CINCUENTA, EXACTAMENTE. Y lo hace entre la nostalgia, la innovación y la incertidumbre. El pasado mes de marzo se ofició, en la casa del presidente Truman (Independence, Misuri), el ingreso oficial de las democracias nuevas llegadas del frío: Polonia, Chequia y Hungría. En abril se reunió en Washington la Cumbre del cincuentenario, con 19 miembros y una larga cola de aspirantes. Con la liturgia del cumpleaños, no hubo tiempo para plantear los verdaderos problemas de la Alianza —la organización militar más exitosa de la historia moderna porque ha impedido la guerra en Europa y en el Atlántico Norte durante tantos años—, problemas que irán saliendo a la superficie a medida que entremos en el nuevo siglo.
Primer problema: ¿para qué sirve, todavía, la OTAN? No es moco de pavo. La principal misión de la Alianza era la defensa del territorio de sus miembros o la disuasión frente al Este. Estos territorios ya no corren aparentemente peligro. En cuanto al Este, la desaparición del Pacto de Varsovia y de la URSS hace ociosa tal defensa. Las amenazas — o la amenaza, como antes se decía solemnemente— han cambiado. Pero hay otras: los nacionalismos agresivos y los integrismos sanguinarios, la violencia política y terrorista, el narcotráfico, la proliferación nacional y la «privada» (armas de destrucción masiva en manos de Estados agresivos, de mafias criminales, o de grupos de presión internacionales).
La «invención» de un nuevo concepto estratégico que tenga en cuenta las amenazas emergentes será el primer signo de esta transformación en profundidad, de esta búsqueda de nueva identidad en la que la Alianza está metida. Las operaciones de paz en Bosnia (hasta ahora exitosas, pero la pelota sigue en el tejado porque la región es explosiva y las tropas internacionales siguen sobre el terreno) y las que pueden producirse en Kosovo contra un Milosevic agresivo y faltón, modelan un nuevo horizonte de seguridad: la OTAN no será, desde luego, una policía mundial —como pretendió en un momento dado el presidente Clinton—, pero no permanecerá indiferente cuando la amenaza se produzca a sus puertas o en las fronteras de sus socios. Se acabó un concepto tan abstruso como inaplicado —«fuera de zona»— y se abre una reflexión sobre dos identidades: la europea de seguridad y defensa y la externa, es decir, qué hacer ante los desafíos a la seguridad común que se planteen en las zonas circundantes al antiguo territorio atlántico. O, dicho en otras palabras: cómo armonizar las amenazas en el continente europeo y sus alrededores con otras, más difusas a la seguridad mundial y que conciernen, también, a la Alianza.
La Identidad de Seguridad y Defensa es todavía un sueño. Lo que suele llamarse el vínculo transatlántico, es decir, la presencia militar norteamericana en Europa, su apabullante superioridad logística y militar, resulta por ahora imprescindible para una Europa cuya opción económica y comercial fue prioritaria sobre la política exterior y de seguridad. Europa necesita todavía al amigo americano, El pilar europeo de defensa exige voluntad política y medios económicos. Los europeos ¿tienen ambas cosas? A estas alturas cabe preguntárselo: ninguna de las operaciones en Bosnia hubiera sido posible sin la muleta americana. Lo mismo sucede en Kosovo. Y si las mediocres perspectivas de la Unión Europea en la actualidad se confirman y se extienden, este pilar (imposible fuera de la OTAN) deberá esperar etapas más prósperas y menos conturbadas.
Cuando cayó el Muro de Berlín y Gorbachev pronunció aquella famosa frase («Voy a darles una mala noticia: se han quedado ustedes sin enemigo »), muchos creían que la OTAN era cosa del pasado. No fue así, no podía ser así: la Alianza se fundó para defender unos valores (la libertad, los derechos humanos, el sistema democrático, el libre mercado) y unos derechos (la soberanía nacional, la integridad territorial, la libertad de tránsito, la seguridad de los países y de los ciudadanos), que siguen estando en el alero, aunque las amenazas ahora sean diferentes. El enorme esfuerzo de adaptación y transformación