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Una de las consecuencias más notables del «martes negro» (11 septiembre) sobre la política exterior española fue sin duda una re-evaluación de la importancia tanto política como estratégica de las llamadas vecindades del sur, Marruecos y Argelia principalmente.


Resulta significativo que el ministro Piqué viajara desde Washington a Rabat (tras haber acompañado a la «troika» comunitaria en una gira por Irán, Pakistán, Siria, Jordania y Egipto) y desde la capital marroquí a Argel, Túnez y Libia para explicar la posición española en la crisis y aclarar ciertos malentendidos sobre la participación militar de los países atlánticos en la operación anglo-norteamericana de Afganistán.


Días después, el presidente del Gobierno, José María Aznar, visitaba oficialmente Túnez para cambiar impresiones con el presidente Ben Alí sobre la situación en general y las relaciones euro-magrebíes en particular.


Túnez es uno de los países más estables y prósperos del Magreb aunque también uno de los regímenes más represivos de la zona: el islamismo ha sido ferozmente reprimido y algunas organizaciones humanitarias internacionales elevan a dos mil el número de presos de conciencia o por motivaciones político-religiosas.


Aunque los medios de comunicación españoles -y especialmente los que algunos califican con cierto humor amargo «el equipo mediático habitual»- apenas se ocuparon de resaltar el significado político de esta visita, no cabe duda de que se enmarca en lo que algunos califican como «afinidades selectivas» de la diplomacia europea: Túnez es un aliado seguro que ha hecho bien sus deberes poniendo a buen recaudo a los integristas religiosos mientras que, por ejemplo, Argelia ha sido incapaz de neutralizarlos y de acabar con la feroz guerra civil tripartita (kabiles o bereberes, integristas y fuerzas armadas, todos contra todos), mientras que en Marruecos se detectan periódicamente ciertos vientos de fronda que preocupan lógicamente a vecinos y aliados.


Aunque no es el momento ahora de dilucidar hasta qué punto las relaciones hispano-marroquíes oscilan tradicionalmente entre la exaltación y la desolación, entre la sonrisa y el desplante, conviene insistir en su obvia importancia que tanto para la seguridad de España como para su acción exterior tiene este país. Una parte de nuestro futuro está ligado al de Marruecos por ineludibles razones geográficas, humanas (la marroquí es la colonia extranjera más numerosa en España) y, cada vez más, económicas.


El futuro del «amable vecino del Sur» (según el celebrado eslogan turístico) interesa, y mucho, a los españoles que a veces recurren a la artesanal bola de cristal para evaluar ciertos fenómenos más o menos inesperados sobre cuyas consecuencias se pronuncian, no siempre con el tino y la cautela necesarias.


Cuando hace dos años falleció el rey Hasan II y se produjo sin sobresaltos la sucesión en la persona de su hijo mayor, Mohamed VI, muchos lanzaron las campanas al vuelo convencidos de que ciertos gestos iniciales -la destitución del poderoso ministro del Interior, Basri, la apertura controlada de los medios de comunicación, etc.- auguraban una transición semejante a la experimentada por España, cuyo «modelo» fue copiosamente evocado en el Reino. Bendita ilusión prontamente defraudada, porque las características fundamentales del régimen político marroquí (el rey reina y gobierna, el gobierno tiene un poder muy reducido, son los consejeros y ministros de Estado quienes de verdad deciden, el majzen o «establecimiento» es el verdadero núcleo de poder otorgado por el «palacio», la instancia suprema y más o menos oculta, etc.), no son solubles en la modernidad dictada u otorgada desde el trono.


La «primavera» libertaria duró un trimestre. Bastó que algunos medios de comunicación rozaran uno de los tabúes del régimen, el Sahara occidental y su futuro, albergando en sus páginas las opiniones de los independentistas del Frente Polisario, para que fuesen clausurados según se dijo entonces, por sugerencia o imposición (ahí las opiniones varían), de las fuerzas armadas cuyo papel político no ha hecho más que crecer desde el fallecimiento del rey Hasan, que por amargas experiencias (fue objeto de dos atentados, protagonizados ambos por oficiales), se ufanaba de tenerlas a buen recaudo.


El Sahara occidental sigue siendo todavía hoy el problema político más grave, interior y exterior, con que el joven rey Mohamed VI debe enfrentarse. Una herencia bien amarga y más difícil todavía porque en esta encrucijada infernal se cruzan los intereses hegemónicos de Argelia, la realidad apabullante de miles de refugiados amontonados en la desolación de Tinduf, la presión del bloque africano «progresista», el interés benévolo (aunque un tanto cargante) de Estados Unidos, la presión de Naciones Unidas y de la Organización de la Unidad Africana (OUA) se dirigen a potenciar algo que aparentemente parece un objetivo imposible: la celebración de un referéndum de autodeterminación entre las poblaciones de la ex colonia española, previa identificación de los votantes y desactivación de la actual Administración marroquí.


Si algo está claro desde hace muchos años es que Marruecos no tiene voluntad alguna de facilitar este referéndum, porque considera que el Sahara occidental forma parte de su incontestable soberanía y esto ni puede ni debe discutirse. Las idas y vueltas de misiones internacionales, mediadores bienintencionados, enviados de la ONU, las propuestas de terceras vías, autonomías controladas, conversaciones y encuentros reservados sobre este problema darían para escribir varios volúmenes.


Lo cierto es que ni Marruecos acepta una Sahara independiente ni los independentistas aceptan tampoco un Sahara marroquí. Y resulta casi imposible que alguna de las partes cambie de postura o admita soluciones de compromiso. Para el régimen marroquí el tiempo juega a su favor: los independentistas temen que el apoyo de Argelia (un país agobiado por problemas enormes y hasta ahora insolubles) se reduzca, la comunidad internacional está a punto de tirar la toalla. Y el problema se enquista sin solución o soluciones de compromiso. Algo está claro, sin embargo: la independencia del Sahara sería letal para el régimen marroquí y desarbolaría el difícil equilibrio actual, un escenario que debería preocupar a todos, dado que el reino sigue siendo un valladar contra los extremismos políticos y religiosos, estratégicamente situado entre el Mediterráneo y el Atlántico, frontera entre el Africa árabe y negra, encrucijada de civilizaciones y tendencias, aliado fiel y seguramente firme de Occidente y de Estados Unidos.


Hay quien cree sin embargo que el régimen marroquí alberga en sus entrañas ciertas amenazas difícilmente reductibles, que podrían dificultar su futuro. En primer lugar, una situación social delicada que parece haber alcanzado en los momentos actuales cotas inimaginables, hasta el punto de que algunos expertos han anunciado ya un estallido de características similares a las que en los años ochenta se conocieron como la revuelta del pan o de la sémola, ferozmente reprimidas por las Fuerzas Armadas y de seguridad.


Una sequía atroz (cuatro años) y una desigualdad creciente han servido de acicate al éxodo del campo a las ciudades convertidas en auténticos polvorines periféricos y rodeadas -es el caso de Casablanca, la gran urbe comercial- de un cinturón de miseria donde trabajan, por cierto, las organizaciones islamistas con provecho y oportunidad evidentes.


El letal tráfico de pateras a través del estrecho de Gibraltar o entre el Sahara y Canarias es el resultado de esta situación social explosiva, mezclada con dosis preocupantes de corrupción, mafias incrustadas en el aparato administrativo y policial, etc.


El creciente y próspero negocio del narcotráfico, sobre todo en la zona del Rif y la Yebala (Norte), constituye un elemento perturbador adicional, máxime cuando esta actividad enlaza con otras mafias de narcotraficantes instaladas al otro lado del estrecho (algo que, por cierto, han denunciado las autoridades marroquíes, e incluso el propio monarca ante la indignación farisaica de políticos y medios de comunicación españoles).


Se ha repetido hasta la saciedad que el Islam es en Marruecos ajeno a los extremismos de Argelia o Túnez y que el hecho de que el rey sea también «Jefe de los Creyentes», facilita la prudencia de los predicadores y la moderación de los fieles. Hasta ahora, efecto, Marruecos ha sido un ejemplo de religiosidad apacible y devoción tradicional, pero desde hace diez años -la guerra del Golfo constituyó para algunos el detonante- los grupos islamistas han ido avanzando tanto en el seno de la incipiente clase media y artesanal, como en los rangos de la universidad o de los barrios populares.


La nebulosa integrista marroquí se reparte entre cofradías y hermandades tradicionales, organizaciones de asistencia y caridad, sindicatos estudiantiles, incluso asociaciones femeninas. El trabajo de estas organizaciones en las zonas más deprimidas de la sociedad ha sido permanente en los últimos años. El régimen intentó en varias ocasiones involucrar a tales organizaciones y hermandades en la vida política e institucional con éxito relativo. Pero el núcleo duro de estas organizaciones rechaza tajantemente tales «aventuras» y contesta sin ambages la propia legitimidad del rey y del sistema.


La espectacular presentación pública de los islamistas marroquíes se produjo precisamente durante la guerra del Golfo, cuando el grupo «Justicia y Espiritualidad», del jeque Yassin (entonces en prisión domiciliaria), sacó a la calle a más de un millón de personas, disciplinadamente formadas en un ejemplo de poder y autocontrol que asombró y preocupó tanto a las autoridades como a los observadores extranjeros.


«Justicia y Espiritualidad» es, en estos momentos, la organización más poderosa del reino y también una de las más radicales. Su fundador e ideólogo aborrece la corrupción y laxismo de la Corte y del monarca, acusa a éste y a sus colaboradores de promover la desigualdad y la inmoralidad, a costa de un pueblo inerme y empobrecido, y reprocha al gobierno su conformismo y sumisión: todo ello en nombre de un Islam rigorista y estricto.


El jeque Yassin o su hija, Nadia (convertida en portavoz de la organización), han rehusado en múltiples ocasiones la posibilidad de que su organización entre en el juego político «corrupto» y presenten candidatos a las elecciones legislativas que se celebrarán el próximo año. Entre líneas aseguran que si estas elecciones fuesen limpias y controladas las ganarían con mayoría absoluta, como sucedió en Argelia en 1992 cuando el Frente Islámico de Salvación (FIS) barrió a los partidos tradicionales, cuyo arraigo era muy limitado.


Yassin y sus amigos rechazan los métodos violentos del FIS con quien, aseguran, no mantienen relación alguna ni comparten ideología; también condenan todo tipo de violencia terrorista en nombre del Islam, aunque dicen comprender que el recurso a ciertos métodos se produzca entre los desesperados -es el caso de los palestinos y su lucha contra Israel-, máxime cuando Occidente se encoge de hombros ante la opresión y la explotación de ciertos países árabes y musulmanes. La tesis del Gran Satán occidental no se halla tan lejos de estas formulaciones.


La estricta vigilancia a la que la policía y los servicios de inteligencia del régimen marroquí someten a la nebulosa integrista y especialmente al jeque Yassin y sus discípulos transparenta la voluntad de impedir que en Marruecos pueda repetirse el fenómeno argelino. Pero de ahí a garantizar que la actual situación y el actual régimen puedan prevenir el efecto dominó que pueda producirse en el futuro, va un largo trecho todavía por recorrer.