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El próximo 1 de enero se cumplen cincuenta años del triunfo de la revolución cubana. Es decir, medio siglo, expresión que explica mejor el tiempo transcurrido. En 1959 nadie hubiese apostado por la permanencia de la revolución durante tanto tiempo. Ni siquiera Fidel Castro, que había repetido hasta la saciedad que su objetivo era devolver la democracia al país y restaurar la Constitución de 1940.

Desde 1952, Cuba sufría la dictadura de Fulgencio Batista tras un golpe de estado incruento que fue justificado como «revolucionario» y «por el bien de la patria amenazada por la corrupción partidista». Ante la indiferencia casi general de los cubanos, su llegada al poder también fue tolerada por EE.UU.

Batista, que era un sargento mulato convertido en general y hombre fuerte desde los años treinta, tenía una ideología cercana al populismo de Perón o Getulio Vargas. Por eso su primer anuncio fueron viviendas para los más pobres y un aumento general de salarios. De hecho, en 1940 había sido presidente de Cuba gracias a los votos de la clase media, que apoyó mayoritariamente a su partido, la Coalición Socialista Democrática. Su programa estaba basado en el orden y el gasto público, pero sin ocultar su cercanía al socialismo, tendencia confirmada al nombrar ministros a dos destacados comunistas, Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez.

En 1958, sin embargo, la dictadura estaba a punto de ser derrotada debido (y quizá esto sea el «determinismo retrospectivo» del que hablaba Max Weber) a la corrupción, el rechazo popular y la represión descontrolada de la policía. Sin embargo, un motivo sobresalía por encima del resto: el deseo de libertad de los cubanos, cansados de las injusticias de Batista. Si a eso unimos la retirada del apoyo estadounidense y la presión guerrillera tendremos el cuadro completo de la caída del régimen en la madrugada del 1 de enero de 1959.

Batista, rumbo a Santo Domingo, dejó atrás una república enmarañada y a los pies del Movimiento 26 de Julio. En ese instante, las fuerzas rebeldes ya habían llegado al centro del país, aunque no controlaban las principales capitales de provincia y mucho menos La Habana. Sin embargo, los revolucionarios triunfaron y lo hicieron con el absoluto respaldo de los cubanos, convencidos de que Fidel Castro era el caudillo salvador de Cuba.

Desde 1898, la casi totalidad de los políticos cubanos habían combatido contra España y, por tanto, tenían formación castrense. Esto dio lugar a un estilo de gobierno «militar» en el que la nación era sentida como un gran campamento que se dirigía por decreto e impulsos caudillistas. Y donde hay un caudillo carismático las instituciones se difuminan y terminan por desaparecer. Por eso la república cubana era presa fácil y periódica del populismo y los políticos «revolucionarios», adjetivo habitual desde las guerras contra España del siglo XIX.

En 1958, los rebeldes fidelistas no eran los únicos opositores a Batista y tampoco eran los más preparados para tomar el poder. A su lado había organizaciones como el Directorio Revolucionario (de origen universitario) o la Triple A, además de una oposición en la que destacaba Carlos Márquez Sterling (del Partido del Pueblo Libre), político moderado que en las elecciones de ese año propuso una amnistía general y la conversión del movimiento revolucionario en un partido político. De este modo, podría participar en unas hipotéticas elecciones democráticas que se hubiesen celebrado en 1960. Es decir, entre la dictadura de Batista y la revolución de Castro, Márquez Sterling defendía una vía pacífica y democrática anclada en la Constitución de 1940, cuya Asamblea constituyente había presidido.

Sin embargo, la historia oficial de la revolución no reconoce más oposición a Batista que la de Fidel Castro y se esfuerza por ocultar que el comunismo nunca logró más del 3% de los votos en unas elecciones libres. Tampoco asume que la clase media en Cuba había aumentado sus ingresos y calidad de vida desde el fin de la II Guerra Mundial ininterrumpidamente.

Sin embargo, junto a esas realidades también había otras menos positivas. Así, en 1955 un informe del Banco Nacional de Cuba afirmaba que el país no podía continuar dependiendo del azúcar para mantener su economía, ni tampoco que el trato comercial favorable de los EE.UU. fuera eterno. «Si no damos a nuestra economía una estructura y orientación que permitan una distribución equitativa y adecuada de los medios de vida, días muy aciagos nos esperan».

Otro informe, en este caso de la Agrupación Católica Universitaria, señalaba en 1957: «La ciudad de La Habana está viviendo una época de extraordinaria prosperidad mientras que en el campo se están dando condiciones de estancamiento, miseria y desesperación difíciles de creer» y denunciaba el alto analfabetismo en las zonas rurales, así como la falta de asistencia médica primaria. Ambas realidades fueron aprovechadas por Fidel Castro para respaldar su revolución.

LA HISTORIA COMO COARTADA

El análisis oficial cubano de la etapa prerrevolucionaria se basa en que el comunismo era la voluntad de toda la nación desde la independencia de España. Es decir, el comunismo no es una imposición de la minoría que toma el poder en 1959, sino que es la voluntad del pueblo. Esa voluntad fue correctamente interpretada por Castro que, tras una etapa de transición entre 1959 y 1961, la consagró definitivamente al declarar que Cuba era una república marxista-leninista.

Para que este mensaje sea coherente es necesario convertir el periodo republicano (de 1902 a 1958) en un régimen clasista en el que unos cubanos explotaban a otros, un tiempo de corrupción, segregación racial y servidumbre ante los EE.UU. Por eso se le bautiza como «periodo neocolonial».

Para justificar el triunfo de la revolución, se presenta entonces toda la política cubana anterior a 1959 como una lucha del socialismo contra el capitalismo burgués. De este modo, la pluralidad política y las instituciones son acusadas de ser un lastre para la unidad de la nación en un proyecto común. Es decir, la democracia liberal parlamentaria es el origen de una decadencia que sólo Fidel Castro puede enmendar.

Desde abril de 1961 el discurso oficial se construye sobre divisiones artificiales que justifican la falta de libertades. Por eso comienza a hablarse de «Socialismo contra Democracia» o de «Libertad popular contra Servidumbre neocolonial» y se atacan aquellas realidades que pudieran introducir dudas en el pueblo. Por ejemplo, la fuerte influencia cultural católica y su presencia en la vida diaria republicana, en la que el 90% de la población estaba bautizada, unos 125.000 alumnos iban a colegios religiosos (como el propio Fidel Castro) y la intensa participación en la vida política de miembros en la Acción Católica era constante.

Es cierto que otros índices eran mucho más bajos. Por ejemplo, el cumplimiento dominical, que apenas llegaba al 13%, o la poca atención que recibían las zonas rurales en comparación con las ciudades, ya que prácticamente sólo se visitaba a los guajiros para bautizarlos. Sobre todo, en el Oriente del país, donde su arzobispo, Enrique Pérez Serantes —el mismo que salvó a Fidel de ser fusilado en 1953 tras el asalto al cuartel Moncada—, se esforzó en superar el secular olvido con la población rural. En esto Cuba no era diferente al resto de América.

El mismo espíritu revisionista de los comunistas cubanos provocó el ocultamiento de las guerrillas alzadas contra el gobierno de Castro a principios de 1960 (y que fueron bautizadas como «Luchas contra bandidos») o las acusaciones de connivencia con Batista del movimiento obrero (que había logrado mejoras como la jornada de ocho horas o las vacaciones pagadas) y, en general, cualquier referencia al mayoritario acuerdo político y social que supuso la Constitución socialdemócrata de 1940.

Como ya he señalado, el único referente inexcusable en el discurso oficial cubano es Fidel Castro, y esto a pesar de que no fuera el único líder revolucionario hasta 1958. Por el camino se quedaron otros hombres de gran talla política, como Frank País —el jefe de la guerrilla urbana en Santiago de Cuba y posible rival en la dirección del Movimiento 26 de Julio—, o José Antonio Echeverría, Manzanita, líder del Directorio Revolucionario y último presidente de la FEU (Federación Estudiantil Universitaria). Ambos fueron asesinados antes del triunfo de la revolución, lo que permitió convertirlos en héroes silenciosos.

En ese panorama histórico Batista, es el reverso de Fidel Castro y el justificante de todo lo ocurrido más tarde. Para legitimar aún más a Fidel se crea el mito del Che Guevara y, en menor medida por su temprana y misteriosa desaparición, de Camilo Cienfuegos. Ellos forman la trinidad revolucionaria que salvará a Cuba de sus todos sus males —algunos innegables—. Como es conocido, Guevara y Cienfuegos murieron en los primeros años de la revolución y también se convirtieron en héroes silenciosos.

Por tanto, ya desde la etapa guerrillera, la historia de la revolución ha sido un asunto de Estado que debe ser narrado según el discurso de los sectores más radicales del 26 de Julio, que es llamado «movimiento» por imitación al Movimiento Nacional franquista (no en vano Fidel Castro, ya desde su época con los jesuitas, se sabía discursos enteros de Primo de Rivera y, aparte de copiar los colores negro y rojo de la Falange, de él había tomado su aversión a la democracia parlamentaria y al liberalismo).

Los «sectores radicales» antes citados son los comandantes de la Sierra Maestra: Fidel, Che y Raúl. Entre los tres deciden la composición del primer gabinete ministerial, de modo que no se le pueda tachar de comunista. Así, la mayoría de los ministros nombrados en 1959 eran políticos de reconocida trayectoria democrática (como el primer presidente, el juez Manuel Urrutia) y algunos de ellos abiertamente anticomunistas.

Sin embargo, desde los primeros días del triunfo, Fidel asume que sólo podrá mantenerse el poder si es capaz de crear un Estado fuerte y unitario, ya que es consciente de que el M-26-J tiene escasa implantación urbana, sobre todo en La Habana. Sabe también que aún sobreviven estructuras e intereses que intentarán convertir la revolución en algo pasajero, sin cambiar nada y sin reformas profundas.

El precio para evitarlo será sovietizar la revolución, ya que Castro tomó la senda marxista-leninista por coherencia intelectual con su pensamiento nacionalista y revolucionario (si la partitocracia y la burguesía, la Iglesia y los EE.UU. han saqueado inmoral e impunemente a los cubanos, su gobierno devolvería al pueblo todo lo robado) y porque sólo el comunismo podía justificar un gobierno autocrático y convencer a la URSS de la pureza ideológica de la revolución cubana.

Según esta tesis, Fidel no traicionó la esencia del pensamiento radical nacionalista en el que, como tantos otros, maduró políticamente. Lo único que hizo fue llevarlo al extremo para crear un Estado totalitario. Es cierto que hasta 1961 siempre negó ser comunista, pero, al menos desde El Bogotazo de 1948, en el que participó activamente, puede apreciarse su afinidad con el socialismo.

Cuestión distinta es que dichas tendencias izquierdistas se hubiesen mantenido hasta entonces en los límites de la democracia. Como ha destacado Richard Pipes (Harvard University): «Desde un punto de vista histórico, el castrismo es un líder en busca de un movimiento, un movimiento en busca de una ideología y una ideología en busca del poder».

El resto del trabajo lo hizo la intelectualidad de izquierdas occidental, que saludó con gozo el experimento cubano. Comienza entonces el «turismo revolucionario» de escritores y artistas ávidos por conocer de primera mano los logros de la revolución. Así, desfilan por La Habana Neruda, Vargas Llosa, Sartre, Cortázar y otros conversos a la nueva fe fidelista, que funciona como un fenómeno religioso según las tesis del historiador Michael Burleigh.

En el fondo de todo el proceso hay dos constantes: la revolución como única fuente del derecho y el arraigado convencimiento de que la represión es un elemento imprescindible en la acción de gobierno, ya que sólo el terror revolucionario logra la obediencia colectiva. Batista instauró esas prácticas y Fidel Castro las ha mantenido, ya que nadie se siente a salvo en un sistema que castiga arbitrariamente y en el que las nociones de «ciudadano» o «seguridad jurídica» se convierten en resabios burgueses.

Finalmente, gracias a la propaganda cristaliza la leyenda de que los miles de cubanos que lucharon contra Batista lo hicieron por el socialismo. Lejos de ese mito, lo cierto es que cientos de ellos murieron por derrotar a la dictadura, ya fuera por lealtad a las ideas democráticas, al nacionalismo republicano o simplemente por la libertad de Cuba. Lo que resulta inaceptable es el discurso oficial de que toda oposición al proceso revolucionario sea, en el fondo, anexionista o mafiosa. Esa es la tragedia última de Cuba: la existencia de un exilio y, si se me permite el juego de palabras, un insilio creado por la conversión de la revolución al comunismo, algo que la mayoría de los cubanos no quería y que el gobierno de La Habana sigue sin asumir en 2008.

UN FUTURO INCIERTO

Precisamente 2008 ha sido especial por la renuncia de Fidel Castro a la presidencia y a la jefatura militar de Cuba. Termina así medio siglo de historia concentrada en un solo hombre.

El deterioro de Fidel Castro es progresivo —como demuestra la reciente fotografía filtrada por la Iglesia ortodoxa rusa durante la consagración de un templo en La Habana— y, por lo que se deduce, irreversible. Él mismo confirma que, a sus 82 años, le falta el vigor suficiente para afrontar el futuro.

Sin embargo, Castro está tranquilo porque la vieja guardia, apoyada en los jóvenes comunistas, continuará con la revolución. Concluye así «el postotalitarismo carismático», según expresión del profesor de Georgetown Eusebio Mujal-León, ya que a partir de ahora será el Partido Comunista —pese a su progresiva debilidad ideológica y organizativa quién sustituya— al comandante. Desarmada la utopía, el miedo al cambio es el principal aglutinador y legitimador del régimen, ya que el núcleo nacionalista y antiamericano que tantas cosas ha justificado se ha reducido en la última década.

Da la impresión, por tanto, de que la nación está madura para asumir la despedida. Más dudas existen acerca de si estamos en el inicio de la transición, algo que el paso del tiempo parece desmentir. Raúl Castro y sus ministros, que han realizado con éxito el traspaso de poderes, están ahora inmersos en una batalla política de gran calado y atan cabos para que la situación no se desquicie.

Con la renuncia de Fidel llega el turno de la diplomacia y la política porque el triunfo de Obama y los nuevos acuerdos con Rusia marcarán el futuro escenario cubano. A corto plazo todo seguirá en manos de los militares, como garantes el orden interno, y el Partido Comunista, dueño de un arma poderosa: autorizar la salida incondicional del país. Si eso se permitiera, el éxodo inmediato hacia Miami sería de cientos de miles de personas, posibilidad que aterra a los EE.UU. Por tanto, a todos conviene que el Partido y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) continúen «en la vanguardia del proceso».

Como señala el historiador Rafael Rojas, en las dictaduras la historia oficial es incuestionable y, a la vez, ficticia, ya que transmite la idea de que el poder lo ejercen las masas populares. «Cuando es el pueblo quien rige la nación, la historia política desaparece y en su lugar queda una leyenda consoladora. En ese mundo perfectamente armónico no hay disidencias o fricciones y quienes se oponen son […] asumidos como agentes de alguna fuerza diabólica exterior».

La historia de la revolución o, más bien, de las dos revoluciones cubanas (la que se dio entre 1956 y 1961 y la posterior de 1961 en adelante) sigue rescribiéndose cada día para evitar enfrentarse una dolorosa realidad: la perpetua condena de los cubanos a vivir entre la revolución, la dictadura y el exilio. O dicho de otro modo, a vivir en una guerra civil que dura ya medio siglo. Ni Orwell lo hubiera mejorado.

Historiador y periodista