Tiempo de lectura: 5 min.

En septiembre de 2000 todos los líderes del mundo participaron en la cumbre convocada por el secretario general de Naciones Unidas, en Nueva York, para la aprobación de los denominados Objetivos de Desarrollo del Milenio.

La década de los noventa había supuesto en términos de desarrollo, la convocatoria de numerosas cumbres y asambleas donde se aprobaron compromisos universales, principalmente en el ámbito social. La atención a la infancia, a las personas mayores, a las personas con discapacidades, a las poblaciones indígenas y también a la situación de las mujeres, marcó muchas de las políticas públicas y de las normativas aprobadas en los diferentes Estados. Pero esos compromisos se convirtieron en banderas con las que casi todos los gobiernos se retrataron, sin que existieran mecanismos suficientes para garantizar su cumplimiento. Seguramente esa relación de derechos y aspiraciones que en su momento fue positiva, reclamaba también la necesidad de objetivos e indicadores concretos, que facilitaran en la práctica la mejora de la vida de muchas personas.

Las disfunciones y diferencias entre propuestas aprobadas y la realidad social fueron la siembra necesaria para que los Estados miembros de Naciones Unidas asumieran la necesidad de una agenda más específica, que se tradujo en 2000 en la aprobación de los Objetivos del Milenio. Cuando quedan escasamente unos meses para llegar a la fecha límite, en 2015, las negociaciones para preparar el futuro ya se han iniciado.

Tanto desde los Estados como desde las comunidades beneficiarias y la sociedad civil, la revisión de compromisos y las necesidades nacidas desde 2000 abren nuevos interrogantes sobre las prioridades de futuro y las nuevas metas que marcarán la agenda del futuro. En ese contexto, no son pocos los interrogantes pendientes de respuesta. Entre ellos, el propio concepto de desarrollo y la concepción de la solidaridad y el cuidado son elementos ávidos de propuestas que mejoren la situación de las condiciones de vida en todos los lugares del mundo. No solamente los países menos desarrollados, sino los países ricos y los denominados países de renta media han visto en algunos casos mantener y en otros incrementar las desigualdades. Y en ese marco, una de las opciones teóricas barajadas, sobre todo en el mundo anglosajón, es el desarrollo de la denominada ética del cuidado.

LA ÉTICA DEL CUIDADO

El término se atribuye a Carol Gilligan, que en su obra publicada en 1982, In a different voice. Psycological Theory and Women’s development, la contrapone con la denominada ética de la justicia. En su trabajo, intenta subrayar la parcialidad de los planteamientos tradicionales sobre el desarrollo moral, en los que ha primado la racionalidad, la imparcialidad y la independencia. Su propuesta, que en algunos casos se ha considerado un alegato para recuperar el sentimentalismo moral de la Ilustración, pasa por reclamar el protagonismo de la subjetividad y la afectividad que serían propias de la ética del cuidado.

En este sentido, Gilligan articula una crítica que no se cierra solo al ámbito de la ética, sino que supondría también una revisión de todo el derecho moderno y las instituciones políticas que, a su juicio, han pivotado sustancialmente sobre la razón.

La línea de argumentación no es marginal. Su propuesta no sería tanto pretender calificar lo justo o injusto en función de la empatía o rechazo que una conducta produzca, sino más bien tener en cuenta que la teoría moral reclama la referencia a la razón, pero también a los sentimientos y a la imaginación.

En materia de desarrollo, uno de los enclaves más significativos es precisamente el sentido de la autonomía y la independencia. De modo que, desde la ética del cuidado, dicha autonomía se estructura como autonomía «relacional», situando a la persona en una red de relaciones que vendrían a ser su horizonte moral y que perfilarían sus posibilidades de elegir. La consecuencia es que la ética del cuidado daría una respuesta a la pregunta sobre cómo las personas pueden estar mejor equipadas para actuar moralmente. Y para ello, la principal crítica a la ética de la justicia es haber promovido exclusivamente la libertad y la igualdad como valores morales, manteniendo una clara deuda con las relaciones de cuidado, amor y confianza.

Asimismo, la definición de la tolerancia defendida por la ética de la justicia debería sustituirse por el significado del «respeto», interpretado como «consideración» en cuanto sinónimo de una actitud empática hacia la otra persona que lleva al acercamiento adecuado.

Todo ello en un marco de responsabilidad que viene condicionado por la dimensión del cuidado y que la propia Gilligan planteaba en los siguientes términos: «Tengo un poderoso sentido de ser responsable, que no puedo vivir para mi placer, sino que justamente el hecho de estar en el mundo me impone una obligación de hacer lo que yo pueda para que el mundo sea un lugar en el que viva mejor, por muy pequeña que sea la escala en que lo logre» (cfr. la obra citada, p. 45)

Podría decirse que la ética del cuidado se caracteriza, en primer lugar, por una necesidad de tener en cuenta los sentimientos y las peculiaridades de la situación que se juzga; lo que de algún modo se distanciaría de la racionalidad de la ética de la justicia, en la que «la otra persona» es siempre un sujeto imparcial.

En segundo lugar, la tradicional fórmula de respetar los derechos de los demás se cambiaría por la responsabilidad por los demás y por una preocupación ante las posibles omisiones hacia ellos.

La concepción de la persona, en tercer lugar, se situaría en una concepción del mundo como una red de relaciones, en la que se vincula con la sociedad y los demás, a los que necesita en situaciones de carencia o de vulnerabilidad.

Por último, las mínimas reglas de convivencia quedarían sustituidas por valores morales que se basarían en la atención «al otro/a».

Cada una de estas características requeriría muchos matices que exceden de estas páginas. Pero aun a riesgo de ser muy general, se podría decir que en las propuestas de la ética del cuidado, como en todas las propuestas conceptuales, hay elementos positivos y otros que serían criticables. En cualquier caso, la «mirada a la otra persona» como factor básico para elaborar una concepción del desarrollo no deja de ser un reto más que interesante.

LAS CONSECUENCIAS EN MATERIA DE DESARROLLO

Las decisiones sobre qué cuidar, a quién, cómo y cuándo o con qué intensidad remiten a valores como la justicia pero también enlazan la ética con los derechos. No parece que resulte incompatible asumir algunas de las propuestas de la ética de la justicia con la ética del cuidado.

La necesidad del respeto a los demás o los reclamos de la dignidad como presupuesto de cualquier política en materia de desarrollo no es sinónimo de antagonismo. En definitiva, el derecho y la política generan relaciones y conexiones que llevan consigo obligaciones con los demás y que presentan implícitamente la superación de la concepción del otro/a como un sujeto formal para integrar la dimensión del cuidado y la solidaridad.

La consecuencia inmediata en materia de desarrollo es que el cuidado genera responsabilidades que remiten a las relaciones sociales inmediatas y a la responsabilidad de otras sociedades con mayores necesidades, además de las generaciones futuras.

En definitiva, la ética del cuidado está reclamando una recuperación del respeto a la persona, al ser humano con el que se construye la sociedad, que está dotado de libertad y de razón pero que no puede vivir aisladamente. En consecuencia presenta una clara crítica al individualismo basado en la razón que la ilustración se ha encargado de fomentar.

En materia de desarrollo, la razón es importante pero la dimensión del cuidado adquiere mayor protagonismo. La persona más necesitada requiere de respeto al contexto en el que vive y en el que necesita la ayuda al desarrollo. Y por eso, no hace falta solamente escuchar sus necesidades sino paliarlas en su propio contexto.

La «otra cara de la moneda» es la deriva relativista que puede tener aceptar exclusivamente el contexto para calificar las relaciones humanas, diluyendo así la propia universalidad de los derechos. Pero el riesgo siempre está presente y en la sociedad que vivimos, parece obvia la necesidad de revitalizar esa dimensión del cuidado como regla de convivencia cívica. Seguramente no se incluirá como un objetivo de desarrollo en el futuro, pero valdría la pena apostar por el cuidado como eje de esa sociedad mejor a la que todos aspiramos.

Catedrática acreditada de Filosofía del Derecho. UCM