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La verdad, dirán muchos, que es gana de complicarse la vida. El autor escribe un texto para el lector, quien, con su lectura, entiende lo que dice. Y ya está. Sin embargo, no solo en el caso de la comunicación literaria, sino, en general, muchos dudan hoy de que existan garantías de que el receptor entienda lo que dice el emisor, ni de que el texto diga lo que el emisor quiso decir, ni de que el receptor entienda lo que el texto dice, sea esto o no lo que el emisor quiso decir. La interpretación depende de una complicada malla de relaciones entre lo que los especialistas llaman intentio auctoris, intentio lectoris e intentio operis. Siempre y, mucho más, en el caso de la literatura.

Los lectores de la Biblia lo saben desde siempre. Vayamos a lo consabido. El lector que acude al bíblico Cantar de los Cantares se encuentra con una gavilla de composiciones en las que nada hay que sugiera otra lectura diferente de la pura literalidad del poema amoroso. Por ejemplo, ésta del canto séptimo:

Mi amado es puro y sonrosado, se distingue entre millares.
Su cabeza es oro, oro fino;
sus cabellos, racimos de dátiles, negros como el cuervo.
Sus ojos son como palomas a la vera del agua,
bañadas en leche, posadas en la orilla.
Sus mejillas, como arriates de hierbas balsámicas,
semilleros de plantas aromáticas.
Sus labios son azucenas que rezuman jugo de mirra.
Sus manos, barras de oro engastadas con piedras de Tarsis. Su talle, un tronco de marfil cubierto de zafiros.
Sus piernas, columnas de mármol asentadas sobre basas de oro fino. Su porte, como el del Líbano, esbelto como los cedros.
Su paladar, las dulzuras, y todo él, las delicias.
Ése es mi amado, ése es mi amigo, hijas de Jerusalén.

No hay dudas. Como dicen los anotadores de la Biblia de Navarra, estamos ante uno de varios «cantos de amor de diversa procedencia —imágenes pastoriles, la boda de Salomón o de algunos otros reyes, etc.— que han sido reunidos por el autor, quien, con ligeros cambios, los ha dotado de un cierto argumento y de una consistencia que no han conseguido borrar del todo la diversidad originaria». No obstante, alguien —el hagiógrafo— ha tenido la inspiración de que con el único lenguaje de amor que tiene el ser humano se debe expresar el amor de Dios y, al introducir estos poemas en el Libro Sagrado de un pueblo, hace posible la lectura (la revelación) del amor de Dios por su pueblo y el gozo del pueblo al sentirse predilecto de Dios.

E L  A U T O R

En el origen del texto que se lee hay un emisor de carne y hueso, ostensible en la comunicación oral, diferido en la comunicación literaria y en toda comunicación escrita. Pero el lector no advierte quién es ese autor ni qué quiere transmitir a partir de corporeidad alguna ni de datos empíricos que ilustren su personalidad, sino por medio de una reconstrucción que realiza a partir del texto que recibe. En el texto se adivina y se califica al autor que lo origina, «autor de papel» que puede ser idéntico, diferente o contradictorio con el que se deduce de su biografía. Todavía más. El autor así reconstruido puede no ser solamente de papel y, sin embargo, no ser tampoco el primero de carne y hueso que profirió los enunciados en cuestión, sino un lector posterior que se erige en autor al producir un nuevo programa de lectura. Lo hemos visto en el texto de la Biblia y lo hace también Miguel de Unamuno en su Vida de Don Quijote y Sancho.

Desde luego, siempre se podrá leer como texto abierto un texto proyectado como unívoco y como unívoco un texto concebido como abierto. Ejemplo de lo primero son las numerosísimas lecturas «desconstructivas» que han llenado de despropósitos los anaqueles de la crítica literaria académica en las últimas décadas. De lo segundo, la antigua lectura del Quijote como mera parodia de los libros de caballería o las lecturas fundamentalistas de la Biblia que tienen desgraciadamente tanta actualidad. Puede ocurrir también que se conciba un texto abierto para concitar la adhesión de lectores entre sí contradictorios, provocando diferentes recorridos de lecturas, unívocas cada una de ellas.

La famosa novela El nombre de la rosa de Umberto Eco, por ejemplo, reclama un doble lector: el ingenuo y el crítico. El lector ingenuo seguirá las peripecias de la misteriosa serie de crímenes como sigue las de las novelas de Agatha Christie, atribuyendo la sospecha a uno u otro personaje según avanza el relato. Al final, caerá en la cuenta de que había pasado por alto los detalles verdaderamente significativos. Los textos en latín, las discusiones sobre metafísica, el clima cultural de la Edad Media, con Etimologiae de Isidoro incluidas, la filosofía nominalista, en fin, habrán sido solamente índices del misterio que hace más emocionante el relato policíaco.

Al lector crítico, en cambio, se le ha ofrecido ya una pista desde el título que, con poco que hojee la obra, se da cuenta de que remite a la cita final de Bernardo Morliacense, que cobra en este texto un sentido nuevo y preciso:

Stat rosa pristina nomine nomina nuda tenemus quiere decir «la rosa originaria consiste en un nombre / sólo nos quedan meros nombres».

Este lector descubrirá así el carácter «neonominalista», posmoderno, de la novela. En sus notas de agnosticismo, relativismo y desinterés por el concepto de verdad encontrará marcas inequívocas de la mentalidad dominante y un reflejo sugerente del debate religioso de nuestro tiempo. Cabe también el lector equívoco de la intentio equívoca, que zigzagueará de un sentido a otro según la ocasión, el momento subjetivo o el pasaje en que se encuentre.

Ciertamente, las ambigüedades señaladas inclinan muchas veces a una conclusión desconstructiva, al todo vale como interpretación. Pero yo no lo veo así. El hecho de que, en ocasiones, la intentio auctoris descubierta no se pueda identificar con la intención consciente del autor del texto (e incluso de ningún otro autor) no quiere decir que falta el sujeto del texto, sino que el texto condensa y armoniza los descubrimientos de muchos seres humanos a los que el que firma la obra, queriendo, sin querer e incluso a su pesar, sirve de portavoz. La lectura debe anclarse en la intentio auctoris. Precisamente porque, desde el punto de vista comunicativo, el autor no es sin más un individuo de carne y hueso que habla y escribe y al que se le «entiende todo»; forma parte de una lectura lograda la adecuada identificación del autor que se manifiesta y se oculta al hilo de la dialéctica texto-lector y que aparece, especialmente en el texto escrito, y más especialmente en el texto que llamamos literario, como una esfinge.

E L  L E C T O R

Como puso de relieve Jauss, cabeza de la escuela de Estética de la Recepción, que tanto ha influido en la teoría literaria a partir de la década de 1970, el lector es una instancia fundamental en el proceso de interpretación. Y eso es ya obvio. Puede ocurrir, desde luego, que un mismo lector de carne y hueso realice distintas lecturas de un mismo texto en distintos momentos. Conviene también advertir que el lector de carne y hueso puede no ser el mismo que el autor ha previsto e incluso la industria editorial y la sociedad en general presupone. La sociología de la distribución del libro proporciona interesantes sorpresas.

Antes de 1960 se vendían en los quioscos de prensa de toda España unos cuentos populares presuntamente destinados a niñas. Las «funciones» de los personajes eran sistemáticas y constantes: una pobre leñadora (lavandera, sirvienta, etc.) se encontraba una rana (pajarillo, ardilla, etc.) herida. Movida a compasión, la curaba.

En ese instante, con la ayuda de una hada madrina, el animalito se convertía en un príncipe que la tomaba por esposa. Hasta aquí la sustancia temática. La sorpresa viene cuando se comprueba que los cuentos en cuestión no eran leídos sobre todo y principalmente (aunque también) por esas niñas de ocho a diez años, sino por sus hermanas de veinte, treinta, cuarenta (?) años, aunque fueran las niñas las que materialmente los adquirían, porque a ellas les daba vergüenza que las vieran comprarlos. En la España del siglo XX anterior al desarrollismo estas mujeres tenían el matrimonio como única posibilidad de ascenso social y el deus ex machina del hada madrina servía para alimentar sus ensueños. No hay, a primera vista, un lector previsto que valga: hay un texto que se encuentra inopinadamente con una lectora (digo bien lectora). Sólo después de descubierta esta lectora empírica se puede señalar que era otra la lectora implícita en el texto, a despecho de la lectora prevista en un principio por el autor.

Además, el texto literario, entregado por el autor para que sea acogido por el lector en cualquier lugar, espacio y situación, produce lo que en otra comunicación serían intersticios vacíos, los cuales se convierten en ésta en pista de despegue de múltiples sugerencias lectoras. Es precisamente la falta de vinculación pedestre entre mensaje y código la que proporciona la ambigüedad literaria, una amplia tasa de información que sitúa la alta literatura en un extremo del continuum que termina, por el otro, en textos como la receta médica, el horario de trenes o la factura comercial, perfectamente contextualizados, inequívocos, pero informativamente triviales. De todos modos, la lectura de todo texto se ancla en determinadas bisagras que unen texto y realidad y descartan los trasfondos sin pertinencia temática. Claro que la impericia del lector o sus prejuicios pueden alterar el acto hasta el extremo de que lleguemos a hablar más de una utilización del texto, que de una interpretación del texto. «El texto como pretexto» ha sido siempre un peligro ya enunciado por los manuales escolares desde tiempo inmemorial.

No cabe duda de que el lector está dentro y fuera del lenguaje. Está fuera y puede entablar una relación con él, una actividad de desciframiento. Está dentro y no puede prescindir del hecho de que, al interpretar cualquier cosa, se está interpretando a sí mismo: valores, presuposiciones, compromisos. El lector de carne y hueso no tiene necesariamente que reconocerse en el autor implícito o implicado en el discurso, pero tiene que procurar detectar un posible lector previsto como modelo, propiciado en el texto, y adecuar a él su lectura. Si no, la lectura propiamente dicha, la interpretación será un fracaso, un imposible.

EL TEXTO

Naturalmente, como nos recuerda la tradición, hay otros posibles sentidos, además del literal: el alegórico, el tropológico o el anagógico. A esos sentidos me refería cuando invocaba la figura de un lector que se había convertido en autor para otros en la serie de lecturas. Esa es la situación que ilustra la lectura del Cantar de los Cantares que hemos evocado antes. Ahí está el punto límite para descreer de toda lectura, para afirmar la desconstrucción que viene a considerar que no hay genuinos autores, ni genuinas obras: no hay más, según dice Culler, que el voyeur o el intruso que ni el autor ni el libro han sido capaces de prever. ¿Podrá una semiótica de la lectura prescindir del texto? Este colmo de la contradictio in terminis es moneda corriente en nuestros medios académicos. Será, pues, preciso abordar también este extremo.

Como dice Harald Weinrich, nos hemos de referir al texto completo, aquel que, gozando del común acuerdo de la intentio auctoris y la intentio lectoris, está delimitado por un principio y un final. Los relatos policiacos se caracterizan precisamente por defraudar la expectativa del lector basada en textos parciales (al final no es lo que parece, el malo es otro). Se me ocurre ahora que películas como El golpe o Nueve reinas, que todo el mundo ha visto, podrían ilustrar esta afirmación de manera evidente.

Sin embargo, incluso teniendo en cuenta el texto completo, no se puede olvidar las múltiples operaciones de lectura que caben sobre la literalidad de un mismo texto, según ha puesto de relieve esta tradición de la hermenéutica bíblica de los cuatro sentidos que acabamos de invocar. Llevando esto a un extremo, encontramos la afirmación de la actual escuela americana acerca de que toda lectura es necesariamente una «mala lectura» (misreading), lo que da la razón al programa del pragmatismo de Richard Rorty que incita a leer como si no existieran más que textos sin anclaje, sin ocuparse de la intención del autor o entendiendo el resultado de la lectura necesariamente como una mala interpretación. El texto nos aparece como productor de cada lectura (interpretación retórica esta que camina infinitamente de figura en figura), como pista de despegue de infinitos sentidos, y nada más.

En el conocido libro ¿Hay un texto en clase? de S. Fisch se afirma que la obra es producto del lector, pero no enteramente producto del lector. Esta es, a mi juicio, la postura sensata. En los textos de ficción, como dice K. Stierle, el hecho de que su ficcionalidad engrane con la ficcionalidad del texto entero supone ya un cierto límite. Es verdad que el texto literario es esa machina pigra de la que habla Umberto Eco. Como «máquina», contiene en sí los elementos que autorizan su lectura, como «perezosa», necesita de la activa cooperación del lector. Pero, insisto, no hay motivo suficiente para pensar que no se trata de una «máquina» y sí de una simple «pista de despegue».

¿Que toda lectura es una «mala interpretación»? Si después de leer el Quijote y La Regenta comento que he leído una obra que expone el conflicto entre una «interioridad hiperconsciente y una exterioridad inconsciente», además de que se me pueda decir que, en todo caso, se trata de una mala lectura, probablemente se me podrá preguntar también a cuál de las dos obras me refiero. Si afirmo, en cambio, que lo que he leído es la historia de una mujer aherrojada por los prejuicios sociales de su época, se me podrá seguir arguyendo que se trata de una mala lectura, pero ahora será «mala lectura» de La Regenta, pero no del Quijote. Nadie en su sano juicio podría afirmar que se trata de una lectura desconstructiva del personaje Dulcinea del Toboso. No todo texto soporta cualquier lectura en un proceso de apertura sin fin.

La interpretación literaria es posible porque la intentio operis soporta posibles intentiones auctoris y posibles intentiones lectoris, pero impide otras: la obra es el lugar donde se decide la buena o mala lectura. En toda lectura, hay elementos que apoyan determinadas certezas y otros que sugieren una cierta incertidumbre. La lectura tradicional ha tendido a reducir la ilegibilidad al mínimo y a subrayar lo fundamentado de sus lecturas. Las lecturas emprendidas a partir de la estética de la recepción tienden a potenciar la apertura que suministran los puntos débiles hasta llegar a la negación de cualquier lectura canónica. El repaso de las ingenuidades que encierra la crítica tradicional descarta su aceptación sin más, pero la acumulación de sospechas acerca de ella no consigue, a mi juicio, anular la consistencia de los puntos de anclaje. Hay que afrontar en todo texto la dialéctica entre legibilidad e ilegibilidad sin pretender llegar al extremo de afirmar la posibilidad de una lectura enteramente ajena a la intentio operis.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Sevilla y profesor de investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Madrid). Director de «Revista de Literatura» (CSIC) y editor-director de «Nueva Revista» (UNIR). Académico correspondiente de la Academia Argentina de Letras, Academia Chilena de la Lengua y Academia Nacional de Letras del Uruguay. Premio Internacional Menéndez Pelayo.