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Es en 1774 cuando, a raíz del Tratado de Küçük Kainarca, el Imperio Otomano se tambalea herido de muerte. Las grandes potencias europeas contemplan codiciosas los territorios del norte de África, los Balcanes y el cercano Oriente, abriéndose una nueva frontera en el Mediterráneo. Es «la cuestión de Oriente», que terminará con la Primera Guerra Mundial, cuando se pierdan los últimos territorios y se configure el mapa de la actual república de Turquía.

Francia, pionera en las relaciones con la Sublime Puerta, ya había enviado embajadores desde la época de Francisco I. Le siguen Inglaterra, Austria, Prusia y Rusia, ésta última interesada en ocupar los estrechos y conseguir la ansiada salida al Mediterráneo.

La Revolución Francesa hizo que la atención internacional se desplazara, pudiendo la casa otomana recuperar parte de sus territorios en los Balcanes. Sin embargo, el imperio estaba ya herido de muerte.

A lo largo del siglo XIX se independizan los Estados balcánicos, Francia se apodera de Argelia y Túnez e Inglaterra de Egipto. El siglo XIX no es solo un siglo de derrotas militares; es, sobre todo, un tiempo de cambio en la sociedad otomana, que transformará un imperio anacrónico en una sociedad moderna. El siglo XIX  irrumpe en Estambul con la ocupación napoleónica de Egipto. El asesinato del sultán Selím III, derrocado por haber intentado realizar cambios en el ya ineficaz cuerpo de los jenízaros, conmociona a la opinión pública.

La ideología del Siglo de las Luces penetra con la línea aperturista de Mahmud II, que acaba con los jenízaros y transforma la forma de vida de la población. Aparecen los grandes proyectos urbanísticos en Estambul: los puentes en el Cuerno de Oro (1836) y la construcción de los palacios del Bósforo, y se cierra el viejo serrallo por considerarse anticuado. La navegación a vapor y la apertura del canal de Suez en 1869 acercan Estambul por mar al resto de Europa, creando las mensajerías marítimas francesas una línea desde Marsella.

Los barcos a vapor fueron capaces de cruzar la corriente del Bósforo, uniéndose las dos ciudades de Üsküdar y Estambul, donde los puentes del Cuerno de Oro hacían transitable la antigua Constantinopla con los barrios francos de Pera y Gálata.

La construcción de la línea de ferrocarril en 1874 y la llegada del Orient Express en 1888 marcarán una nueva etapa en los viajes a Oriente, haciéndolos mucho más asequibles.

Viajeros españoles a Oriente

El orientalismo, como fenómeno político y artístico, no se da –como tal- en una España preocupada por la independencia de sus colonias de ultramar y las turbulencias del reinado de Isabel II. Tan solo se podría hablar de un cierto africanismo. Marruecos y los beréberes constituyen prácticamente los únicos temas artísticos y el único territorio que interesa a España en Oriente.

Sin embargo, Estambul, durante la cuestión de Oriente, es el destino de una serie de viajeros y expediciones de carácter científico o diplomático, que se suceden desde fines del siglo XVIII hasta principios del XX. Los intereses españoles en el Imperio Otomano se deben más a un intento de no quedar al margen de la política internacional imperialista que a un verdadero deseo de ocupar nuevos territorios en Oriente.

La literatura de viajes española en Estambul se escapa un tanto de las corrientes artísticas de la época: no existe el tema de los viajeros románticos en Oriente. Cada viajero pretende dar una visión realista de sus experiencias, como si fuera una cámara de cine que va filmando un documental. Así, Vicente Blasco Ibáñez se sitúa en el puente de Gálata y describe la panorámica de la ciudad, las vistas y también los personajes que cruzan el puente, captando tan solo los tipos más pintorescos, los que se acomodan más a sus esquemas sobre el cosmopolitismo de Estambul.

La ciudad en el siglo XIX experimenta un aumento demográfico a causa de la llegada de los habitantes de las antiguas colonias de los Balcanes y del norte de África. Las multitudes compuestas de judíos, armenios, croatas, eslavos, árabes, persas, negros y turcos fascinan a los viajeros.

Otros escritores, como Juan de Dios de la Rada contraponen su visión personal con la de otros autores distantes en el tiempo; la visita de Santa Sofía tiene, por ejemplo, cuatro momentos: la fundación, la descripción de Procopio, la de Saltzeberg y la del autor.

Las fuentes en que se basan estos autores son fundamentalmente francesas: los libros de viajes de Lamartine y de Chateaubriand, Constantinople en 1852, de Gautier y Constantinopoli, de Edmundo D’Amicis que es también de inspiración francesa. Estos autores están literalmente citados: en el caso de la obra de Opisso aparecen tres fragmentos del libro de D’Amicis.

El equipaje y los mitos

La percepción del Oriente no es tan solo una percepción visual; en ella participan todos los sentidos. El olfato se recrea en los perfumes y en los olores de las especias de los bazares. El gusto, en la comida, en el tabaco fumado en los narguiles y en el café turco. El tacto, en la suavidad de las telas, en la rugosidad de las alfombras y en la frialdad de los mármoles. El oído escucha las diferentes lenguas de los pueblos del imperio, los cantos de los derviches y la voz de los almuédanos anunciando la plegaria.

El viajero que va a Oriente llega con muchas ideas preconcebidas. Busca el lujo de las joyas, los palacios, los objetos preciosos. Busca sobre todo el mito de la ciudad cargada de riquezas, la ciudad cristiana ganada por los infieles, la capital de varios imperios que dominaron el Mediterráneo.

El otro universo en que se mueve es el de la violencia, la sangre y la fuerza. Los viajeros se detienen en el castillo de las siete Torres, Yedikule, y con su guía en mano rememoran encierros, ejecuciones y ríos de sangre. La visita al viejo serrallo abandonado desde mediados de siglo produce recuerdos de sultanes sanguinarios que asesinaban a sus hermanos, de visires decapitados, de eunucos y de esclavas, raptadas de territorios cristianos.

Es el mito de los turcos de antes, que aparece en los viajeros de finales de siglo. Ya se ha producido un cambio en la mentalidad, y el viajero que se esperaba encontrar un pueblo nómada y batallador contempla una población pacífica, vestida a la europea y similar físicamente a la española.

Los viajeros españoles, a diferencia de los franceses, se sienten cercanos a Oriente por su pasado. Los judíos, que les hablan en un castellano medieval, les llevan a un tiempo mítico de convivencia de las tres culturas. Abundan las referencias a Andalucía, las comparaciones con la Alhambra y el cante «jondo». Los viajeros catalanes y levantinos a su paso por el Mediterráneo recuerdan la gloria de la corona de Aragón.

Es un viaje en la memoria, y, en este sentido, sí se podría hablar de la concepción romántica de la exaltación del yo y del escape a través del espacio y del tiempo hacia épocas gloriosas.

Y no solo es un viaje por el espacio, sino por el tiempo. A veces, como en el caso de la memoria científica de De la Rada, los edificios bizantinos que hace ya varios siglos no existen o están reducidos a ruinas son objeto de descripciones, como la columna de Teodosio. Se combinan tres tiempos: el tiempo del viaje, el tiempo otomano del siglo XVI o la conquista de Constantinopla, y por último, un tiempo bizantino que se podría situar en las épocas de Constantino y de Justiniano.

Las ruinas son una evocación del paso de esos tiempos, de lo efímeros que son los imperios y las glorias. Es una ciudad enigmática e inmortal, que pese a su aspecto musulmán y a los malos tiempos que corren sigue manteniendo su belleza y su esplendor.

Literatura española de viaje

José Moreno participa en 1784 en una expedición naval que tiene como motivo enviar unos regalos al Sultán tras las paces de 1782, y en su Viaje a Constantinopla describe la ciudad, la sociedad y la corte del Sultán haciendo hincapié en las posibilidades del comercio con Oriente y en los productos que se pueden exportar o importar. Moreno describe una ciudad y una Corte justo antes de que empiecen los grandes cambios. Todavía no se ha construido el puente de Gálata y el Sultán vive en el palacio de Topkapi.

El viajero más original es Domingo Badía y Leblich, quien en su Viajes por África y Asia narra sus aventuras como Alí Bey, príncipe abbasí. Domingo Badía es un valenciano amante de la mentalidad oriental que funciona como espía a cargo de Carlos IV. Los viajes de este individuo son muy originales, describiendo lugares más allá de los tópicos; por su condición de musulmán tiene acceso a las mezquitas prohibidas.

Alí Bey llega a Constantinopla en 1807, al poco tiempo de la destitución y ejecución del sultán Selím III. En la corte hay una gran inestabilidad, las reformas han sido suspendidas y se espera con expectación la política del nuevo sultán.

Adolfo de Mentaberry publica De Madrid a Constantinopla, en el que trata su estancia como diplomático en la embajada española durante 1867. La visión de Mentaberry es totalmente distinta a la de los dos viajeros anteriores. El sultán Abdul-Aziz acaba de volver de París, ya vive en el palacio del Dolmabahçe y la alta sociedad de Estambul ha adoptado las costumbres y la moda europea. En calidad de diplomático asiste a las recepciones oficiales describiendo el ambiente de las fiestas de la corte y la belleza de las mujeres. Es una visión parcial de la sociedad pero que da una idea del progreso en la mentalidad de la época.

La expedición de la fragata de guerra Arapiles en 1871 produce dos libros: la memoria oficial del viaje por Juan de Dios de la Rada y el diario de viajes de Vicente Moreno de la Tejada.

Diario de un viaje a Oriente, del segundo, da una visión personal del viaje; sin el interés divulgativo de la memoria de su compañero, pretende ser un simple libro de viajes. Estambul está tratado muy de pasada, el viajero no entra en ninguna mezquita, las vistas son muy generales, sin resaltar ningún edificio en concreto, y la vida de la corte se limita a unos cuantos tópicos sobre el harén y el despotismo.

A la fragata Arapiles le fue denegado el permiso de entrada en Estambul quedándose la mayoría de la expedición en Çanakkale. Es muy posible que Moreno se quedara allí y que, basándose en sus libros de viajes franceses, reconstruyera esa parte del viaje.

Viaje a Oriente de la Fragata de guerra Arapiles de Juan de Dios de la Rada, es la versión oficial del viaje. El autor se había documentado sobre el arte, la sociedad, la corte, las reformas y el ejército. La visión es exhaustiva. A lo largo de las quinientas páginas que dedica a Estambul describe la historia, el arte y la sociedad. Al ser una obra científica a veces da más importancia a las fuentes que a su percepción personal, creándose una visión múltiple de los edificios a través de la historia.

Alfredo Opisso cierra el siglo con su obra Turquía y los Estados Danubianos, publicada en 1896, sobre el viaje de Federico Morales y Peñalba en 1893. La obra, consagrada a un viaje por los antiguos territorios de Imperio Otomano, dedica la mitad de sus páginas a Constantinopla. La ciudad descrita tiene numerosos errores sobre la ubicación de los edificios, el nombre de los sitios y las vistas. Existe la posibilidad de que sea un viaje inventado. Alfredo Opisso, uno de los traductores de Emilio Salgari al castellano, bien pudo hacer como el italiano, que nunca salió de su patria.

La visión médica de Estambul viene a cargo del Dr. Ángel Pulido Martín y sus Cartas Médicas. Procedente de Hungría, el Dr. Pulido viaja a la capital otomana y, tras visitar los monumentos y estar presente en el selamlik, investiga sobre la sanidad: los hospitales, la enseñanza de la medicina y la situación de los judíos españoles son los focos de atención de este médico viajero.

La última obra es Oriente, de Vicente Blasco Ibáñez, sobre un viaje que hizo desde Vichy hasta Estambul, en 1907. La personalidad del escritor valenciano se plasma en este libro. El exotismo de Oriente y las diferentes religiones son pretextos para atacar a la religión católica y al imperialismo europeo de la época. Blasco Ibáñez describe todo lo que ve sin hacer referencia directa a las fuentes. La sociedad aparece en todas sus clases, penetra en los barrios pobres y asiste al selamlik. Entra en la mezquita de Eyüp -prohibida a los cristianos- y le recibe el Patriarca ortodoxo griego. La cuestión de Oriente no es importante: a Blasco le interesan sus vivencias. Vicente Blasco Ibáñez encaja más en la figura del viajero romántico que sus predecesores españoles.