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En las semanas que precedieron a la toma de posesión de Barack Obama, todos querían conocer al mínimo detalle los gustos y aficiones del presidente electo. La obamanía, que sigue dominando mayoritariamente en medios de comunicación americanos y extranjeros, buscaba saber como si de valiosos tesoros se tratara, cuáles eran las películas, los actores o los libros favoritos del nuevo presidente. En concreto, se mencionaron algunas películas, y en primer lugar Lawrence de Arabia.

Dada la opacidad que rodea al mundo de la política, la dificultad de percibir al político como hombre en una época en la que una vida puede configurarse por medio de una estrategia de marketing, cualquier dato puede ser un indicio para el analista, que con frecuencia suele percibir la escena política como una especie de linterna mágica, en la que es difícil distinguir lo real de lo virtual. Cabe preguntarse qué ve Obama en este filme épico, apología de un héroe tan tenaz como solitario. En cualquier caso, el coronel Lawrence era un ambicioso, alguien que se complacía en identificarse como un hombre peligroso porque soñaba con los ojos abiertos y de este modo podía convertir sus sueños en realidad, según escribiera en Los siete pilares de la sabiduría, libro de enigmático título, propio de alguien que había bebido en fuentes bíblicas, pero que prefería creer que su redención era obra exclusiva de sí mismo.

Con todo, se puede encontrar un episodio en la autobiografía de Obama, La audacia de la esperanza, que se diría inspirado por haber visto la conocida película sobre Lawrence. El autor relata un suceso que seguramente habrá sucedido en muchos colegios y entre muchos adolescentes: unos compañeros ponen a prueba el valor de otro, obligándole a que un fósforo encendido se apague entre las puntas de sus dedos. Lo vemos al comienzo de la película, pues Lawrence lo hace ante el asombro de sus compañeros de armas. Uno de ellos le pregunta ingenuamente en qué consiste el truco, y obtiene la sorprendente respuesta de que hay que comportarse como si no doliera.

Estamos ante un hombre que quiere ser dueño absoluto de su destino y que está preparándose para la llegada de los padecimientos físicos o morales. Parece que quiere alzarse por encima de la condición humana, y lo entenderemos mejor si sabemos que Así hablaba Zaratustra de Nietzsche figuraba entre los libros favoritos de Lawrence, aunque también estuvieran entre ellos Los hermanos Karamazov de Dostoievski, si bien el militar británico no sacara de aquí destellos de esperanza, y Moby Dick de Herman Melville. Por cierto, la novela de la gran ballena blanca está también entre los libros favoritos de Barack Obama. No nos gustaría creer, sin embargo, que el presidente pueda admirar al obstinado y trágico capitán Achab, un ejemplo más de esos transgresores que consideran la realidad como su principal enemigo.

¿ES SIEMPRE RECOMENDABLE LA AUDACIA?

De Thomas Edward Lawrence podemos valorar sus apreciaciones sobre la guerra de guerrillas, y en particular su artículo de 1920 en The Sunday Times sobre la revuelta árabe en Mesopotamia contra los británicos, pues sus escritos merecieron el interés del Pentágono en las fases más violentas de los atentados contra la ocupación de Irak. Pero hay que mostrarse más cautelosos sobre otros aspectos de la actuación de Lawrence. La audacia, por sí misma, no es el único método para conseguir unos fines. La esperanza de la audacia también tiene sus riesgos. Pero Obama, y una gran mayoría de espectadores con él, admirarán en el filme como la «locura» de Lawrence de cruzar un inmenso desierto para atacar por tierra el puerto de Áqaba, en el que unos inmóviles cañones turcos apuntan al mar. Es una victoria espectacular, aunque no decisiva para la marcha de la guerra porque se realiza en un frente marginal. Se pueden valorar positivamente los hechos audaces, pero no deberían ser determinantes de las conductas, y mucho menos en nuestra época, en la que algunos no distinguen los límites entre la autoafirmación y la imprudencia. Un audaz como el coronel Lawrence es un buen estratega del momento presente, pero no suele serlo para el después. No es el hombre para todas las estaciones sino el hombre para todos los medios de comunicación. Recordemos que leyenda del coronel británico fue alimentada por la literatura y el cine, pese a que la rebelión árabe jugara un papel muy secundario en el Oriente Medio de la Primera Guerra Mundial. Con todo, es evidente que Obama coincide con Lawrence en la consagración mediática, muy próxima al modelado de otro icono de la cultura pop. La historia de su vida, que nos ha contado en La audacia de la esperanza, ofrece un atractivo argumento para Hollywood, y hace algún tiempo se dijo que el propio presidente habría pensado en Will Smith para encarnarle ante las cámaras.

Por lo demás, hay otros aspectos de la trayectoria de Lawrence que no son recomendables para servir de modelo al presidente Obama. El héroe del desierto se empeña en cabalgar contra el viento, oscilando entre dos fidelidades incompatibles: la del Imperio británico y la de los árabes que quieren establecer una nación independiente. Su alianza contra los turcos es meramente coyuntural, pero cuando aquéllos sean derrotados, aflorarán con toda su fuerza los intereses de Londres en la región, en paralelo al establecimiento de un «hogar nacional» para los judíos en Palestina. ¿Cómo combinar el principio de libre determinación de los pueblos, proclamado en los catorce puntos de Wilson, con la extensión de las zonas de influencia británicas? Pese a todo, Lawrence consiguió que el emir Feisal, futuro rey de Irak y desalojado por los franceses de sus pretensiones al trono de Siria, fuera invitado a la Conferencia de Paz de París. Pero era un tipo de invitación muy poco activa, de esas en las que hay aguardar en una habitación de hotel las decisiones que otros han tomado. No sorprende, por tanto, que Hussein, jerife de La Meca y padre de Feisal, rechazara toda relación con el coronel al considerarle un embaucador. No importa que sea deliberada o un efecto no deseado de las circunstancias: la ambigüedad siempre pasa factura.

CUANDO LA AMBIGÜEDAD SE UNE AL REALISMO

Hay quien dice que Obama desarrolló una campaña electoral de éxito porque supo cultivar la ambigüedad, brindando una forma de entender la política que debía superar todo partidismo, y de hecho funcionó porque también hubo conservadores que se decantaron públicamente por el candidato afroamericano. En cambio, ¿vuelve el Obama presidente a sus orígenes de senador militante en el ala izquierda del partido demócrata? Aunque algunos de sus discursos pudieran hacerlo creer, Obama no es la reencarnación del idealismo wilsoniano. Antes bien, un realismo, más propio de Nixon y Kissinger, se impone en su política exterior, en la que ofrece buscar intereses comunes con sus adversarios, sin predicar en ningún momento la buena nueva de la democracia universal. Nos recuerda el modelo histórico en las relaciones internacionales, propuesto por Joseph Nye: el de la Inglaterra victoriana, democracia parlamentaria, pero a la vez gran potencia, capaz de convivir con otras potencias, aunque sean autoritarias, en un sistema del equilibrio, ayer europeo y quizás mañana, planetario. Con todo, si buscáramos un paradigma en esa ambigüedad atribuida a Obama, la encontraríamos sobre todo en Lincoln. Acaso sea el presidente más admirado por el actual inquilino de la Casa Blanca, imitado hasta en su táctica de nombrar un equipo de rivales para formar parte del gobierno. En un caso, miembros de la Administración Clinton, en otro, los oponentes dentro del propio partido para optar a la candidatura republicana a la presidencia. Lincoln destacaba como cualidad en el político «una fría, calculadora y desapasionada razón», perfectamente compatible con la inteligencia, la moralidad y el respeto a la Constitución y a las leyes. Este planteamiento abre caminos de ambigüedad, entendida ésta como una valoración de las distintas perspectivas de un mismo asunto, que evite mostrar públicamente las contradicciones. En cualquier caso, tanto Lincoln como Obama aman el gran vehículo de la ambigüedad: la palabra.

La ambigüedad se pone hoy a prueba en el mismo escenario geográfico que fue testigo del éxito y fracaso de Lawrence. Los adversarios del senador Obama destacaron que entre sus viejas amistades estuviera el profesor palestino Rashid Jalidi, de la universidad de Chicago, pero el candidato viajó entonces a Israel, cosa que no hizo en su reciente gira por Arabia Saudí y Egipto, para recordar que EEUU es el principal aliado del Estado judío. Es evidente que el presidente buscaba una tribuna de amplias resonancias mediáticas, y la encontró en la universidad de El Cairo, con la diferencia de que ya no se dirigía a los árabes, como Lawrence, sino al mundo musulmán. El nacionalismo árabe, balbuciente en la época del coronel, tuvo su máximo esplendor con el egipcio Nasser, pero ha venido a menos con la difusión del panislamismo.

Sin embargo, el discurso de Obama parece tener más el destino de los discursos de Cicerón que los de Demóstenes. En el primer caso, los romanos alababan la fuerza y la belleza de su retórica, pero no se movilizaron para salvar a la agonizante república. En el segundo, los atenienses se mostraban dispuestos a resistir a Filipo de Macedonia aunque fracasaran en su intento. Hoy hacen falta los hechos, y no bastan las palabras de hombres carismáticos. Decía Lawrence que los árabes creen más en las personas que en las instituciones, pero ahí está precisamente el problema porque eso puede llevar a creer a algunos que la libertad y la democracia no son valores humanos de alcance universal. Obama hizo bien en recordar en su discurso de El Cairo que no son sólo valores americanos, y que la democracia no puede quedar reducida, tal y como sucede en algunos países, a periódicas consultas electorales. Habría que subrayar que la democracia se distingue por su manera de tratar a los seres humanos. En ese sentido, se puede utilizar el barómetro de la libertad religiosa o el de los derechos de las mujeres, en especial su libre acceso a la educación, aspectos ambos que Obama sí resaltó en su discurso.

A Barack Obama le puede acechar la tentación de dejar en un segundo plano los valores que forman parte del legado histórico de su país, sobre todo si la Real politik determina su política exterior. Esto perjudicaría también los intereses americanos, aunque el realismo se haya inventado precisamente para defenderlos. Sin embargo, también corre el riesgo de dejarse llevar por otro enemigo que influyó negativamente en la trayectoria de Lawrence. Según el historiador Karl E. Meyer, el coronel estuvo influido por ese demonio de la popularidad que vive en todos nosotros, una especie de frenesí por el afán de renombre. No sería un modelo adecuado para el presidente de la única superpotencia.

Analista de política internacional, escritor y profesor de política comparada.