . que ninguno era posible sin el otro: cada cual era condición del otro y tenía, en consecuencia, que ser combinado con el otro.

Pero hoy sería «políticamente incorrecto» que un académico propusiera lo que Mili propuso. El modo fácil, y políticamente correcto, de tratar el asunto consiste, obviamente, en demandar «más democracia» en la representación y, en último término, en pedir su sustitución «directa». Pero de seguir tal proceder daríamos al traste con el gobierno representativo, y con el propio gobierno, más allá de toda reparación posible. Acabaríamos proclamando (como de hecho ya hacemos) que «toda política es local». Y esto no significa sino que de modo creciente tendríamos al servicio de los electores unos representantes («recaderos») para quienes el interés público carecería absolutamente de interés (y que serían, por eso, paladines de políticas de nulo «interés público»).

Mi conclusión es que no podemos reparar un mecanismo si no comprendemos cómo funciona. Y que la crisis de representación resulta en no poca medida de esperar de la representación lo que no puede darnos, y de pedir a nuestros representantes que actúen precisamente del modo en que no deberían actuar*.

(Traducción de Federico Basáñez)

*Este trabajo fue presentado, bajo el título Failure of representation or failure of understanding? en el Simposio La crisis de la representación, que tuvo lugar en el Forum International des Sciences Humaines, en París, del 26 al 29 de octubre de 1995.

(1)-Hans Kelsen es el adalid más eminente, después de Laband, de esta opinión. Véase su Allgemeine Staatslehre, 1925 (en su traducción italiana, Teoría Generale del Diritto e dello Stato, Comunitá, Milán, 1952, cfr. esp. págs. 29596). Carl Schmitt, quien compitió con Kelsen, contradiciéndole siempre, sostuvo la opinión contraria de que la representación era únicamente, en su uso estricto, un concepto del derecho público. Véase su Verfassungslehre, Dunker & Humblot, Berlín, 1928 (en su traducción italiana, Giuffré, Milán, 1984, cfr. págs. 275-76). Los juristas, sin embargo, nunca adoptaron la posición de Schmitt, con la excepción parcial de G. Liebholz (Die Repräsentation in der Democratie, W. de Gruyter, Berlin, 1973), quien empleó «Repräsentation» para el concepto político y «Vertretung» para el uso del derecho privado.

(2)- Continúo esta discusión en «Rappresentanza», en Elementi de Teoría Política, II Mulino, Bolonia, 1995, 3a. ed., esp. págs. 310-27.

(3)- El principio de soberanía de la nación aparece algo confuso en la Constitución jacobina de 1793 (donde se lee, en el artículo 29, que «cada delegado pertenece a la nación toda», pero que también dice, en el artículo 7, que «el pueblo soberano es el universo de los ciudadanos franceses»), pero queda reafirmado en la Constitución de 1795, cuyo artículo 52 sigue de cerca el texto de 1791: «Los miembros del cuerpo legislativo no son representantes de los departamentos que los nominaron, sino de la Nación toda, y no pueden recibir mandatos».

(4)- El análisis clásico, y magistral, de este punto es el de R. Carré de Malberg, Contribution á la Theorie Générale de l’Etat, Sirey, París, 1922 (1962), vol. II, págs. 166-97 y 232-81. En dos palabras, «el representante quiere por la nación… Éste es el elemento esencial de la definición de un régimen representativo» (págs. 263 y 267).

(5)- Véase, entre otros, M. Bigne de Villeneuve, Traite Générale de l’Etat, Sirey, París, 1929-31, vol. ii, págs. 32 y 46-47.

(6)- George Burdeau, Traité de Science Politique, Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence, París, 1952, vol. iv, pág. 245.

(7)- De hecho, la cita es del artículo 67 de la Constitución Italiana de 1948, aún en vigor. Las constituciones francesas de 1946 y 1958 liaron el asunto al afirmar que la «soberanía nacional pertenece al pueblo». No obstante esta premisa, no se hace la menor concesión a la admisión de instrucciones imperativas. La única constitución escrita que no prohibe expresamente los mandatos es la de los Estados Unidos de América; pero por una razón que puedo explicar, a saber, que los Estados Unidos no tenían una tradición medieval que hubiera de ser interrumpida.

(8)- En C.m. Mcllwain, Constitutionalism and the Changing World, Cambridge University Press, 1939, pág. 227.

(9)- Freedom and the Law, Van Nostrand, Nueva York, 1961, págs. 18-19 [La libertad y la ley, Unión Editorial, Madrid, 1995,2a. ed. ampliada].

(10)- Reflections on the French Revolution (1790), in, pág. 560.

(11)- Considerations on Representative Government (1861), caps. 8 y 7.

(12)- Op. cit., cap. 5.

(13)- Reflections on Government, Oxford University Press, Oxford, 1942, pág. 66.

(14)- G. Sartori, The Theory of Democracy Revisited, Chatham House, Chatham N. J., 1987, págs. 165-66.

(15)- Op. cit., pág. 170.

Profesor de la Universidad de Columbia (EE.UU.)