Tiempo de lectura: 6 min.

Año 2001. En una entrevista concedida a El País José Luis Rodríguez Zapatero, quien había sido nombrado secretario general del PSOE el año anterior, realizó la siguiente afirmación: «El único patriotismo que deberíamos defender los demócratas es el patriotismo constitucional. Mientras algunos quieren captar votos hablando del peligro nacionalista, bajo su gobierno se ha producido en Euskadi la situación más preocupante que hemos conocido en cuanto a emergencia del soberanismo. El PSOE tiene más capacidad para gestionar mejor las políticas y las aspiraciones autonómicas» (El País, 6/6/2001).

En las elecciones generales que se celebraron en el año 2000, y que son las que sirven de referencia a la afirmación de Zapatero, el resultado del nacionalismo vasco, entonces con el PNV como único representante, se sustanció en 353.959 votos (1,53%) que se tradujeron en siete escaños. Se trataba de dos escaños más que en las elecciones de 1996, en las que recibió 318.951 votos (1,27%). También resulta interesante señalar, a modo de apunte, que en las elecciones generales de 2004, las últimas realizadas con un gobierno del Partido Popular en el poder, el PNV mantuvo siete escaños e incrementó sus votos hasta llegar a los 420.980 (1,63%).

En el año 2004 Zapatero ganó las elecciones generales convirtiéndose, así, en el quinto presidente del Gobierno desde la Transición. Su legado, dos legislaturas después, son unas Cortes donde el nacionalismo vasco estará representado por el PNV —con cinco escaños y 323.517 votos (1,33%)— y AMAIUR –con siete escaños y 333.628 votos (1,37%).

El dato no carece de importancia porque ambos partidos están llamados a hacer que las demandas del soberanismo vasco suenen con fuerza en la próxima legislatura. De un lado, AMAIUR representa la vuelta de los planteamientos clásicos de la izquierda abertzale al hemiciclo y todo apunta a que planteará con insistencia y denuedo la cuestión del derecho a decidir del pueblo vasco. Del otro, el PNV parece haber abandonado —solo el tiempo dirá si estratégicamente— su posibilismo histórico y en sus medios suena con fuerza la idea una «Tercera transición».

Irónicamente, quien diez años atrás hacía gala de capacidad y savoir-faire para gestionar el nacionalismo vasco ha terminado sus días en el palacio de la Moncloa dejando como herencia al próximo presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, del Partido Popular, un soberanismo vasco más fortalecido que nunca. Pero no solo eso. Más allá de las cifras electorales, el legado que Zapatero deja tras su paso por el Gobierno se cifra en unos partidos nacionalistas —tanto vascos, gallegos como catalanes— mucho más fortalecidos en sus aspiraciones soberanistas y que, por primera vez en la historia postransición, plantean abiertamente ir más allá de la Constitución de 1978 proponiendo una nueva organización de la planta política del Estado.

Zapatero fue elegido secretario general del PSOE en el XXXV Congreso del partido, en el año 2000. Su candidatura a la secretaría general del partido fue llevada a cabo a través de la plataforma Nueva vía, corriente para la reforma del socialismo español que tomaba sus señas de identidad de la Third Way de Tony Blair y de la Neue Mitte de Gerhard Schröder: a saber, centrismo más economía de libre mercado. En lo que a cuestión nacional atañía, sus primeras propuestas estuvieron inspiradas por el «patriotismo constitucional» del filósofo alemán Jürgen Habermas. «Creo que Habermas nos ha hecho un gran favor a las personas de izquierda poniendo en circulación la idea de patriotismo constitucional», eran las palabras de Zapatero en un encuentro en el Club Siglo XXI en febrero de 2001 (El País, «El patriotismo constitucional de Zapatero», 2/11/2001).

El concepto de «patriotismo constitucional» no carecía de polémica. Originalmente había sido formulado por el politólogo Dolf Sternberger en un artículo publicado en 1979 para el Frankfurt Allgemeine Zeitung en el contexto de la celebración de la Ley Fundamental de Bonn. Sin embargo, en la formulación habermasiana que vindicaba Zapatero el «patriotismo constitucional» era una propuesta para la integración política de Estados pluriétnicos a través de una identidad posnacional. Es decir, a través de una identidad que se debía afirmar haciendo abstracción de elementos culturales como la lengua, la historia, la cultura, etc. La elección de Habermas y sus recetas para lidiar con la cuestión nacional estaba señalando ya la compleja relación del PSOE de Zapatero con el concepto de nación española.

Esta compleja relación se vería confirmada después de la ajustada victoria del PSOE en las elecciones generales del año 2004. La empresa de tener que gobernar sin una mayoría absoluta llevó al PSOE de Zapatero a trazar una estrategia orientada a constituir una mayoría hegemónica —y perdurable— en el Parlamento a través de la alianza con los nacionalismos periféricos. Dicha mayoría debía servir al PSOE para cerrar el camino de la alternancia en el gobierno al Partido Popular. Pronto quedaría de manifiesto que la política orientada a la creación de un bloque hegemónico a través de alianza táctica con los partidos nacionalistas era una navaja de doble filo: si bien por un lado permitía al PSOE mantenerse en el gobierno, por el otro abocaba inevitablemente al país a un debate sobre la existencia misma de España como nación.

Este cuestionamiento de la existencia de la nación española no tardaría en llegar. En noviembre del mismo 2004 Zapatero realizó unas polémicas declaraciones en el Senado sobre el concepto de nación recogido en la Constitución española de 1978. Ante la pregunta, realizada por el senador popular Pío García-Escudero, sobre si el Gobierno consideraba superado, o no, el concepto de nación tal y como lo establecía el texto constitucional del setenta y ocho la respuesta fue la siguiente:

Como no podía ser de otra manera, el Gobierno considera plenamente vigentes los conceptos constitucionales en todos sus preceptos. Y el Gobierno también tiene la libertad intelectual, e incluso creo que la obligación intelectual, de saber que en algunos casos estamos ante conceptos discutidos y discutibles, afortunadamente para el propio objetivo de buscar una convivencia compartida en un proyecto común, que es España, que se rige por la Constitución, que tiene una clara ostentación de la soberanía, y que busca fundamentalmente que sus pueblos, sus identidades y sus singularidades estén cómodas y sean reconocidas en ese proyecto común que, repito, es España.

Al definir el concepto «nación» del artículo segundo de la Constitución de 1978 como «discutido y discutible» Zapatero vació de legitimidad el mismo y dio, de paso, vía libre a la idea de una España plurinacional como «nación de naciones» que socialistas como Maragall o Touriño patrocinaron generosamente. Se estaba gestando el marco adecuado para la aprobación de los proyectos de reforma de los Estatutos de Cataluña y Andalucía, donde la naturaleza de ambas comunidades pasó a definirse mediante el sintagma «realidad nacional».

Si atendemos a estos movimientos, a la par que tenemos en cuenta el empeño del socialismo español por «normalizar» la situación de la izquierda abertzale en el País Vasco —negociación con ETA mediante—, podemos adivinar cuál hubiese sido, a largo plazo, el horizonte político: una segunda Transición centrada en la cuestión territorial cuyo fruto sería la aceptación constitucional de un Estado plurinacionalidad y, en buena medida, confederal.

Tampoco es desdeñable el papel que en el negociado con los nacionalismos periféricos jugó la llamada Ley de Memoria Histórica. So capa de reconocer y ampliar los derechos de los que sufrieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura franquista la Ley de Memoria Histórica se constituyó en un potente instrumento para la deslegitimación sistemática de la Transición y su obra. Según esta narrativa, la épica de la Transición debía relativizarse dado que este proceso no había sido sino un ejercicio de lampedusianismo: a saber, una democracia a la medida de los exfranquistas, fruto de intereses conservadores y obra de aquellos a quienes una mayor participación popular hubiese perjudicado.

Hágase notar que el discurso crítico con la Transición no solamente impugnaba la labor de las Cortes Constituyentes —incluidos los propios del PSOE, pues en la Ley de Memoria Histórica hay un componente de ajuste de cuentas generacional en el seno del propio partido—, sino que tiene una traducción directa en relación con la cuestión nacional. Si se da por hecho que la Transición y su fruto más granado, la Constitución de 1978, no constituyen una verdadera ruptura con el régimen franquista, hay elementos de juicio para considerar que el tratamiento constitucional de la cuestión nacional tampoco responde al que hubiese sido propio en una democracia «más verdadera».

Paradójicamente, los estudios realizados por el CIS desde mediados de los años ochenta señalan la distancia entre quienes han convertido en programa de actuación el discurso crítico con la Transición y la opinión de la sociedad española que fue testigo generacional del proceso de liquidación del franquismo. Desde 1985 al año 2000 el porcentaje de los encuestados para los que la transición a la democracia constituye un motivo de orgullo nunca ha bajado del 75%, llegando al 86% en el 2000.

Del mismo modo, el debate sobre la cuestión nacional introducido por Zapatero en la vida política española nunca constituyó una exigencia sine qua non de los andaluces

o de los catalanes. Al contrario, merece señalar que en el referéndum para la aprobación del nuevo Estatuto de autonomía andaluz la abstención llegó a una cifra histórica: un 66,72%. Y no resulta menos necesario apuntar que en el caso catalán la abstención registró la nada desdeñable cifra del 51,15%. En ambos casos la ciudadanía decretó su indiferencia para con un problema que solamente respondía al interés del PSOE liderado por Zapatero por crear una alianza táctica que cerrase el paso a la alternancia gubernamental con el Partido Popular.

Sin embargo, el resultado global de la estrategia ha sido la radicalización de los discursos de los nacionalismos vasco, catalán y gallego. Sobre todo porque todos ellos han encontrado en la narrativa de la historia de España que ha ofrecido el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero la letra y la música apropiadas para acompañar unas reivindicaciones soberanistas que resultan inasumibles desde el marco constitucional del setenta y ocho.

A modo de conclusión, sería bueno para la vida política española que el partido fundado por Pablo Iglesias aprovechase el próximo congreso que se celebrará en febrero para reflexionar de manera sistemática sobre su histórica relación de ambigüedad con el concepto de nación española. Así los españoles sabrían, al menos, a qué atenerse. Lo que no sería de recibo es que el PSOE siguiese en la senda marcada por Zapatero: en la senda del más puro accidentalismo, convirtiendo la cuestión nacional y la reforma de la planta territorial del Estado en moneda de cambio para su sostenimiento en el poder.

Doctor en Ciencias Políticas, Universidad Autónoma de Madrid